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Diario de escritura II. Stalin, la locura en el lugar






Cuando se escribe, se tiene tendencia a leerlo todo desde un prisma. Un poco como las embarazadas, que ven barrigas por doquier. Escribiendo sobre sociología de los trastornos alimentario, me pasa un poco lo mismo: en todo lo que leo intento encontrar enseñanzas para lo que busco desentrañar cuando trabajo y lo hago a mi pesar y sin querer. De vez en cuando la "obsesión" produce algo de interés: una biografía de Stalin (Madrid, Siglo XXI, 2006) me ha dado otra oportunidad para comprender qué llamamos locura.
En su retrato de Stalin, Robert Service dedica un capitulo a lo que llama “La psicología del terror”. La riqueza de su análisis lo vuelve de interés para todos los interesados en el acercamiento a la salud mental desde las ciencias humanas.
Porque, ¿era Stalin un enfermo mental, de base orgánica por así decirlo? Service no lo afirma: no había en Stalin trances, pero sí había algo en su comportamiento que bloquea todo esfuerzo de contextualización (y quizá llamamos locura a aquello que imposible de comprender no puede tampoco remitirse a una trama estratégica y contextual) aunque señala que en su comportamiento había mucho de máquina recalentada incapaz de contenerse en un punto: su tendencia a la venganza y al resentimiento sin medida producía escalofríos incluso en los amigos que más admiraban su sencillez, su inteligencia y su calidez. Claro está, semejante tendencia no es más que una dimensión hiperbólica del habitus masculino.
Ese habitus, Stalin lo había adquirido en su Georgia natal –que contenía una cultura obsesionada por el honor-después de una trayectoria biográfica poco afortunada: palizas en su casa, castigo en el seminario: todo ello se reforzaría cuando el joven comunista fuese minusvalorado como militante, como revolucionario y cuando fuese despreciado como intelectual vulgar y burócrata por sus camaradas.
Pero Stalin no fue quien fue si el Partido y el Estado al que pertenecía y al que sinceramente servía –pues Stalin creía de corazón en muchos de los aspectos más nobles de la ideología comunista- no hubiera, con Lenin y Trotsky a la cabeza (Service también insiste en las diferencias de Stalin con el bolchevismo estándar), ritualizado la violencia. Ritualizado, en sentido fuerte: la había exaltado, la había convertido en seña de distinción durante la guerra civil y también había embarcado a los miembros del partido en su ejercicio. Ciertamente, como bien señala Service, la apología de la violencia procedía de de un contexto político en el cual el colonialismo y la utilización de la guerra por las elites occidentales eran la norma. Pero, sin duda, el bolchevismo se entusiasmó con el terror para ganar la guerra.
Por lo demás, la vida de un partido –del bolchevique y de cualquiera- no suele aplacar las mentalidades paranoides, las refuerzan.
Esta disposición oscura de un habitus, reforzada por un entorno institucional peculiar, tenía también una dimensión normativa: Stalin, como dice Service, era menos marxista que nietzscheano (Todorov, si no lo recuerdo mal, también insistía en este punto): aprendió, parece, de una lectura siniestra de Maquiavelo (¡qué diferente de la lectura contemporánea que realizó Antonio Gramsci!), admiró a Iván el Terrible y sus valores eran la eficacia, la eficacia y la eficacia. En la cubierta de Materialismo y empiriocriticismo anotó que la bondad derivaba de la fuerza, la actividad y la inteligencia y que los únicos vicios eran la debilidad, la pereza y la estupidez. ¡Incipit Zarathustra!
Con esas coordenadas, Stalin se enfrentó a un descontento colectivo de envergadura: en el Partido al que había diezmado y sometido a pruebas ignominiosas durante las peleas internas y la colectivización forzosa y en una sociedad convertida en campo de pruebas de un proceso gigantesco de transformación. Fue la variable imprevista que desató el terror definitivo.
Aunque Service titule su capítulo “La psicología del terror” habla de mucho más: de una génesis subjetiva de tipo colectivo (familia violenta, cultura masculina desquiciada…), de un entorno institucional de sacralización de un comportamiento ambiguo (la violencia en defensa de una buena causa y ante enemigos que no dudan en recurrir a ella), de un conjunto de valores morales. Y de la llegada de una situación imprevista.
Dimensiones que ayudan a comprender que volverse loco es, efectivamente, hacer la vida –en el caso, a un nivel macabro y de proporciones genocidas- insoportable al resto (y, aunque es menos importante desde el punto de vista moral, a sí mismo: la vida íntima de Stalin se ensombreció muy pronto y las consecuencias políticas de la "incuria sui", que diría Nietsche, nunca son benéficas). Por razones sociales que trascienden con mucho la simple configuración individual.

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