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La mirada republicana de Andrés de Francisco


La tradición filosófica republicana ha proporcionado a la izquierda intelectual española respetabilidad académica y hondura filosófica. Gracias a lo primero, muchas vocaciones juveniles marxistas han conseguido hacerse oír gracias a su inmersión en una cultura validada por el mainstream angloamericano. Queda por hacer la historia de ese proceso reciente, con sus luces y sus sombras. Como voy a hablar de las luces enseguida, algo diré de las sombras. Entre las últimas, típico de cualquier cultura de importación, el relativo desconocimiento de la propia tradición nacional. Nuestros republicanos saben más de Maquiavelo que de Francisco Suárez, del propietario de Monticello que del Conde de Toreno, de los Federalist Papers, que de los escritos de Azaña. Que en esa corriente no se hayan generado excesivas energías intelectuales para un gran libro filosófico sobre 1812 es muy significativo y no sería extraño que lo hiciera antes un estudiante de Skinner. En este punto, De Francisco rompe la tendencia: el libro que comento se atreve a una discusión con Ortega a la que me referiré más adelante.


Filosóficamente, el republicanismo aporta tres recursos teóricos importantes a la cultura de izquierdas. En primer lugar, el contacto con la tradición grecorromana, rehabilitada en general durante los años 80, y que permitió imponer un lenguaje común tanto en el mundo anglosajón como, algo menos, en el continental (las figuras de Castoriadis, Foucault o Lefort muestran bien esa recuperación del patrón clásico). En segundo lugar, la tradición republicana permite a la izquierda entrar en contacto con una tradición democrática, radicalmente democrática, que se toma en serio el papel civilizador del liberalismo. Las críticas del faccionalismo, la idea de síntesis de intereses plurales, la noción de bien público, la autonomía otorgada a la reflexión moral (el referente es la obra fundamental de Rawls), desconectan al republicanismo de izquierdas de la tradición del partido único, la clase providencial o la dictadura clasista. En tercer lugar, el republicanismo propone una noción republicana de la libertad (Skinner considera, frente a Philip Pettit que convendría llamar romana) que permite salir de la dicotomía, fijada por Isaiah Berlin, entre la libertad positiva (se es libre cuando uno se desarrolla de una manera y, por tanto, esa libertad tiende a ser autoritaria) y la libertad negativa (consistente en libertad de cualquier trabazón que permita decidir tu vida e identificada por Berlin con el liberalismo). La concepción republicana propone un modelo de libertad basado, por un lado, en que alguien puede dominarme sin interferir en mi vida. Un patrón benévolo no me maltrata, pero no puedo dejar de pensar mis planes de vida teniéndolo como referente: la incertidumbre respecto del poderoso es un síntoma mórbido de dominación, por tanto, para ser libre se necesitan recursos que permitan liberarme de cualquier posibilidad de interferencia arbitraria. Por otro lado, la libertad puede exigir interferencias, que no suponen dominación alguna. Por ejemplo, el derecho es lo que nos permite actuar sin miedo a un ladrón o al cambio de humor de un superior. Al penalizar el delito o promover la contratación estable se interfiere en mi vida pero se me otorga capacidad de organizarla sin miedo. La obra de Skinner sobre Hobbes muestra cuán bien la apología de la libertad negativa puede servir al autoritarismo político y al radicalismo anarcoide (el leninismo alterna entre uno y otro: todo Estado es violencia de clase y, por tanto, cuando se ocupa, hay que ser más violentos que nadie) y nos proporciona una clave teórica para comprender las transiciones entre unos y otros.

