Antonio Muñoz Molina (Todo lo que era sólido, Seix Barral) tiene
a dos de sus hijos en el 15M, o al menos los tuvo cuando comenzó. Dialoga
con ellos y con todos en este libro acerca de un tema cardinal en la reflexión
filosófica desde Platón: la ceguera. Podría haber titulado a este libro “Muñoz Molina
en el neoliberalismo”, si no fuera porque, con ser terrible lo que cuenta,
nunca alcanza la enormidad espantosa de los acontecimientos que protagonizó
Eichmann. Además, en un punto, aunque solo sea en uno, el ejercicio de este gran libro (pienso que
hubiera sido igual de redondo con 30 páginas menos) contiene más riesgos que el
de Arendt. El autor no habla solo sobre la ceguera de otros, sino también,
sobre todo, de la propia. Este libro merece leerse, mucho, y no voy a tocar todos
sus aspectos. Me detendré en tres, los que más me llamaron la atención y los que menos conocía de Muñoz Molina –quien confirma, de nuevo, que
muchos de nuestros filósofos morales, como manda la tradición cervantina,
suelen ser escritores.
España vivía en la fantasmagoría
y nadie se percataba. En primer lugar, porque se encontraba empachada de Memoria
histórica, debate en el que Muñoz Molina solo ve revanchismo de maniqueos. Dice
cosas que son ciertas pero recurre demasiado al trazo grueso, sin explorar, desde el punto de vista histórico, qué
se sabía y qué no (y qué de lo que se supo impulsó aquello) antes de que llegase la susodicha Memoria. No entiendo qué tiene de escandaloso que
una sociedad se concentré en un episodio traumático -¿por qué es peor que
hablar del Holocausto?- y el balance de todo ello no puede hacerse fijándose en
lo peor. Sí, los tertulianos y los sectarios existen, pero los historiadores,
con una opinión u otra, también. La lectura de un crítico inmisericorde como Trapiello
permite, por comparación, medir cuánto simplifica Muñoz Molina. Además sin
el debate de la malhadada memoria, no se hubiera escrito La noche de los tiempos. En el ambiente sentimental y cultural que la
preparó novelas como El jinete polaco
jugaron un papel.
En segundo lugar, se analiza la
eclosión de la cultura del pelotazo. Para mí, lo más extraordinario del
libro. El autor fue auxiliar administrativo en el Ayuntamiento de Granada y asistió
a la revuelta antiburocrática de las nuevas elites políticas. Efectivamente,
los concejales y alcaldes de la democracia eran muy libertarios –todo el mundo
lo era en los 80…- y abominaban del Estado. El odio a los burócratas y a lo público
servía de signo de modernidad y se derrapó. La politización de la administración
y de los cargos público marginó a los honestos y competentes y atrajo a los
logreros e ineficaces. Y cuando se desprecian las formas, ya sea en el amor o
en la política, se abre el camino a los violadores, a quienes creen que un no
es un sí, que una regla está para saltársela. La carrera administrativa, que
permitiera progresar de manera previsible a los capaces y dedicados, nunca se
puso en marcha. Sí lo hizo una administración paralela de organismos medio públicos
y medio privados donde todo se nombraba medio a dedo y, por tanto, valía más
ser un ave nocturna que alternase con unos y otros que estudiar para mejorar y
cumplir con tu trabajo. El paisaje humano cambió: todo se llenó de gente joven
(o de adultos rejuvenecidos), muy dinámica, muy guapa, muy asertiva, que no
paraba de perorar y que a menudo no sabía hacer la O con un canuto -ni ganas
que tenía de aprenderlo. Recuerdo muy bien un episodio, también en la Granada de finales de los
90, donde fluían proyectos de todo a tutiplén (¿dónde están?, ¿qué se hizo con
ellos?) y en la que alguien se encontraba explicando una investigación. Un individuo
de la UE que
coordinaba el consorcio para el que se presentaba –debió de llevarse un pastón-
gesticulaba complacido ante el pobre conferenciante y lo alternaba con sonoros ronquidos.
