En 1948, Lukács asistió en Budapest a una representación. Normalmente, todos se arrimaban al venerable maestro marxista. Aquel día lo dejaron solo. Otro día, asistió a una representación en la academia de la música. De nuevo, el vacío. Un estudiante imprudente le pidió permiso para sentarse a su lado. Lukács le reconvino: "No lo haga. Pero si lo hace tire de la tapa del ataud sobre su cabeza" (Arpad Kadarkay,Lukács, Éditions Alfons el Magnànim, Valencia, 1994, p. 681). Unos días después Lukács se burló de la preocupación occidental por su seguridad, él que vivía a cuerpo de rey en las democracias populares. Antes, durante un coloquio internacional (con Jaspers, Ortega, Merleau-Ponty), su mujer, en la mesa, había justificado el Gulag que soportó el hijo de ambos.
En su prólogo de 1934 a España invertebrada, Ortega le decía a las masas que, si no se calmaban, ya llegarían "la angustia, el dolor, el hambre y la sensación de vital vacío" para disciplinarlas y enseñarles resignación. Las dictaduras les enseñarían a curarse de sus vicios (Obras completas, III, p. 430).
¿Cuánto está dispuesto a pagar un intelectual por su compromiso político? ¿En qué éste constituye la condición de posibilidad de la creación intelectual? ¿Cómo pueden las reconstrucciones intelectuales secar la sensibilidad humana hacia lo intolerable? Creo que son las tres preguntas que cabe hacerse: y ver cómo se declinan en regímenes totalitarios, en dictaduras, en democracias.
La otra cuestión importante es en qué yunque se templan esos hábitos de sadismo y sumisión. Pero no parece susceptible de una respuesta general, extendible a todos los intelectuales.
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