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Una lección de Ramón Vargas-Machuca





Mi compañero impartió una lección -y lo fue, y no en sentido administrativo- de filosofía durante la inauguración del curso académico.

Lección Inaugural Curso 2009-2010
Razones (añoradas) y promesas (incumplidas) de la democracia
Ramón Vargas-Machuca Ortega

A Mariano Peñalver Simó,
José Luís Romero Palanco,
rectores prudentes,
compañeros ejemplares,
amigos entrañables
in memoriam

Introducción

Dedicatoria
Una vez que acepté gustosa y agradecidamente este encargo, mi primera decisión fue dedicar la “faena” a dos colegas que ya nos dejaron. Y aunque los sentimientos no necesiten ser justificados, la dedicatoria que sigue tiene fundamento y casi todos Vds. comparten: a Mariano Peñalver Simó y a José Luís Romero Palanco, rectores prudentes, que con estilos distintos culminaron el proceso constituyente de esta universidad dejándonos una institución consolidada, compañeros ejemplares, universitarios cabales y amigos entrañables para quienes tuvimos la fortuna de tratarles de cerca. Ese es, por lo menos, el legado que mantiene vivo su recuerdo entre nosotros.

Agradecimiento:
Esta encomienda resulta un honor para cualquiera de nosotros. Y más para un veterano, en un momento en el que los incentivos a la prejubilación suenan a reclamos insistentes para ver quien pica… “y termina largándose”. Agradezco, pues, muy hondamente la invitación, un signo de reconocimiento personal y una oportunidad de trasladar al conjunto de la comunidad universitaria y a sus ilustres invitados de hoy lo que como estudioso y ciudadano me viene ocupando y preocupando.

Considero, también, esta invitación una forma de reconocimiento colectivo al “grupo de filósofos de la UCA”. Me atrevo, incluso, a interpretarla como un gesto simbólico de justicia reparadora para con esa vieja dama del saber universal que es la Filosofía. Ésta, de un tiempo a esta parte, se viene sintiendo arrinconada en ésta y en muchas otras “Alma Mater”; y percibe ninguneado su distintivo de saber de excelencia, víctima de un desprecio generalizado por la abstracción. Llevamos años volcados en discusiones interminables sobre nuevos programas, nuevos proyectos, nuevos planes de estudio y tengo el temor de que se puede confirmar, una vez más, la muy citada consigna del Príncipe de Lampedusa en la novela El Gatopardo –“que todo cambie para que todo siga igual”- ; o, al menos, sí tengo la sospecha de que en medio de tanto trajín puede haberse extraviado el sentido de toda renovación: ¡se innova para recuperar lo esencial, para reponer aquellas propiedades y funciones que justifican a una institución¡. Pues bien, entre los “perjudicados” por este vaivén, que ya dura décadas, están los estudios de Filosofía. No porque la mayoría considere el punto de vista filosófico una “pamplina” –opinión de un no muy juicioso catedrático de esta casa hasta el punto de esgrimirla como criterio de (de)mérito para descalificar la idoneidad de un aspirante a algo -, sino porque estamos convencidos de que sobre estos asuntos no necesitamos saber, porque ya nos lo sabemos todo… . ¡En filosofía, moral y política nos bastan los tópicos¡ …Y eso licencia a claustros, Facultades, comités….etc. a prescindir de la filosofía, de la Ética y de otras asignaturas análogas, algunas veces en beneficio de zarandajas de chichinado que “nos harán competentes en no se qué…”

Cierro ya mi “momento de gloria sindical” y paso a argumentar por qué la Filosofía no pertenece al “género de las pajas mentales”. Vindico su condición indispensable con un elogio al saber de abstracción. ¿Acaso olvida la misma Academia que el uso de herramientas abstractas para pensar los concreto y lo práctico ha sido, en realidad, la forma de proceder de toda ciencia que se precie?. Los conceptos abstraen de la realidad concreta, no para darle la espalda o distanciarse de ella sino para captar y enuclear su íntima lógica estructural (Marx), para proporcionar “una representación clara, “perspicua que decía Wittgenstein. Y es que cuanto más profundo es el conflicto, mayor es el grado de abstracción que hay que alcanzar para llegar a una visión clara y distinta, precisa y refinada de sus raíces (Rawls, 1996, 76).

En unos momentos en los que el discurso público está polucionado, cargado de razones averiadas y trampas al sentido de las palabras, en los que “la falacia de la ambigüedad" logra el truco de inyectar en un mismo razonamiento contenidos diferentes a una palabra , habría que gritar con el gran historiador de las ideas políticas Nicola Matteucci: ¡Usare concetti non parole¡. Más que nunca necesitamos las propiedades terapéuticas de la abstracción filosófica. Ésta cumple una labor de criba; filtra lo que es relevante; desvela lo opaco, proclama lo que se silencia y descubre las trampas de las estrategias de manipulación. De otra parte, la filosofía ayuda a tomarse en serio las propias ideas, proporciona un trato honesto con ellas y disuade comportarse como el otro Marx, el de los hermanos cuando decía: “señora, si no le gustan mis principios, no se preocupe, tengo otros”.

