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Una nueva generación política y sus posibilidades




(Artículo publicado en La Voz)
El movimiento ha conformado prácticamente a una generación: la generación del 15-M. Una generación no es biológica, son unos usos compartidos, explicaba Ortega. Por un lado, dotados de ciertos instrumentos de movilización propios, como Twitter o Facebook, algo que separa fuertemente la experiencia de las clases de edad. Por otro lado, capaces de un lenguaje de movilización propio, basado en la no-violencia —popularizada en los años 1990 por el movimiento antimilitarista español— y apoyado en técnicas de gestión de conflictos adquiridas en la cultura terapéutica. Todas las asambleas del 15-M contaban con “comisiones de respeto”, y en algunas había talleres de espiritualidad new age. (En ninguna, que yo sepa, había un taller de marxismo.) Dos de los desafíos más importantes del movimiento fueron resueltos con recursos procedentes de esa cultura no-violenta. La víspera de las elecciones municipales (jornada de reflexión), el día 21 de mayo, el movimiento convocó una jornada de reflexión activa pese a la prohibición gubernamental de manifestarse. Yo asistí a una manifestación de más de 3.000 personas en la que se respetaban los pasos de cebra y se marchaba en fila por las aceras. Poco antes de la movilización convocada para el 19 de junio, los disturbios ante el parlamento catalán provocaron una masiva tensión pacifista que permitió movilizaciones mayores y más cívicas. En tercer lugar, la competencia con jóvenes de otros países formaba parte de los estímulos del movimiento: “Hemos conseguido levantar la autoestima y quitarnos de encima un montón de etiquetas y estigmas [...] Hasta hace poco, nosotros mismos, cuando veíamos las protestas en Inglaterra, Grecia y Francia, mirabas al que tenías al lado y pensaba que no estaba despierto para hacer eso” (AAVV, Las voces del 15-M, Los libros del Lince, 2011, p. 47). La creación de un referente juvenil europeo e internacional, consolidado por la movilidad estudiantil y las migraciones, convirtió la movilización en un signo de distinción frente a los jóvenes de otros países. Un amigo me cuenta que, al final de una movilización de apoyo al 15-M en París, una chica cogió el megáfono para decir: “Hay que moverse, no vamos a dejar a los españoles que nos ganen por primera vez”.


Esta identidad generacional tiene visos de fortalecerse. Los partidos políticos, desde la derecha a la izquierda radical, permiten escasas posibilidades a quienes no se encuentran socializados en su universo de intrigas y sumisión jerárquica. El desprestigio de los mismos es merecidamente mayúsculo y no es pensable que puedan absorber a muchos de los participantes del movimiento. La cultura hiperideológica de la izquierda intelectual no atrae demasiado, entre otras cosas, porque no se entiende (he presenciado experiencias muy cómicas). Por lo demás, la crisis económica seguirá produciendo jóvenes muy titulados y con sensación de enorme maltrato. En fin, la afluencia de personas de edad a las manifestaciones y a las asambleas, muy nutrida, se hace reconociendo las virtudes de un movimiento de jóvenes, “apolítico y asindical” y por ende fortaleciendo la identidad generacional del 15-M.

¿Qué posibilidades existen ante esta aparición de una nueva generación en política? La primera es que el movimiento continúe y el aprendizaje político permanezca, centrándose en la renovación de la democracia y la lucha contra el neoliberalismo. La segunda es la creación de una organización política surgida del movimiento. Lo mejor de esta opción es que ayudaría a concretar una posición propia y a intervenir, sin resignarse ante una oferta política peor que mala. Lo peor es que podrían dirigirla aquellos políticamente socializados y acabaría irreconocible para muchos de los que apoyan el movimiento: es la tendencia a la usurpación que Pierre Bourdieu encontraba en la base de cualquier empresa política. Pero sin arriesgarnos a que nos manipulen no podemos actuar con eficacia: he aquí el dilema.

Carlos Taibo (Nada será como antes. Sobre el movimiento del 15-M, La Catarata, 2011, p. 36) por ejemplo, señala la diferencia entre los apoyos del movimiento (compuesto por personas no politizadas según la oferta política interesante, que para él se restringe a la izquierda muy de izquierdas: los demás, si no tienen las opiniones de Taibo y sus amigos, merecen “desenmascararse” por vendidos) y el control de la palabra en las asambleas por parte de militantes. Estos, evidentemente, han ayudado transmitiendo valiosas herramientas intelectuales y formas de movilización; también han lastrado el 15-M con su doble lenguaje (cuanto más fiel es uno al grupo al que pertenece más infiel es a quienes no se incluyen en él, aunque sean sus amigos y lleven razón), la testarudez por introducir mecánicamente todo su repertorio ideológico –a veces, por ejemplo, cuando de democracia se trata, de una deprimente pobreza- y su tendencia a disputarse el movimiento con adversarios de otras organizaciones (cuyas diferencias ideológicas solo se comprenden con una tesis doctoral). La obsesión por denunciar como sospechoso todo lo que no entra en los esquemas muestra hasta qué punto hiede esa cultura. Contra ella, hay que reivindicar la inocencia. Ser inocente no es ser idiota, es negarse a ver el mundo desde clichés rígidos; es no ver a los demás como culpables de algo y por ello no merecedores de confianza ni de comprensión. Sin algo de inocencia no hay posibilidad de crear nada: ni en el amor, ni en el trabajo ni en la política.

La tercera posibilidad es que el movimiento fracase y se disgregue. Una multitud disgregada se queda sin mecanismos para enriquecerse por el intercambio común y por tanto queda sumisa ante la propaganda y la acción de los poderosos. Como antes del 15-M.

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