(Acceso al artículo reducido publicado en La Voz)
En artículos anteriores se defendió una idea de libertad republicana. Esa libertad exige, en ocasiones, que interfieran en nuestras vidas, porque gracias a esa intromisión mejora nuestra capacidad de elegir. El objetivo básico de la libertad republicana consiste en evitar restricciones a nuestros planes de vida fundadas en el miedo a alguien con mucho poder y que, gracias a éste, puede obstaculizarnos cuando le plazca. Puede ser que no intervenga porque le seamos simpáticos o no se fije en nosotros, pero siempre que tenga ese poder algo en nuestro futuro quedará cegado por el cálculo constante acerca de cómo congraciarnos con él.
En artículos anteriores se defendió una idea de libertad republicana. Esa libertad exige, en ocasiones, que interfieran en nuestras vidas, porque gracias a esa intromisión mejora nuestra capacidad de elegir. El objetivo básico de la libertad republicana consiste en evitar restricciones a nuestros planes de vida fundadas en el miedo a alguien con mucho poder y que, gracias a éste, puede obstaculizarnos cuando le plazca. Puede ser que no intervenga porque le seamos simpáticos o no se fije en nosotros, pero siempre que tenga ese poder algo en nuestro futuro quedará cegado por el cálculo constante acerca de cómo congraciarnos con él.
Dicha libertad, por tanto, requiere una igualación.
Esta idea no es moderna, sino muy antigua. Aristóteles ponía en relación los
regímenes políticos con las formas de propiedad y sabía que la democracia sin
condiciones sociales semejantes era imposible. ¿Hasta dónde ir en esa
semejanza? Es el reto que planteó el socialismo y que el distinguido filósofo
Gerald A. Cohen (¿Por qué no el
socialismo?, Katz, 2011) considera actual aunque de difícil concreción.
La concepción de la igualdad socialista es más exigente
que otras dos concepciones. La primera, la igualdad
burguesa de oportunidades, elimina solamente los obstáculos que cierran las
posibilidades de ciertos individuos: por ejemplo, imaginémonos leyes de
restricción vital como las del Medievo, consistentes en prohibir contratar
ciudadanos de Jerez en las obras de
Cádiz o una ley que prohibiera a los árabes trabajar en las fuerzas de
seguridad. La igualdad burguesa tiene la indudable virtud de eliminar esas
barreras y de combatir los prejuicios que las sustentan.
Otra concepción de la igualdad, que Cohen llama liberal de izquierda, intenta corregir
también los efectos de las circunstancias sociales en las decisiones de los
sujetos. Mediante programas sociales y educativos se busca que únicamente
cuente en la vida el talento y la fortuna. Estas dos concepciones de la
igualdad son un fundamento indispensable de la libertad: sin la primera,
tendríamos jerarquías entre los individuos en función de criterios arbitrarios,
por ejemplo, el origen nacional o religioso. No debe minusvalorase: muchos
enemigos de la igualdad burguesa (los españoles en el País Vasco libre serían
como los alemanes en Mallorca, decía Arzallus: extranjeros bien tratados, pero
dependientes de la benevolencia de los legítimos propietarios de la finca)
defienden hoy programas nacionalistas cuyo único objetivo concreto solo puede
ser la restauración de barreras de ese tipo.
La segunda
concepción de la igualdad permite que las circunstancias sociales no encierren
en un menú muy pobre las opciones del individuo. Los menús pobres pueden
transformarse en menús preferidos y hasta idealizados, pero nunca en el
fundamento de una libertad de elección no carcomida por el miedo, la ignorancia
o la pobreza.
La igualdad socialista que defiende Cohen va más
allá. Considera que deben eliminarse también las desigualdades de nacimiento,
provengan de la naturaleza o del origen social del individuo. No me queda muy
claro qué puede significar eliminar las desigualdades naturales. Si eso
significa que no voy a recibir un sueldo menor por ser feo o por no tener un
determinado coeficiente intelectual –aunque eso no mida la inteligencia-, está
claro. Manuel Sacristán recordaba la diferencia entre división social y
división técnica del trabajo. Ésta supone que ciertos individuos van a unos
puestos y no a otros, en función de sus deseos, sus inclinaciones o sus
capacidades naturales –si éstas existen-. La división social supone privilegiar
ciertos puestos y desconsiderar otros: como si hacer la comida o conservar un
parque fuera socialmente menos necesario que enseñar Gramática.