Y puesto que las consideraciones que siguen pretenden ser un ejercicio de filosofía práctica, permítanme un apunte sobre este último aspecto. La buena filosofía moral y política, lejos de pretender excelentes teorías al abrigo de toda práctica, trata de ser razón motivante, capaz de movilizar pasiones de un modo razonado. Ahora bien, no corresponde a los filósofos cambiar el mundo, sino que deben limitarse a ayudar al ciudadano a formar su propio juicio político (nunca a suplantarlo). Los filósofos que se precipitan a cambiar el mundo corren el peligro de ser pensadores inmaduros y hombres políticos imprudentes, o sea, mediocres teóricos y malos políticos. En este sentido, los juicios filosóficos (normativos) que siguen, no son una guía para la esperanza. Son, más bien, criterios para saber cuando decir que no. Eso nos permiten, al menos, un pesimista cabeceo ortegiano, un “no es eso, no es eso”.

El título de esta lección alude a tres promesas de la democracia, tres buenas razones también que refuerzan su legitimidad y por las que merece reconocerla y apoyarla como un régimen político sin rival. En concreto me refiero a que la democracia es un poder de supremacía frente a los otros poderes; en el que los que mandan son controlados por los mandados y se funda en una opinión pública razonable. ¿Es esto así…o, simplemente debería ser así?... Lo comprobaremos enseguida.


1.- ¿Por qué demócratas?

Como referencia de ética pública los postulados de la democracia remiten a los principios de libertad e igualdad, a valores como el de autonomía personal, tolerancia (rechazo de una verdad única o dogma impuesto) y pluralismo (rechazo de todo poder único), y singularmente a la idea del control del poder. He ahí las razones últimas de su legitimidad. Gracias a ellas, la democracia goza de un general reconocimiento, habiéndose convertido en un horizonte normativo irrebasable, un criterio básico y universalizable de justicia con el que casi todo el mundo dice estar de acuerdo.

Pero, sobre todo, la democracia habilita un método para seleccionar a los gobernantes. No sólo determina a quién corresponde tomar las decisiones políticas sino cómo y sobre qué. Conforma un poder dividido, controlado y susceptible de ser contestado. Levantada sobre el Estado de Derecho, la democracia consagra el imperio de la ley, blinda un sistema de derechos de las personas y garantiza el equilibrio y control mutuo de los distintos poderes. Decía Stéphane Dion que “pocas cosas hay más peligrosas que un gobierno que se coloca por encima de las leyes y sin embargo sigue exigiendo obediencia a sus ciudadanos” . Así pues, sin Estado de Derecho, sin sometimiento del poder a las reglas del derecho, toda democracia es fraudulenta de raíz. El sesgo democrático se demuestra en esa compleja y densa red de instituciones destinada a aplicar los principios de representación y participación políticas así como criterios para el control y distribución del poder. Alienta, finalmente, una determinada cultura cívica, mosaico de valores y disposiciones cívicas, sin la cual la reproducción de la democracia no es estable, consistente ni valiosa. Así que, tomada en serio, la democracia constitucional afecta no sólo a los procedimientos, sino a los contenidos y a los resultados de la acción política.

Claro que dada su naturaleza de justicia política, el proyecto normativo de la democracia sólo puede alcanzar realizaciones incompletas y rendimientos parcialmente valiosos. De un lado, sus distintos estímulos normativos generan dinámicas no siempre armónicas e incluso contradictorias (Isaiah Berlin comentaba el carácter trágico y los dilemas morales que plantean ciertas elecciones de esta naturaleza); alimentan aspiraciones que a veces no se pueden satisfacer o cuya satisfacción choca con otras pretensiones igualmente fundadas en principios análogos. Ejemplo: una democracia que exagera su disposición a ser sensible, y sólo sensible, con las preferencias de la gente puede terminar arruinando el atributo de la gobernabilidad o estar tentada de hacer trampas al “Estado de derecho” a fin de contentar las pulsiones de una mayoría en una determinada coyuntura y en una situación emocional muy singular. De ahí que en su despliegue práctico las diversas dimensiones de la democracia necesiten de alguna manera contrapesarse unas a otras para que su desarrollo se produzca de manera proporcionada y se proyecte como un conjunto equilibrado. De otra parte, los contextos cuentan, y mucho: nos hacen percibir hasta qué punto soluciones institucionales que funcionan adecuadamente en unas circunstancias resultan inapropiadas en otras; muestran que los ciudadanos ponderan de modo muy dispar su situación y necesidades así como los recursos adecuados para satisfacerlas. De ahí que la democracia esté destinada a vivir en una tensión adaptativa con la realidad y que el valor resultante de una democracia concreta (su calidad) se proyecte como una suerte de transacción pragmática entre pretensiones no siempre concordantes. Es decir, sus logros no pueden valorarse como si se tratara de un juego de “todo o nada”. Y así como el desarrollo científico no demuestra su progreso entronizando la Verdad sino superando errores , la democracia no viene a implantar la Justicia sino a mitigar injusticias, gracias a que nos permite identificar los daños que subvierten su sentido y malogran su funcionamiento al tiempo que nos ofrece oportunidades para remediarlos.


