Ha ganado las elecciones un
partido que considera insostenible la ley de dependencia. Ni el reflotamiento
de los bancos, ni el control de los beneficios financieros y empresariales ni
el fraude fiscal merecían apretar las tuercas. Al fin y al cabo, el beneficio
de los empresarios es mérito propio, mientras que los ancianos enfermos solo
pueden esperar la gracia pública, y eso es imposible cuando vienen mal dadas.
Si viviera en un mundo sin policías que vigilasen, médicos que curasen, maestros
que enseñasen, los negocios de los triunfadores hubieran progresado igual de
bien, porque claro, ni él ni los suyos, los han necesitado nunca. Aquí y allá
uno escucha quejarse de los funcionarios y del Estado y no es raro que un
ciudadano exija el cumplimiento de su leal voluntad diciendo: “A ti te pago yo”
o “Tú estás a mi servicio”... Nunca: gracias a la función que tú ocupas, y
debemos controlar que estés a su altura, puedo ser quien soy. Pero esto último es lo cierto.
Si cada uno
pagase lo que cuesta formar un profesor o una enfermera, el instrumental
técnico con el que actúan y su reciclaje, más le valdría tener saneadísima la
cartera. La construcción de un sistema sanitario y educativo público no empezó
ayer, sino que resulta del esfuerzo de varias generaciones y, por lo tanto, su
costo resulta incalculable. Literalmente: nadie puede hacerlo. ¿Cuánto costaron
las clases que recibí y que me permiten cada día darlas con toda la decencia de
que soy capaz? ¿Quién pagó el tiempo de formación de mis profesores? ¿Cobraron
algún incentivo por sus veranos de lecturas? Yo no lo aboné, desde luego. En la
mayoría de los casos, no había nacido
cuando aprendieron lo que me enseñaron. Tal vez el trabajo no pagado en
metálico a mi padre, eso que antes se llamaba plusvalía. Pero no pudo ser solo
el suyo. ¿Quién financió el instrumental con el que se han tratado las crisis
de asma de mi hijo? ¿Y las mías antes que las suyas? Calcular individualmente
los bienes comunes es ridículo.
Un señorito
satisfecho, se indignaba Ortega, es aquel que recibe una herencia colectiva y
cree, primero, que la merece por su cara bonita y, después, que puede
dilapidarla como quiera. Puede que Ortega recoja esa idea de la filosofía
republicana francesa o de sus lecturas de Durkheim. Para Léon Bourgeois,
estadista y filósofo de la Tercera República Francesa, llegamos a una sociedad,
no con derechos, sino con deudas. Deudas con nuestros contemporáneos, pues
muchos de ellos permiten que vivamos sin perder nuestro tiempo en prepararnos
para defendernos, curarnos, aprender, cultivar la tierra o fabricar ordenadores
que necesitamos para vivir. Deudas con quienes nos precedieron que legaron su
esfuerzo a generaciones desconocidas. Deudas, si no se quiere ser un niñato
calavera, con quienes vendrán después, dejándoles más y mejor de lo que
encontramos.
Pero además es
que gracias a esa solidaridad anónima tengo tiempo para dedicarme a adorar a
Mourinho, bailar tecno, leer a Aristóteles o consagrarme al culturismo. En
suma: tener un tiempo para dedicarme a lo que plazca. El individuo, es una
lección básica de Durkheim, emerge de un fondo común que le precede. La
división del trabajo le permite aprender solo de algo y le simplifica la vida,
con lo que puede dedicarse a construirse a sí mismo. Lo individual y lo
colectivo no se oponen, sino que uno y otro se refuerzan mutuamente.
Para tener
conciencia de ello, necesitamos que nos recuerden que estamos religados a los
demás. La escuela, según Durkheim, servía precisamente para educarnos en común.
Nos sacaba del amor (si existía…) egoísta del hogar. Desde Aristóteles sabemos
que el amor se encuentra más allá de la justicia y por tanto no puede servir
para enseñarnos con equilibrio ni para cultivar con complejidad la
sensibilidad. Cada vez que a un niño se le corrige un examen de matemáticas o
se le examina del Románico, se le da una lección moral, no solo intelectual.
Aprende qué es una perspectiva universal sobre las cosas y cómo ésta no se
relaja por afecto alguno: aprende qué es, de hecho, ser igual y que existe una
conciencia compartida que debe interiorizar. Porque cuando se le suspende o se
le aprueba cuando se debe, sin otra consideración que las reglas comunes,
realizamos, en lo concreto, una experiencia de lo que es universal.
Mucho ha
destruido ese imaginario común .Margaret Thatcher, proclamó que la sociedad no
existe: exclusivamente los individuos y las familias. Nos acercamos a un mundo
donde de hecho la gente se comporta como si eso fuese cierto. Pero no solo es
la ideología neoliberal. En la escuela empieza a ser difícil administrar
sanciones y premios sin consideraciones personales: hay que complacer a los
clientes. También, sin duda, la idea
–que muchos expanden desde empleos públicos pagados con sueldos de capitalistas
y blindados con seguridad soviética- de que cuanto no se quede en nuestros
bolsillos es un robo y quienes trabajan en lo público son unos aprovechados si
no hacen lo que les pidamos, cuando y al ritmo que lo hagamos.
¿Dónde nos
llevará esta sociedad de clientes? Hacia una vida en común más tensa y violenta
y por eso menos libre, en la que menos gente será original. De momento, acaba
de encumbrar a quienes prometen acabar con la rácana y manifiestamente
mejorable, pero con todo necesaria, ley de dependencia. Es lo poco que hemos
sabido del candidato ganador y no ha parecido nada mal.
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