Andrés de Francisco responde, con este segundo libro, al modelo de una primera socialización marxista, retrabajada y depurada pero sin abjuraciones. En su anterior trabajo (Ciudadanía y democracia. Un enfoque republicano), de Francisco insistía en la pluralidad interna al republicanismo y en su carácter, a menudo, oligárquico. La democracia era el gobierno de los muchos pobres y la mayoría de las repúblicas habían identificado dicho gobierno con la tiranía (pregunta a los marxólogos: ¿no saca Marx de ahí, de la caracterización aristotélica de la democracia, su idea provocadora de la dictadura del proletariado?) En ese capítulo luminoso, el autor mostraba una tradición desgarrada por sensibilidades y por intereses de clase a partir, sobre todo, de una lectura profunda de Aristóteles, preferido, como en el caso del de Treveris, entre los filósofos clásicos. En su último libro, De Francisco nos reconstruye un republicanismo plural, organizado sobre dos ejes, uno cultural y otro político. Desde el primero, se enfrentan republicanos comunitaristas con pluralistas, desde el segundo oligárquicos con democráticos. La sensibilidad del autor sigue siendo ateniense, una Atenas descrita sin ostracismo, guerra civil interna ni la agonía de la parresia descrita por Foucault y, en ese sentido, algo edulcorada. La democracia es el poder de los pobres, un poder eso sí, con garantías constitucionales, con división de poderes, que admite las desigualdades culturales y no queda muy claro si también, con límites, las económicas.

La idea, puramente griega, de que cada régimen concilia dentro diversos regímenes es algo muy rico y que recuerda a Marx diferenciando entre formación social y modo de producción. Aquí, las repúblicas reales, suerte de formaciones sociales-políticas, se estructuran con diversos principios-modos de producción políticos: monárquicos que pueden ser tiránicos, aristocráticos que pueden degeneran en oligárquicos, repúblicas democráticas que pueden degenerar en tiranías populistas si no hay protección de derechos; y combinaciones de principios oligárquicos y democráticos dentro de una misma realidad. Es un modelo político complejo, valioso frente a discusiones abstractas -como la vieja y hoy en desuso sobre reformismo o revolución o la idea de fijar un canon abstracto sobre qué es la democracia- o para análisis de los movimientos sociales y los partidos políticos: principios tiránicos, oligárquicos (Hobbes: las asambleas son a menudo la tiranía de un orador o el manejo oligárquico de varios) y democráticos conviven en las realidades políticas.


Leyendo  La república de Platón o La política de Aristóteles, al sociólogo bourdisiano se le ocurre una idea para mi amigo Andrés de Francisco, que es sociólogo analítico. ¿Por qué no explorar la génesis de los hábitos que produce, reproduce y altera cada tipo de república, similares a las esbozadas por Platón en libro VIII de La república? Recuerdo lo que allí decía el supuesto filósofo idealista: las desavenencias familiares, por ejemplo, provocan que las mujeres desacrediten a los hombres poco ambiciosos económicamente dentro de un ambiente general de obsesión crematística. Serán los hijos de esos hombres disminuidos quienes, atrapados por la fogosidad impulsada por las madres y la sociedad, lleven a la ciudad de la timocracia a la oligarquía, el peor de lo regímenes posibles, basado en la obsesión por las riquezas. Dado que el modelo propuesto por De Francisco tiene un valor sociológico y filosófico de muchísima enjundia –por ejemplo, para clarificar los movimientos sociales- no estarían de más, imitando a Platón (no hablo de Bourdieu…), arriesgarse a precisar cómo se conectan los hábitos forjados en el campo familiar, con los existentes en la vida económica y con los que impulsan el campo político. En suma, la cuestión estriba en estudiar la sociogénesis de los diversos hábitos en contextos políticos, familiares y económicos. Los útiles de la sociología analítica, me temo, no le ayudarían en el empeño a Andrés de Francisco, pero su excelente conocimiento de los clásicos, sí.