2.- Un “poder de supremacía”

La democracia además de suministrar razones de justicia aspira a producirla. Para ello se vale de los recursos de la autoridad política. La viabilidad de la democracia depende, pues, de su efectiva capacidad de gobernar, o sea, de que gracias al ejercicio del poder político logre cierta armonía entre lo justo y lo eficiente, distintivo del buen gobierno . Dotada de las prerrogativas del poder político -potestas, auctoritas e imperium-, la democracia como régimen está facultada para tomar decisiones políticas, una clase de decisiones colectivas que por su propia naturaleza son vinculantes, obligatorias, reglas a la postre que corresponde establecer al poder soberano y gracias a las cuales toda persona sabe lo que puede hacer y lo que no sin ser molestado por los demás. Se constituye frente a los otros poderes como un poder de supremacía, exclusivo e indivisible que se ejerce autónomamente. O sea, un poder que no se comparte con otros poderes, que decide con independencia y de acuerdo con sus objetivos sin subordinarse a ningún otro y evitando la colusión con cualquiera de ellos. Si no responde a los criterios de supremacía y autonomía, la legitimidad y efectividad del poder político flaquean, se resienten y desnaturalizan. Las obligaciones del súbdito, dice Hobbes, duran lo que dura la capacidad de los gobiernos de cumplir su cometido. Este argumento fundó históricamente el crédito del Estado moderno como modelo de “comunidad política relevante” que ha continuado en la figura del “Estado social y democrático de derecho” (Constitución Española art. 1), marco de referencia insustituible para el gobierno político de la acción colectiva que asegura la igualdad política y un espacio de ciudadanía común. “Sin Estado, no hay democracia”, decía una y otra vez Hannah Arendt. Y es que sin un Estado bien plantado, la democracia y el Estado de Derecho a otras escalas (local, regional o transnacional) o en otros ámbitos de la vida social o no son posibles o no funcionan.

Sin embargo, la estatalidad está sometida hoy a desafíos sin precedentes. Viene experimentando una crisis de envergadura que debilita su supremacía y autonomía así como su efectiva capacidad de gobierno. De entrada, toda acción de gobierno tiene por su propia naturaleza una eficacia y eficiencia limitadas, en tanto se produce necesariamente bajo condiciones de racionalidad estratégica, sometida de suyo a variables cambiantes y resultados inciertos. Pero las extraordinarias transformaciones de los últimos decenios han impactado sobre la política: reducen sus recursos disponibles, achican objetivamente su campo de juego y limitan su potencia de gobierno. En suma, alteran el contorno sustantivo y estratégico del Estado. Frente al impacto de la globalización, los retos de la “sociedad del conocimiento” o la nueva política de la naturaleza y de la vida, los gobiernos democráticos dan muestras de no saber o no poder hacerse cargo de esos asuntos de una manera solvente y eficaz. Queda al descubierto una gran descompensación entre las capacidades actuales de la política y un entorno cuyos rasgos básicos en buena medida desconoce. Desbordados por la envergadura y complejidad de estos nuevos retos, los gobiernos representativos tratan muchas veces de escamotear sus responsabilidades aprovechando sistemas de autoridad y mecanismos de control cada vez más borrosos.

De otra parte, por economía de escala y en nombre de una más eficaz gestión, los gobiernos han sido reemplazados por agencias no políticas en el control de algunos cometidos hasta ahora privativos de su competencia. Parece criterio que llega a presentarse como indiscutible que el desempeño solvente de ciertas funciones demanda la pérdida de su sustancia política, substrayendo así aquél al escrutinio democrático. Si continuamos por esta senda, dice Robert Dahl, las posibilidades de controlar democráticamente un proceso decisorio terminarán siendo inversamente proporcionales a la relevancia de sus consecuencias .

Para invertir esta deriva de desarticulación política y jurídica, el instrumento más idóneo, por paradójico que parezca, continúan siendo comunidades políticas estatales fuertes y bien plantadas que tengan la democracia constitucional como modelo de "buen gobierno", capaces de mejorar sus componentes de conocimiento y coordinación en su propio interior y respecto de otras y que no dejen la resolución de conflictos en manos de agencias (domesticas o trasnacionales, públicas o privadas) poco transparentes, exentas de control democrático y muy vulnerables a las presiones de los más poderosos grupos de interés, jugadores ventajistas o con poder de veto ya sea en un escenario global o local. Así pues, sin la acción de un Estado sólido y bien estructurado se resiente la ejecutoria, el potencial de eficacia de la democracia y, en consecuencia, la confianza de los ciudadanos en las instituciones políticas. Por tanto, el que elementos capitales de la estatalidad como la cohesión territorial y una Administración pública solvente estén razonablemente asentados, representan circunstancias imprescindibles para la viabilidad y eficacia de la democracia como gobierno.