Ahora, si reducir la desigualdad natural significa
que voy a tener las mismas posibilidades de tener pareja y de elegir entre
ellas, no veo qué puede hacerse. El azar biológico hace feo al príncipe y bello
al pordiosero y ese azar puede hacer muy triste la vida. Hoy la industria de la
belleza ha eliminado parte de esos azares, pero
no todos: por ejemplo, no puede hacernos altos o bajos, ni siquiera
puede eliminar, sin grandes costes personales y psicológicos (concentrarnos
exclusivamente en el moldeado corporal, con lo que ello supone), nuestra
tendencia a engordar ni someter nuestro cuerpo a un plan racional según modelos
de excelencia.
Seguramente, Cohen piensa solo en los ingresos
económicos y considera que esta cuestión pertenece a los gustos de los individuos
que, insiste, en un régimen verdaderamente socialista, nunca serían del todo
iguales. Unos elegirían trabajar más y otros menos y con sus ingresos, unos
podrían dedicarse a Polibio y otros a esculpirse en el gimnasio. Como el tiempo
no se estira a voluntad y los esfuerzos en un ámbito exigen descuidar otro, al
final uno será más culto y otro más bello, uno preferirá discusiones
intelectuales y otro bailar con la camiseta quitada. Cuando éste se encuentre
entre intelectuales se sentirá un zote, el otro, por el contrario, se sentirá
un adefesio bailando el ritmo de la noche.
Porque la igualdad socialista no supone igualdad
absoluta. Es justo que la gente tenga prestigios desiguales en terrenos distintos
según sus esfuerzos. Sería injusto que el que no estudia nada quisiese enseñar
en la universidad y el que no se esfuerza físicamente tener las mismos éxitos
sexuales Cohen no explica bien esta
cuestión, pero me parece básico recordarla, sobre todo hoy que la gente delira
queriendo serlo todo a la vez. Además de estas desigualdades sectoriales,
resultado de gustos distintos, habría desigualdad de ingresos según el esfuerzo
laboral de cada uno. Otras desigualdades admisibles serían las que resulten de
la suerte.
Ahora bien: si la justicia permite las desigualdades,
un exceso de éstas se encuentra fuera del espíritu del socialismo, según Cohen.
Frente a ellas, el socialismo exhibe el principio de comunidad. Para poder
vivir juntos debemos vérnoslas con gentes que no sean dioses o bestias, muy
superiores o muy inferiores, recordaba Aristóteles. Cohen resalta lo mismo:
vivir juntos significa cuidar a los demás cuando no pueden lograr ciertas cosas
y, sobre todo, mantener una experiencia común de la vida, no experiencias
sociales que sean absolutamente distintas y que nos haga habitar en universos
tan distintos que sea imposible la vida común. Cohen se refiere a quien, por
suerte, puede ir en coche frente a quien está obligado de ir en autobús: ambos
vivirán la vida de manera distinta, tanto, que serán como miembros de ciudades ajenas.
El ejemplo de Cohen no está claro y no
se ve que ciertas desigualdades, debidas al azar o la elección en el ocio,
deban ser restringidas para que todos habitemos un mundo común. Un científico
valioso o un artista de vanguardia viven otra vida que no es la nuestra, porque
se encuentran atrapados en su ciencia o en su creación y no veo, uno, que eso
sea rechazable (salvo que erijamos la envidia, un valor extendido pero no menos
repugnante, en principio institucional y les exijamos que no sean tan
excelentes como son), ni, dos, sé cómo podemos acercarnos a ellos. Bourdieu
explicaba que la clave está en exigir mucho a quien quiere ser un intelectual o
un artista (para que el nivel intelectual o artístico no descienda), pero
obligarle también a que lo comunique de forma clara a todo el mundo. Claro, en
la medida de lo posible: en la medida en que lo difícil pueda hacerse fácil
–algo complicado- y en la medida en que el público tenga la actitud necesaria
para recibirlo –el mejor pedagogo fracasa en una clase donde todos chatean y
donde no tiene posibilidad de prohibirlo-. ¿Podríamos considerar que el socialismo
consistiría en recompensar igual al conductor de autobuses y al antropólogo de
elite, es decir, en recordar que la diferencia técnica en los empleos no
conlleva diferenciación social extraordinaria?
Desde el punto de vista económico y de derechos ciudadanos, sí. Más allá, la
defensa de la igualdad sería perversa y habría irritado profundamente a Karl
Marx que nunca fue un igualitarista dogmático.
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