Cuando cierta filosofía (sobre todo en la tradición impropiamente llamada “continental”, aunque sobre la impropiedad de la distinción “analítico/continental hablaré en otra entrada) habla de las ciencias sociales suele presentarlas en connivencia con la técnica y el eclipse del ser, el mundo completamente administrado, los juegos depoder (o de la indistinción, según los analíticos, entre los contextos de descubrimiento y justificación) o cualquier otro de esos macroconceptos con los que ciertos del gremio defienden agresivamente el propio espacio. Por ejemplo, Jacques Rancière (El odio a la democracia, Buenos Aires, Amorrortu, 2006, p. 93) en un libro recibido entre aplausos por doquier (citado por Segolène Royal, celebrado, entre nosotros, por la revista Archipiélago: como suelo hacer caso, me compré el libro y lo leí) a la sociología como auxiliar del principio de conformidad y como ataque, no a la riquísima e inefable epifanía del ser (que diría Heidegger), sino —lo que tampoco es tan diferente: las categorías son igual de gruesas, pero, eso sí, ambas de aspecto “ontológico”— a la no menos exuberante e indescriptible vitalidad de la democracia (convertida en un "concepto" a medio camino entre el Ser –tachado, que conste- de Heidegger y la plebe del Foucault de la época de los “nuevos filósofos”): “Porque la sociología no es justamente una crónica de la diversidad social. Es, por el contrario, una visión del cuerpo social homogéneo que opone su principio vital interno a la abstracción de la ley: restaurar más allá de la desgarradura democrática, un orden político que sea homogéneo con el modo de vida de la sociedad”. Proyecto totalitario el de la sociología, que deriva (nunca viene mal una lección de genealógía inesperada) del malvado filosófico (que se den cuenta: sólo son filósofos, no tienen nada de originales y, encima, están situados en el lado oscuro) habilitado por el discurso de Rancière (que no es otro que Platón)y que coadyuva a un orden definido a partir de “los consejos dados por los sabios y el movimiento interiorizado por los cuerpos y los ciudadanos desde el momento de nacer, expresado por los coros danzantes de la ciudad-Estado”. Platón y la sociología, distopías orwellianas...
¿Suena a Popper en versión "postgauchiste"? En eso está el error, en creer que es cosa de parentescos intelectuales y entrar en el juego de las distinciones entre los grandes: de ese modo el texto cobra una sacralidad que se impone en el juego de partidarios y detractores. Se trata de combinaciones del "pensamiento salvaje" gremial, modulación particular ("creativa") de las oposiciones escolares (abierto/cerrado, ciencia/pensamiento, poder/libertad) de manual. Y, por seguir con la metáfora lévistraussiana, las combinaciones obedecen más al principio del bricolaje que al de la ciencia: introducir la novedad en un principio lógico dado de antemano, en lugar de abrir el espacio de lo pensable a lo no conocido ni, aún, clasificable.
¿En qué fibras del "habitus filosófico" encuentran estas reiteraciones sus condiciones de posibilidad? Sin duda, en el modulado por la práctica del comentario de textos: ser filósofo es, al menos entre nosotros, relacionar discursos con discursos dados de antemano combinándolos de forma inesperada.
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