3.- ¿“Los de abajo”controlan a “los de arriba”?

La solvencia de la participación ciudadana en una democracia moderna depende, en buena medida, del funcionamiento de la representación política. Ésta institucionaliza la relación entre los ciudadanos y los que han sido elegidos para actuar en su nombre. La expresión más elemental pero también más insustituible de la representación democrática radica en la rendición periódica de cuentas de los representantes ante sus representados así como en el control y la fiscalización que éstos ejercen sobre aquéllos. Se trata de una propiedad básica del funcionamiento de la democracia. En un gobierno representativo de carácter democrático el poder, pero también la vulnerabilidad de los de arriba, procede de la voluntad y la palabra de los de abajo. Estos últimos no esperan tanto maximizar sus preferencias cuanto minimizar los riesgos de que un gobierno se comporte arbitraria o despóticamente. La manera de controlar las acciones de los gobiernos y de los representantes políticos es premiarlos o castigarlos, según sea su actuación, por la vía de mantenerlos en sus puestos o removerlos. Es lo que empuja a los representantes a dar cuenta de sus actos, a mostrarse más receptivos con las demandas de los representados y a satisfacer los intereses fundamentales de éstos.

Claro que para poder premiar o castigar las iniciativas y el comportamiento de los representantes sin ser coaccionados ni manipulados, los ciudadanos necesitan hacerse juicios informados sobre la acción de sus representantes. No siempre los ciudadanos tienen la posibilidad de discernir con claridad si los gobiernos están actuando de acuerdo con sus intereses, ni siempre los gobiernos proporcionan la información suficiente para que los ciudadanos puedan evaluar su actuación. De ahí que uno de los indicadores de calidad de la democracia sea el funcionamiento de mecanismos destinados a que el poder se ejerza de forma transparente y exista una opinión pública saludable. Al tener que afrontar el juicio ciudadano en condiciones de transparencia, los representantes y poderes públicos se sienten obligados a argumentar sus propuestas con las mejores razones disponibles a los ojos de sus representados, a justificar de modo imparcial sus acciones u omisiones así como sus resultados y consecuencias.

Y aunque históricamente se han decantado como instituciones de referencia de la representación democrática el parlamento, el sistema electoral y los partidos políticos, han sido estos últimos los que a lo largo del siglo XX se hicieron con el monopolio de la representación en casi todas las democracias occidentales. Los partidos pueden ser más abiertos ó más cerrados, con más democracia interna o con menos, más transparentes o menos transparentes, con contenido ideológico o sin ningún programa conocido, pero en la práctica ningún ciudadano alcanza la condición de representante en nuestras democracias sin pertenecer o constituir un partido. De ahí que uno de los factores más determinantes del rendimiento de las democracias haya estado vinculado al concreto y particular funcionamiento de los partidos políticos, responsable, en buena medida, de sus éxitos, pero también de los recelos ciudadanos hacia las principales instituciones de representación democrática, la falta de interés por la política y los escasos niveles de participación.

Disponemos ya de la primera Auditoría ciudadana de la calidad de la democracia en España (a partir de de los resultados de una macro encuesta elaborada por el CIS y el IESA en 2007) que nos ofrece, entre otros datos, las opiniones y actitudes de los españoles sobre la calidad de la representación política en la democracia española. Se constata, primeramente, la satisfacción de los ciudadanos españoles con el sistema democrático como promotor de la libertad y la igualdad en nuestro país, así como su apoyo a la mayoría de las instituciones básicas de la democracia. Destaca, no obstante, la actitud de desconfianza que los ciudadanos tienen en relación con su papel en la actual democracia representativa. Los españoles creen de forma mayoritaria que los poderosos, tanto políticos como económicos, están por encima de la ley como máxima expresión de la soberanía popular. Piensan que la rendición de cuentas de sus representantes es insuficiente, que las decisiones políticas carecen de la transparencia necesaria y muestran escasa confianza en los partidos políticos. Analicemos estos juicios de manera pormenorizada.

a) El control de los políticos y la falta de transparencia
Representación democrática es igual a responsabilidad ante los ciudadanos de los que nos representan y gobiernan. Gobiernos y representantes son “hechos responsables” en tanto los votantes tienen la oportunidad de discernir si aquéllos están actuando o no en función de sus intereses y si sus acciones políticas se corresponden con lo prometido. Concretamente, la obligación de rendir cuentas por parte de sus principales representantes políticos aparece en los resultados de la Auditoría como uno de los indicadores más negativos de la calidad de la representación política en España: un 54% de los entrevistados cree que los diputados nacionales pocas veces o nunca rinden cuentas de su actuación. Algo parecido sucede (aunque en menor proporción) con los presidentes de los gobiernos nacional y autonómico: sólo un 14% de los entrevistados piensa que el máximo responsable del Ejecutivo da explicaciones sobre sus decisiones políticas siempre o bastantes veces, mientras que uno de cada diez opina lo mismo de los máximos responsables autonómicos. ¿A que se debe tan severo juicio de los ciudadanos?.

