El libro
IV de La república introduce pocas
novedades respecto al III. Comienza con un reproche de Adimanto: Sócrates exige
mucho a los gobernantes, ni siquiera les concede el salario que la democracia
impuso con Efialtes y que permitió la participación de los pobres sin ocio en
el gobierno. Sócrates solo ve corrupción en el salario y su solución contra la
guerra civil, contra la ciudad dividida, es una educación que descienda a lo
más íntimo del cuerpo. La ciudad utópica exige hábitos coordinados, por eso el
control de los movimientos del cuerpo (atención a la música mala y a los
juegos) debe ser constante. Evidentemente, existe la división del trabajo y no
todos los ciudadanos hacen lo mismo (esa falsa unificación es la que permitió la democracia promoviendo que los alfareros se sentaran en los tribunales), lo importante es que todos adquieran
templanza y sean capaces de distinguir espontáneamente lo inferior de lo
superior y de controlar los placeres y los deseos. Gracias a eso serán justos
-que significa respetuosos con la división del trabajo y por tanto que no se
dediquen a cuestiones que no les competen. El ataque a la democracia es
radical.
No se trata de eliminar los apetitos o la
fogosidad sino de entrenarlos para ponerse al servicio de la razón. Una buena
crianza pone a la cólera al servicio de la razón y de ahí la necesidad de la
educación del cuerpo. Porque el deseo, la concupiscencia, es inagotable:
configura la parte mayor del alma. La razón y el coraje pueden imponerle la
temperancia (virtud de nuestra parte desiderativa, de igual modo que el valor
lo es de nuestra parte irascible y la prudencia de nuestra razón).
La política
es crianza corporal, división del trabajo y como vimos en el libro III, movilidad
ascendente, capacidad de localizar el oro también entre los hijos de la gente de bronce.
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