De entre las muchas razones por las que merece leerse Casa del Olivo, segundo volumen de las memorias de Carlos Castilla del Pino, hay una que es fundamental cuando se realiza sociología de los intelectuales. De su accidentado periplo universitario, Castilla del Pino guarda una imagen amarga. Su esperado acceso a la cátedra le fue birlado con tretas variadas que generaron en él una acusada sensibilidad para la doblez. Se ve en la valoración retrospectiva que realiza de su amigo Luis Martín Santos y en la sospecha de que estaba virando hacia quienes anteriormente le habían traicionado. Por supuesto, el centro de sus análisis es Juan José López Ibor, responsable del hundimiento de la carrera universitaria del protagonista. El amigo de Ibor de la época de la residencia de Burjassot (centro de "superdotados" del que saldría también el inefable Calvo Serer: las estrellas siempre se gestan en equipo), Laín Entralgo, también merece un repaso: por su moralismo afectado (conjugado con un sentido de la oportunidad digno de un habitus de contable), su capacidad para jugar a todas las barajas se le presentaban, por sus ínfulas de maestro del país, por su prosa hiperbólica...
La capacidad de jugar con muchas cartas aumenta con los recursos sociales de los sujetos. De ahí los retratos encontrados de los intelectuales. La razón no está en una visión, sino en el conjunto y en su contraste. Las preguntas son no cuál es el retrato verdadero, sino: ¿cuántos personajes podría proponer el sujeto? ¿En qué contextos actualizaba cada uno de ellos?
Lo que menos veces se produce es que el que ha sido víctima de unos compinches continúe viviendo, saque fuerzas para despreciar a quienes lo timaron y no se inocule la culpa en sí mismo, se permita, pese a su situación objetiva de inferioridad, despreciar los variados intentos que estos hacen por calmarlo. Véase la explicación de este proceso en Goffman en el vínculo “Sociología de los discursos epistemológicos en trabajo social”, que lleva a mi artículo “La demanda de ciencia. Sociología de los discursos epistemológicos en trabajo social”, pp. 377 ss y (Véase la explicación de este proceso en Goffman en el vínculo “Sociología de los discursos epistemológicos en trabajo social”, que lleva a mi artículo “La demanda de ciencia. Sociología de los discursos epistemológicos en trabajo social”, pp. 377 ss y en el vínculo "Cómo se piensa un fracaso. Sobre Manuel Sacristán").
Y al final los supere intelectualmente de manera abrumadora. Sin discusión.
Lo que en Manuel Sacristán –de quien Castilla del Pino da un medido y justo retrato, no redundante con los que ya conocemos- fue instalación en la derrota, y asunción de posición objetiva de víctima –no victimista, pues Sacristán, digno consigo mismo hasta la fiereza, nunca jugó a eso- en Castilla del Pino fue lucha denodada en medio de amplias responsabilidades sociales y profesionales, riesgos políticos (maravilloso por preciso, esto es, ni miserabilista ni populista, su retrato del mundo obrero militante en el PCE, un mundo al que quiso y con el que estuvo sinceramente comprometido) y situado en una ciudad marginal dentro de la producción cultural (desternillante y fenomenológicamente bien definida es su descripción del "enterado madrileño", representado por el también retratado con dignidad Duque consorte de Alba).
Otro día hablaré de las transformaciones del mundo de la psiquiatría que relata el autor.
Y quizá sea el momento de, para los -de mi generación- que nos dedicamos a la filosofía y sociología de la enfermedad mental, de continuar a los que nos han precedido en la lectura seria y con profundidad de Castilla del Pino, a quien pongo aquí con el merecidísimo traje académico de doctor honoris causa por mi universidad.
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