Foucault (Le gouvernement de soi et des autres) señalaba cuatro condiciones para la palabra libre (parresia) en la democracia ateniense. En primer lugar, las garantías jurídicas. En segundo lugar, el ascendiente del orador sobre su público. En tercer lugar, el discurso verdadero, es decir, no utilizar la libertad para adular al público. En cuarto lugar, para hablar se necesitaba coraje, sentido del riesgo y capacidad de asumir las consecuencias. Foucault se concentra en Pericles y no se plantea un segundo las condiciones sociales para acceder a la palabra, ni los trucos simbólicos que fabrican el carisma de los dominantes. Pese a todo, el filósofo francés es siempre sugerente aunque su cuadrilátero de la palabra libre en Atenas no ve nada de las diferencias sociales en el acceso a la palabra. Al Foucault de los años 1980, no se le podía pedir mucho al respecto: había firmado las paces "estructurales" con el capitalismo (sin renunciar a su mejora). Y sus razones tenía aunque yo no las comparta.
Marcelino Camacho vivió buena parte de su vida sin garantías jurídicas. Sin duda, las compensaba su creencia en el socialismo y de ella sacaba vigor para oponerse a la dictadura. Según algunos, Marcelino tenía una fe totalitaria. No se enteran (podrían leer a Hannah Arendt a la que citan sin leer). Asimilar Marcelino con Corea del Norte es como reducir el liberalismo a las justificaciones jeffesornianas (y ni siquiera Jefferson merece ser reducido sólo a eso) del genocidio de los indios o al imperialismo que devastó África. Marcelino no tenía una visión omnisciente de lo que pasaba en la URSS –si es que todo lo que pasaba era tan malo, cosa harto dudosa con un mínimo de ética científica- pero sabemos cómo se ejercitaba en los debates internos y tenemos todo el derecho a suponer que su socialismo era tan totalitario como esclavista el liberalismo de Rajoy: es decir, para nada. El liberalismo coquetea con la esclavitud asalariada de la que hablaba el de Treveris y el socialismo con la dictadura (y "dictadura, ni la del proletariado", como dijo el secretario general del partido de Marcelino), pero son mucho más que eso. Y han dado de sí mucho más que eso.
Como militante, según Nicolás Sartorius, Marcelino era un demócrata: un hombre que no soportaba los “y punto” y siempre decía que, menos humos tajantes y que, al menos, “punto y coma”. El ascendiente de Marcelino era sin duda su honradez y su apariencia austera. Ese trabajo sobre sí mismo lo hacía convincente. Y no, como dicen algunos carotas y apologetas de la doblez, porque fuera un fraile sino porque un decir que no sea en parte, en buena parte, un hacer es un hierro de madera. ¿Cuál era la verdad de Marcelino? Ver la realidad desde el punto de vista de los trabajadores, no desde la democracia del pueblo de señores que no se interrogan un segundo sobre las condiciones sociales de acceso a la palabra libre. El marxismo ayuda a ver esa dimensión de la experiencia social, pero sin el marxismo también se puede captar con la misma virulencia. Un análisis que considere que el trabajo es un asunto de contrato privado es una pura y simple legitimación de la dominación de clase. No hace falta ser comunista para verlo y sólo un ideólogo disparatado consideraría que eso nos lleva a Ceaucescu. Sobre su coraje, en fin, Marcelino representaba una valentía sosegada, firme, testaruda y emotiva pero no bronquista. Yo lo recuerdo en Linares, hablando en el ayuntamiento, como un tribuno contundente y racional que nada tenía que ver con el macarrismo al uso en muchos políticos de hoy.
Sin duda, para la parresia de los tiempos modernos, Marcelino Camacho es un modelo más interesante que Pericles. Y, por qué no, también para la de los antiguos. Como ha dicho alguien, un padre fundador de nuestra democracia. No lo olvidaremos.
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