En la ley diseñada para las primeras elecciones democráticas de 1977, que permanece inalterada, se intentó fortalecer el poder de los partidos políticos mediante algunos dispositivos como la presentación de las candidaturas en listas cerradas y bloqueadas, mediante las cuales el ciudadano votaba a todos los candidatos que previamente había seleccionado el partido. En este tipo de sistemas, el elector pierde parte de su poder de control sobre sus representantes al no poder castigar individualmente una conducta contraria a sus intereses, y, al mismo tiempo, el representante pierde incentivos para realizar su trabajo atendiendo a las demandas de los ciudadanos. Si su máxima aspiración es volver a ser reelegido, el único requisito para que esto se cumpla es que su partido le vuelva a incluir en una buena posición en la lista de candidatos de la siguiente elección.

En las democracias descentralizadas como la española, con varios niveles de gobierno actuando en el mismo territorio, es más difícil atribuir correctamente la responsabilidad política por el desempeño gubernamental de cualquier política pública. La dificultad de los ciudadanos para discriminar quiénes son los gestores o los responsables de las políticas que les afectan puede dificultar la asignación correcta de la responsabilidad ante la ciudadanía, ya que algunos gobernantes pueden atribuir a otro nivel de gobierno sus malos resultados o arrogarse como propios los buenos generados por otro nivel de gobierno que actúa en el mismo territorio.

Uno de los problemas más serios para el ejercicio de la representación proviene de la falta de transparencia. La rendición de cuentas exige información y publicidad de los actos y decisiones de los representantes. Sólo con un modo de gestionar transparente, los ciudadanos pueden disponer de la información necesaria para controlar a sus gobiernos de manera cotidiana. Pues bien, la mayoría de los ciudadanos españoles sospechan que no se les está suministrando la información necesaria para controlar a unos políticos que actúan de manera opaca. De acuerdo con los resultados de esta primera Auditoría de la calidad de la democracia española, la mayoría de los españoles (58%) cree que las decisiones que toman sus representantes políticos son poco o nada transparentes. Menos del 10% de los ciudadanos se considera satisfecho con la transparencia del sistema, que obtiene una puntuación de 3,26 sobre 10.

b) La confianza en los partidos
En nuestro país, tras casi cuarenta años de ausencia de organizaciones políticas, los partidos políticos jugaron durante la transición un papel central a la hora de levantar el entramado institucional de una democracia moderna que, como la mayoría de las democracias continentales, adoptó la forma de una democracia de partidos. Éstos se constituyeron en los principales protagonistas del juego democrático, disfrutando desde el principio de una amplia legitimidad muy correlacionada con la propia legitimidad de la democracia. ¿Qué efectos ha producido el paso del tiempo en la visión que tienen los ciudadanos sobre los partidos? En términos de su legitimidad las diferencias parecen ser pocas: un 75% de los españoles continúa creyendo que sin partidos políticos no puede haber democracia, mientras que sólo uno de cada diez considera que los partidos no son imprescindibles para el juego democrático. Sin embargo, la confianza de los españoles en los partidos políticos sí ha sufrido, en cambio, un notable deterioro.

¿A qué se debe esta escasa confianza de los ciudadanos en los partidos políticos? A su convicción de que no pueden influir en las decisiones de éstos y a las pocas posibilidades que perciben a la hora de poder transmitir sus opiniones y demandas a los representantes. Cerca del 70% de los entrevistados cree que los políticos sólo se interesan por sus propios intereses, frente a un escaso 18% que opina que buscan los intereses de todos. Sobre los factores organizativos de los partidos, hay también algunas valoraciones bajas por parte de los ciudadanos, aunque, sin duda, más cercanas al aprobado que el conjunto de las actitudes anti-partido: la libertad de expresión dentro de los partidos obtiene un 4,62 y el clientelismo, un 4,29. Y una opinión que puede sorprender a los interesados en la materia: la democracia interna de los partidos alcanza la mejor nota, situándose algo por encima del aprobado (5,31). Pero, en general, los partidos políticos continúan arrastrando una mala imagen ante la sociedad, obteniendo de forma global notas por debajo del cuatro. Resulta llamativa, una vez más, la simultaneidad con que los españoles siguen mostrando sin variar su apoyo unánime al papel democrático de los partidos (7,51) al tiempo que mantienen un fuerte rechazo hacia los mismos: ven dificultades para influir en sus decisiones (3,99), disocian los intereses de los partidos de los de la sociedad (3,06) y no confían en ellos (3,99). Este conjunto de actitudes sí muestra que los niveles de identificación partidista de los españoles han sufrido un declive en estos treinta años de funcionamiento de la democracia.