Respecto a la tradición clásica, pues, queda dicho, este es un libro innovador, que aporta, y mucho, para reactualizar el eterno encanto, como diría Marx de su arte, del mundo griego. Pasemos ahora a otro punto, el de la tradición democrática en su vertiente liberal. También aquí este libro es importante. De Francisco no demoniza al capitalismo y admite, siendo un enemigo intelectual y emotivo, que en él muchas libertades son posibles pese a la existencia de la dominación. Un régimen que le sustituya, si quiere mejorarle, no debe abolir tales libertades, sino impulsarlas: eliminando la dominación de clase, combatiendo el individualismo y abrazando la modernidad política, eso sí, con graves objeciones ecológicas. Un socialismo que no proporcione mejor libertad no merece nuestros esfuerzos: De Francisco propone una articulación de tres constituyentes básicos de toda sociedad (lógica de la identidad cívica, la lógica de la asignación de recursos y la lógica moral) también de gran valor heurístico. La crítica al desarrollismo se nutre en De Francisco de una reivindicación de la belleza estética de la naturaleza, valiosa, pero que, en mi opinión, resulta limitada. En primer lugar, cabría desmontar la diferencia entre interés y desinterés que subyace a cualquier estética de la belleza. En segundo lugar, si existe un interés por el desinterés estético (según la fórmula de Bourdieu), fruto de condiciones sociales específicas, habría que demostrar bien cuáles son y cuál es el coste de que sean universalmente accesibles y, por tanto, políticamente relevantes. Miradas hay muchas: Raymond Williams contraponía la mirada del turista con la del agricultor y mostraba cómo ambos no veían el mismo paisaje. La consideración de la naturaleza como algo sacral, como belleza no instrumentalziable, requeriría, me parece, una discusión compleja de la Crítica del juicio de Kant y enfrentarse al desafío que supuso La distinción de Bourdieu, así como toda la rica sociología del gusto estético, escrita desde y contra Bourdieu.
En el tercer terreno, el de la libertad, De Francisco propone también novedades, apuntadas ya en Ciudadanía y democracia. Se nos hablaba allí de una psicología política republicana. De Francisco recupera a Rousseau para reivindicar la sinceridad –prudente, claro está- frente al artificio de los salones. Su mensaje es muy claro y se parece al de Sócrates en La república. Los hombres malos son infelices por mucho poder que tengan pues alimentan la parte más sucia de sí mismos y, tarde o temprano, lo pagan. No hay modo de vida ético que resista a la adversidad sin esa creencia. En ese capítulo se ve el temple profundo del autor además de, como en todo, el libro, la belleza de una prosa que en esos momentos se carga de emotividad. Comparto la defensa de la virtud moral como condición de cualquier relación sana. Con un sujeto calculador los tratos leales son imposibles. Con un sujeto sin consistencia, incapaz, diría Foucault, de gobernarse a sí mismo, no hay acuerdo posible: primero debería cerrar consigo un pacto y comprometerse con su propia identidad.

Pese a todo pondré un pero. Personalmente, la oposición entre cultura y civilización –que funciona implícitamente en todo el capítulo- no me convence del todo si no se pasa por el filtro sociológico de Norbert Elias. Las buenas maneras, el control de las pulsiones, tienen tanto valor cultural como la lectura de Eurípides: las primeras nos permiten ampliar nuestro radio de encuentros sin experimentar ni producir repulsión estética, malentendidos éticos o incomprensión intelectual. Por supuesto, puede acompañar a la barbarie, pero también hay infinitos ejemplos de profundidad cultural y personal y de brutalidad política. Como enseñó Elias, la oposición entre cultura y civilización procede de la ideología de la pequeña burguesía alemana aislada, frente a la realidad mucho más híbrida de la vida cultural francesa y que la primera identificaba fantasmáticamente (la oposición retraduce la primigenia oposición entre masculino y femenino) con la superficialidad. Guardar las formas es un símbolo de la individualización del sujeto, de su capacidad de sacudirse la tenaza comunitaria; la contención es clave para entrar en contacto con los demás (Norbert Elias, El proceso de civilización, FCE, pp. 80-81). La elegancia no es solo artificio, puede serlo; pero también, o primariamente, es, como explicó Ortega, el arte de saber elegir dentro de las opciones de una coyuntura.

