El intento de encontrar un vocabulario para los recursos personales ha multiplicado la definición de capitales. En el caso de Eva Illouz, se trata del capital emocional, resultado del control y gestión de la personalidad en contextos donde la presentación de uno mismo es la clave del éxito. Eva Illouz es autora de algún trabajo modélico (por ejemplo El amor y las contradicciones culturales del capitalismo). El libro que comento (Intimidades congeladas. Las emociones en el capitalismo, Buenos Aires, Katz, 2007) recoge las conferencias Adorno de 2004.
Illouz insiste en que el lenguaje terapéutico ha impulsado, desde Freud, la construcción del sujeto en el siglo XX. En primer lugar, invitándole a un relato permanente sobre sí mismo. En segundo lugar, enseñándole que la banalidad cotidiana tenía poder evocador de los arcanos del sujeto. El "lapsus" y los 2actos allidos" auratizaron la experiencia cotidiana y decapitó la novela de aventuras. En tercer lugar, el sexo se cargó de sentido y desde él se empezó a contemplar la realización del sujeto. Con ese marco epistemológico, convertido en ciencia profana, en etnociencia, comenzó a extenderse una literatura de consejos adaptada a diferentes clientelas y que se irradia poco a poco hacia el conjunto del espacio social. La competencia entre escuelas psicológicas la agudiza.
Los empresarios empezaron a utilizar la psicología en las empresas: las técnicas terapéuticas permitían canalizar los conflictos individuales. La negociación emocional -consigo mismo y con los demás- estructuraba cada vez más los comportamientos. En realidad, aunque Illouz, no lo dice claramente, se nos narra el impulso que el siglo pasado dio a lo que Norbert Elias llamó El proceso de civilización. El uso del diario, la expansión del feminismo -algunas de cuyas corrientes pasaron de lo personal es político a lo político es hablar de mis historias personales- introdujeron la racionalidad coste/beneficio en el análisis de las emociones y abrieron un campo enorme a la disquisición -inacabable- sobre uno mismo con su organismo.
El desarrollo del sector servicios puso las competencias personales en el centro del proceso de valorización del capital. Nunca el capital variable -volveré sobre el particular- fue tan importante. Articulado con el trabajo, el individuo entró en una dinámica de autorrealización permanente que tuvo el paradójico eecto de intensificar la autoevaluación -y con ello la senación de fracaso y de morbidez. La popularización del DSM y la cultura del traumatismo terminaron de poner los marcos psicológicos en el puesto de mando de la autointerpretación individual. La cultura laboral respondió a su vez: la inteligencia emocional empezó a clasificar a los trabajadores y la falta de rigidez de carácter se convirtió en condición para adaptarse a empleos consistentes en relaciones múltiples y cambiantes. Como había observado ya Elias, la individualización nace con la complejidad de los vínculos sociales y no, como explican algunos sociólogos, con el retraimiento del individuo. No veo el sentido de hablar de campos emocionales -para designar un conjunto muy heterogéneo de actividades sociales, laborales y afectivas- ni de capital emocional para designar las nuevas exigencias para el capital -humano, variable, cultural y social, erótico-. Pero el concepto es menos importante que la descripción de proceso. Y en eso Illouz es excelente.
La cultura emocional y la devaluación de los grandes ideales sociales promovieron mayores capacidades entre las clases populares: el cuerpo es más democrático que una disquisición sobre Schönberg, aunque según algunos -entre los que no se cuenta Elfride Jelinek y su novela La pianista- lo segundo es emancipatorio y formativo y lo primero intrínsecamente malvado. La cultura de internet -la autora hace un interesante análisis de los chat- intensificó la conciencia del aspecto físico, que debía ser detallado en cada contacto. El cuerpo, por tanto, se convirtió, en la cultura virtual, en el centro de referencia individual. Un estudio de la presentación de sí en Facebook no haría sino ahondar en esa dinámica. La competencia por la exposición pública del cuerpo entró en la vida cotidiana y lo que antaño fue rasgos de ciertas elites culturales y económicas se democratizó. Illouz ve bien que el cuerpo se escapa de cualquier intento de objetivación; la industria para lograrlo se extiende; los éxitos y los fracasos aumentan. En cualquier caso, es una industria y una cultura que se encuentra aquí para quedarse.
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