Así pues, sea debido al funcionamiento de los partidos, al sistema electoral, a la estructura territorial del Estado o a la falta de transparencia, la mayoría de los ciudadanos españoles perciben incumplimientos serios en una de las grandes promesas de la democracia: que los de abajo controlen a los de arriba. Tal decepción explica que la dimensión representativa de la política obtenga un suspenso (4,42) a juicio de los ciudadanos, tal como revela la Auditoría.


4.- La añoranza de una opinión pública razonable

Con independencia de cual haya sido su figura histórica -teocrática o secular, monárquica o republicana, local o estatal, totalitaria o popular-, todo poder político trata de influir en la formación de las creencias de sus súbditos o ciudadanos a fin de que se adecuen a sus intereses. Y, para ello, todo poder con pretensiones de legitimidad aspira a dotar de autoridad cognitivo-moral su mensaje, sus palabras, sus intenciones y sus acciones. En el caso concreto de las democracias esta aspiración, que hunde sus raíces en la misma democracia griega, remite al papel de la razón en la economía de una política ilustrada. Entre las técnicas autocríticas y analíticas del pensamiento griego y las instituciones de la Polis había una clara afinidad: ambas se apoyaban en las prácticas de la discusión pública y en la aceptación de razonamientos que eran la base de las conclusiones. No se concebía poder decidir sin saber; la responsabilidad político-moral suponía la responsabilidad epistémica. La democracia era valiosa por su analogía con la episteme; y así como a través del diálogo racional se pretendía buscar la verdad, a través del diálogo democrático se procuraba la justicia .

Siglos después y ya en los albores de la democracia moderna, Jeremy Bentham justificaba el nexo constituyente entre verosimilitud y democracia moderna afirmando que ésta no sólo aspira a un gobierno consentido, sino a que dicho consentimiento sea razonable. Dicha razonabilidad la procuran los ciudadanos en la arena de la opinión pública. Ésta alienta un trasiego de opiniones y justificaciones con pretensiones de verdad y justicia de las que los ciudadanos se valen para trasladar a los órganos formales del sistema político sus demandas e intereses, evitando parecer esclavos de los propios prejuicios y atendiendo a la opinión de los otros. Además, la limitación del poder, consustancial a la democracia, viene garantizada no sólo porque los gobernantes dan cuenta periódicamente, sino porque existe el “tribunal de la opinión pública” que se nutre de una prensa autónoma, libre y plural que busca la verdad y aporta en cada caso información apropiada . De esta manera la opinión pública se convierte en foro para la discusión de los distintos asuntos; da voz a diversos intereses apoyando a unos y pretiriendo a otros; vigila la escena política examinando el desempeño de sus actores y aireando sus conductas reprobables. En resumen, sin una opinión pública saludable y transparente, gracias a la cual los ciudadanos disponen de medios y oportunidades para componer un juicio informado y decidir de modo razonable y responsable, no hay democracia valiosa.

Nadie como Jürgen Habermas ha conceptualizado en nuestros días la naturaleza razonable de la opinión pública en democracia : opiniones y decisiones tienen que ser filtradas a partir de criterios de impar¬cialidad y justicia, que eliminan alternativas irracionales o inconsistentes y permiten jerarquizar las propuestas de acuerdo con los principios democráticos. En tanto que “régimen de opinión pública”, la democracia debe operar con transparencia, con razones confesables y expuestas “coram populo” (en voz alta y sin temor) y “erga omnes”( a la vista de todos y destinadas a todos). Como ya dijera Kant, el carácter público –no secreto, ni opaco- de los debates y decisiones fuerza a proceder conforme a pretensiones de justicia y verosimilitud. Siendo, además, la democracia moderna de naturaleza representativa, el ingrediente de la veracidad se convierte en uno de los pilares de la relación de confianza (trust) entre representante y representado, ya que engañar, confundir o defraudar, en una palabra, devaluar el valor de la palabra dada, constituye una violación de la pauta principal de dicha relación. Por su naturaleza dialógica la deliberación pública debe someter a contraste la pretensión de verdad y justicia de nuestras opiniones y decisiones públicas, exponiéndolas a otros puntos de vista, tomando en consideración “otras razones y las razones del otro” y estando dispuestos quienes participamos en ella a cuestionar nuestras propias creencias o prejuicios.

