Aprovechando que este año constituye texto de referencia en la asignatura Filosofía y literatura (dedicada a uno de los pensadores y escritores españoles más interesantes, Manuel Vázquez Montalbán), iré introduciendo pequeñas notas -no siempre críticas, a veces muy partisanas- sobre uno de los pensadores marxistas más interesantes (que leía ávidamente con mis amigos en Granada a finales de los años 90) cuyo método de lectura ofrece pistas para cualquier análisis de los productos ideológicos.
El gran relato tiene mala fama en ciencias humanas desde Lyotard. Un gran relato servía para dar coherencia de conjunto a la historia y para alumbrar las líneas maestras –posibles o necesarias- del futuro. Jameson (Documentos de cultura, documentos de barbarie, Madrid, Visor, 1989, pp. 16-17), por el contrario, no tiene miedo a situar el gran relato de la lucha de clases como fundamento del análisis literario. Sin ese marco no hay posibilidad alguna de leer correctamente la historia de la literatura.
No seré yo quien cuestiona que tras cada producción cultural puede haber -y a menudo hay- modelos implícitos de la estructura social, de sus conflictos y de su posible caducidad. El problema es que también podría decirse lo mismo sobre el amor, la integración psíquica de los sujetos, la novela familiar y vaya usted a saber sobre qué más. Considerar que todos esos mandamientos analíticos se resumen en uno -la lucha de clases- necesita algo -mucho- de la fe del carbonero.
Las prudencias metodológicas no son lo fuerte del filósofo norteamericano. Cualquier tipo de distinción de niveles serviría para consolidar la ideología dominante, aquella que supone que existen ámbitos regidos por lógicas distintas. El problema es que esa ideología no es burguesa, que puede serlo también, sino el fundamento mismo de las ciencias sociales desde Max Weber. Si no se quieren tener las respuestas patentadas de antemano, hay que admitir que no conocemos las preguntas a las que responde cada aspecto de la realidad. Jameson supone, como Hegel, que existe una clave común que se abre paso, victoriosa, entre la prescindible broza empírica.
En cualquier caso, siempre cabe salvar la posición de Jameson señalando, como también dijera Weber, que las exageraciones metodológicas nos ayudan a revelar algo que de otro modo quedaba escondido. Puede rehabilitarse la idea de un gran relato, como un punto de vista provisional, capaz de hacer emerger acontecimientos que la visión dominante de la literatura (espiritualista), ignora. No es ese el camino de Jameson, que considera su propia perspectiva como aquella que integra y recoge el conjunto de las perspectivas contendientes. En cualquier caso, hay algo que tiene en Jameson un valor enorme. Al menos explicita críticamente su propia posición algo que cuando se compara con la retórica de Foucault, Derrida, Lyotard o Kristeva –que como él dice bien, también propone una hermenéutica-. Jameson permite al lector saber a qué atenerse y no perderse en una exhuberancia terminológica –que cambia aceleradamente: Derrida en eso es mucho más estable- exclusivamente inteligible por los devotos. Jameson es un filósofo de tradiciones (en su caso, la hegeliano marxista), que comprende que la auténtica innovación no se produce haciendo piruetas constantes de originalidad.
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