Para finalizar quisiera detenerme en el capítulo “Ortega y el elitismo”. La discusión de De Francisco, siendo matizada, tiene dos puntos que discutiría (y lo haré porque, como se verá al final, es posible aprender de la imbricación de moral y política en Ortega): por un lado, porque no capta la ambivalencia del fenómeno de las masas en Ortega y, unido a ello, porque hace una lectura degradada del concepto de hombre medio en Misión de la Universidad. Hay textos y textos de Ortega, y es posible leerlos a la manera de De Francisco. Pero esa lectura no es la mía, pese a que me irrite el vocabulario de Ortega y no comparta sus posiciones políticas. Las masas, para Ortega, no son las clases: “Dentro de cada clase social hay masa y minoría auténtica” (La rebelión de las masas, Austral, p. 70). En segundo lugar, Ortega hace una interpretación ambivalente del imperio de las masas: las masas han recogido y popularizado valores sociales de elite. Su realidad, en buena medida, supone la realización de un ideal: usan el cuarto de baño (Ortega es de los pocos filósofos a quienes alegra que la gente tenga bidé y se vista con estilo: juro que en esas ocasiones simpatizo mucho con él), van por el mundo exigiendo (son hombres sin miedo a otro, sin miedo a la esclavitud, ¡son hombres republicanos!), cuidan su cuerpo y cultivan sus ocios. Gracias a ello, insiste Ortega, el nivel histórico ha ascendido: “La historia, como la agricultura, se nutre de los valles y no de las cimas, de la altitud media social y no de las eminencias” (Ibíd., p. 77). O: “La vida media se mueve en hoy en una altura superior a la que ayer pisaba” (Ibíd., p. 78). Las posibilidades intelectuales, sensoriales e incluso sensuales han aumentado sobrecogedoramente (Ibíd., p. 89). La época de las masas, por supuesto, es ambigua: solo aprovecha las posibilidades vitales, pero olvida las conquistas intelectuales y políticas –como la democracia- que la hicieron posible (Ibíd., p. 97). El polo negativo en la época de las masas es el señorito satisfecho, que disfruta los adelantos técnicos sin comprender la ciencia y la política que los permiten y, por tanto, es capaz de aliarse, por ejemplo, con ideologías totalitarias que socavan las condiciones de posibilidad de su experiencia vital. La Misión de la universidad (véase mi reseña) consiste, en la medida de lo posible, en remediarlo. Por eso su atención al hombre medio que, como señaló otro clásico español, Manuel Sacristán –en “La universidad y la división del trabajo”- se hace desde un talante liberal y progresista. Debe dársele a las clases la cultura de su tiempo para que sepan aprovechar las posibilidades vitales que este le ofrece -sin olvidar el compromiso moral con aquello que lo ha permitido: la racionalidad científica y la democracia liberal. Se trata de forjar un habitus que permita elegir con criterio, con elegancia. Ortega tenía gran sensibilidad histórica y como tal, en el asunto universitario, era el elitismo intelectual lo que más le irritaba y en ese sentido su idea de conexión de elites y masas no es ni más ni menos democrática que la de Gramsci. Ortega no es Michels o Mosca. De Francisco considera que su posición es intelectualista. Seguramente, la ética vitalista de Ortega admite discusión, pero creo que su idea la cultura como plan de existencia, alrededor de lo mejor de su tiempo (Misión de la Universidad, Biblioteca Nueva, p. 128), se encuentra preñada de fuerza moral.

Para acabar una simple sugerencia a De Francisco sobre la cuestión del imperialismo republicano, asunto que asoma en varios momentos en el libro y que trata admirablemente. Y es que nuestra tierra ha tenido una obsesiva, desde el 98 y antes, relación con su identidad nacional e imperial. Ninguna mejor expresión de patriotismo republicano no imperialista que la idea de Gaos de que la última nación iberoamericana sometida al imperio era la España franquista y que en México, él, había encontrado una tierra nueva donde vivir los ideales de la II República. Antes que Habermas.


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