Para que pueda haber una opinión pública valiosa en los términos arriba descritos, se requiere disponer de información apropiada (no distorsionada) y al alcance de aquellos a los que les corresponde decidir (no distribuida desigualmente). El derecho a informarse incluye el derecho a conocer lo que pasa, contando con los datos pertinentes, estando en condiciones de interpretarlos adecuadamente y pudiendo obrar en consecuencia sin coacción ni engaño. Sin esta base los ciudadanos carecen de un recurso imprescindible para formarse juicios políticos de valor, con lo que los malos gobiernos podrán sobrevivir y los buenos perder el poder. Pero una buena opinión pública no sólo hace de caja de resonancia, sino que depura el nivel informativo de las opiniones que afluyen al debate político: destaca lo relevante frente a lo que no lo es y moviliza para ello las informaciones solventes requeridas y las pretensiones más adecuadas, procurando que estén bien planteadas y conformadas de forma plural.


5.- La ocupación mediática de la política

En la nueva realidad de la llamada “sociedad de la información” el guión mediático lo invade todo. Gracias al papel crucial de las tecnologías de la información, la omnipresencia de los nuevos sistemas de comunicación de masas y el ambivalente potencial de los flujos de comunicación interactiva, el guión mediático ha terminado por ocupar el espacio público, donde impone sus prioridades y reglas, su formato y su estilo y donde ejerce su hegemonía monopolizando el ejercicio de sus funciones capitales. La capacidad de los medios de comunicación de construir representaciones simbólicas es tal que suplanta una realidad que, más que reflejar, inventa. Los medios de comunicación promueven identidades, refuerzan las normas sociales y ejercen la facultad de atribuir méritos y autoridad moral, dar o quitar reputación. En suma, los “medios” mediatizan los procesos de decisión públicos, condicionan las preferencias ciudadanas y determinan la agenda pública a fuerza de establecer lo que es relevante y lo que se excluye.

Tal potencialidad ha hecho del control del universo mediático un recurso estratégico extraordinario por el que pugnan de modo poco transparente distintos poderes. De una parte, potentes conglomerados económicos han convertido el control de medios de comunicación de masas en una oportunidad de transformar sus posiciones de poder en influencia política. De otra, los gobiernos y demás fuerzas políticas, aquejados de una crisis sistémica múltiple, ven en el manejo de los medios un imponente aparato de propaganda para disimular sus mermadas capacidades (pues deben habérselas con asuntos cuya envergadura y complejidad les desbordan), ocultar sus incumplimientos y reforzar sus posiciones sobreponiéndose a sus oponentes y garantizando su supervivencia. En este estado de cosas, los rasgos distintivos de una política deliberativa (autonomía, veracidad, interés público y pluralismo) o los criterios consecuentes con aquéllos para establecer prioridades informativas (asuntos relevantes, información apropiada y argumentos pertinentes) se subordinan a la dinámica de una comunicación de masas que obviamente no favorece formas discursivas de comunicación, e igualmente a los objetivos de control de los medios, aspiración del todo ajena al ideal de una opinión pública saludable.

Dada su metamorfosis mediática, ni la información ni la comunicación políticas de que disponen los ciudadanos se ajustan a las exigencias discursivas de la relación (esperada y añorada) entre democracia y opinión pública. Ésta no sólo se banaliza para ser consumible y digerible, sino que se convierte en vehículo de una nueva “política invisible” que altera la identidad del consenso democrático y distorsiona el papel de unas instituciones representativas sujetas a los intereses corporativos de sus ocupantes y, no pocas veces, a los otros poderes. Todo ello pone de manifiesto una crisis de la política cuya gravedad se mistifica especulando sobre una supuesta “democracia mediática” que tiene mucho de falsa salida o de solución imaginaria.

Esta situación desencadena múltiples e inéditas asimetrías entre los que mandan en los medios y sus consumidores, entre los creadores y conductores de opinión y un público anónimo que asiste al teatro de la representación mediática. La desigualdad entre el rol comunicativo del que emite y el que recibe el mensaje estriba en que el primero selecciona los contenidos (impone la agenda), silencia lo que no le es grato (nueva censura) e inyecta en el público sus propios registros selectivos. Por el contrario el segundo (el público), que desconoce el iter a través del cual se elabora el producto-noticia, termina enajenando su autonomía y potencial cognitivo. Esta asimetría informativa entre políticos y ciudadanos no se debe tanto a que los políticos sean gente informada sobre los asuntos - buena parte de la información disponible les resulta inmanejable- sino a su habilidad para manipular las informaciones selectivas que convienen a sus objetivos particulares. Al ciudadano sólo le llega una información distorsionada que no le permite discriminar entre el político sincero y el em¬baucador que tergiversa sus quehaceres y méritos para asegurarse el poder, de modo que la formación de las preferencias de los ciudadanos se produce no pocas veces en condiciones no decentes.

El lenguaje político convertido en comunicación mediática se ha lanzado por una pendiente en la que proliferan los trazos gruesos y los mensajes simplistas. No distingue lo importante de lo superfluo, ignora argumentos, silencia alternativas y deja en penumbra zonas de la realidad que no se ajustan al guión mediático. Simplificar evita la fatiga de pensar y cribar distintas opiniones, pero al precio de repetir los mayores tópicos y cultivar idearios primitivos y rudimentarios, ficciones que jaleadas mediáticamente alientan el sectarismo, antesala habitual del fanatismo.

Decía Hobbes que entre los poderes del Leviathan está establecer el significado definitivo y objetivo de los nombres de tal manera que cuando aquél emite un juicio sobre algo está haciendo mucho más que decir algo: está constituyendo la verdad y la justicia de ese algo . Dicho aserto guarda cierta analogía con lo que acontece en el actual escenario político-mediático. De un lado, las palabras pueden significar una cosa o la contraria a tenor del interés o la conveniencia del que tiene poder o influencia. Así que el significado genuino de las palabras no vincula ni compromete a quienes las emplean. Incluso las normas y reglas, Constitución y leyes, se hacen interpretables a la carta perdiendo su propia capacidad constrictiva. En el mejor de los casos responsables políticos y comunicadores de éxito deambulan entre la nebulosa de la ambigüedad y la obviedad de los eufemismos. Ante la ruina del sentido o, más propiamente, ante la disociación entre sentido y representación, el ciudadano queda sin mapa fiable con el que orientarse para discernir las intenciones, acciones y logros de sus representantes. Al final, poco termina importando a los ciudadanos lo que los políticos dicen sobre unos u otros asuntos, por relevantes que sean, si dan por descontado que las palabras no valen para averiguar lo que en verdad proponen y se proponen. De otro lado, y puesto que se gobierna (y se hace oposición) de cara a la galería mediática, ocurre que la virtualidad de una medida o una propuesta programática se agota en su anuncio, y su éxito se hace depender del impacto mediático de dicho anuncio mucho más que de la trayectoria y resultados posteriores de la iniciativa en cuestión. De esta manera la política se puebla de proposiciones performativas, esas que, como decía John Austin, dan realidad a algo con sólo enunciarlo.

Así las cosas, es comprensible el pesimismo de muchos cuando en las condiciones actuales de la opinión pública juzgan la relación entre democracia y verdad: “Sabemos la verdad cuando ésta ya no nos sirve”, decía Günter Grass. “La verdad queda ahogada o alterada entre tantas informaciones, versiones e interpretaciones amontonadas donde todo se dice rebujado, en desorden, sin establecer prioridades y jerarquías” (Claudio Magris). Esta sensación de que la verdad es o inútil o demediada, debe mucho a ese generalizado relativismo que proclama de mil formas a lo largo y ancho de nuestras sociedades modernas la equipotencia e idéntica respetabilidad de unos u otros valores y creencias. Con ello se desactiva toda pretensión de otorgar mayor legitimidad a las razones mejor fundadas, así como la disposición a convencer con ellas a los demás del porqué de nuestras opciones y preferencias. El triunfo del relativismo ha terminado socavando la confianza en el valor de los esfuerzos desinteresados por discriminar lo verdadero de lo falso, lo justo de lo injusto. Con razón dice Harry Frankfurt que se impone la charlatanería sobre la veracidad como horizonte de la comunicación política. El charlatán, que tanto abunda entre comunicadores, analistas de ocasión y políticos, desconoce la verdad; su estrategia no es mentir, sino confundir: “El charlatán no está del lado de la verdad ni del lado de lo falso. Su ojo no se fija para nada en los hechos…. No le importa si las cosas que dice describen correctamente la realidad. Simplemente las extrae de aquí y de allá o las manipula para que se adapten a sus fines” .

En conclusión, las cesiones del poder político a otros poderes en su condición de poder de supremacía (pérdida de autoridad), el aumento de la irresponsabilidad entre el cesarismo político y la mengua de controles democráticos, así como la conciencia generalizada del disvalor de la palabra alentado por la hegemonía de la propaganda y la publcidad desactivan las buenas razones de la democracia, multiplican las dudas sobre su relevancia moral y acrecientan la desafección política de los ciudadanos.
Esta mirada sombría no responde a un espíritu derrotista sino al empeño de alertar de una mutación que amenaza el porvenir de nuestras democracias, la realidad política más apreciable que la humanidad ha alumbrado. Como acabamos de ver, hay tantas razones para la esperanza como obstáculos para llevarlas a la práctica. El superarlos depende, en parte, de nosotros. O ¿acaso pretenden los ciudadanos aspirar a una democracia decente y comportarse, a su vez, de modo irresponsable desentendiéndose de lo público? De ningún modo. Sin demócratas convencidos y consecuentes no habrá democracia valiosa. Sin ciudadanos activos, o al menos reactivos, no cuajará un horizonte de reformas que arribe el barco de la democracia a un buen puerto.

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