Muñoz Molina describe muy bien aquel tiempo.
Las feministas hablan del backlash, la torcedura estética del bastón,
para referirse a un proceso sordo y mórbido de sexualización e infantilización
de las mujeres. Ocurrió en los 80 y anuló buena parte de las conquistas de los
60 y los 70. El requisito de belleza profesional, explicaba Naomi Wolf, se
impuso por doquier y en los 90 se había interiorizado. Lo mismo sucedió en la
administración, algo se torció imperceptiblemente por mil cobardías de todos que sumadas
produjeron una hecatombe: se tira uno por el tobogán del descrédito de los
procedimientos y acaba en el charco de la corrupción. Verdad es que parte de lo
que se reformó era la legalidad que sobrevivió a la dictadura, aunque no toda,
como bien señala el autor, procedía de ella ni reducía su lógica a amparar el franquismo. El derecho
administrativo es una condición de ética pública. Sin él domina la
arbitrariedad, el imperio de los fuertes y los caraduras. El desdén por las
normas lo invadió todo. Fue la tiranía de la comunicación, recuerda Muñoz Molina, de saber venderse. Individuos “dotados
de saberes gaseosos y cualificaciones quiméricas obtenían subsidios millonarios
con la finalidad de gestionar la administración de la nada”. Concursó a ello un
segundo proceso. Las elites políticas no se renovaron y fue necesario ir
creando puestos para colocar a quienes perdían sus cargos en las elecciones. El
relato de lo que contempló de cerca Muñoz Molina en sus años del Instituto
Cervantes de Nueva York muestra cuán imperativo es prohibir la estabilización
en los cargos e instaurar una meticulosa rendición de cuentas. Para quienes
desconfían del sorteo y la rotación imperativa para cubrir cargos públicos,
tampoco viene mal contemplar qué tipejos sobreviven en las elecciones.
La combinación del dinero a
mansalva y del simulacro tuvo efectos devastadores en la ética pública, por
doquier. Ya bien avanzada la década del 2000 no era excepcional que en la
universidad te encontrases lo siguiente. Los alumnos eran captados con becas,
casi al inicio de carrera, por algunos profesores (bien conectados con quienes
distribuían dinero de maneras misteriosas), con lo cual era inútil intentar
explicarles algo que no tuviera que ver con su señorito. Dado que éste se
desentendía soberanamente de su formación, no era raro que los discentes,
cuando debían redactar sus tesis, buscaran un profesor clandestino, un pardillo
al que sacarle ideas y métodos (lo que no se daba en clase) y al que seducían
con sonrisas o lagrimas, mientras seguían engordando el currículo y las redes
sociales de su cacique. Posteriormente llegó un momento en que casi no se podía
dar clase: uno se arriesgaba a ser denunciado por exagerado y autoritario si
exigía trabajar o si ¡oh, escándalo! pretendía evaluar y no colocar
sobresaliente colectivo. No importaba cuánto
se entregase en clase, no importaba la calidad de lo que dijese: nadie podía
exigir. La gente no tenía tiempo para estudiar entre tantos contactos, tanta
escritura de investigación prematura, tanto ritual de socialización (“vamos a
socializar”, se decía) antes de haber aprendido los mínimos de su disciplina…Y tanta sumisión a patrones (intelectuales, pero también personales) arbitrarios.
Y tan poco pudor.
La clave consistía en fabricar
acontecimientos y lo peor que podían decirte era antiguo, no ser joven de
cuerpo y espíritu. Muñoz Molina describe el ambiente ridículo de la Expo, de la pompa superlativa
con la que España se convirtió en un país permanentemente en fiestas que se
alargaron hasta cubrir todo el año, donde lo más sagrado no era el sueño de
quien trabajaba o del niño que iba a la escuela, sino el derecho a gritar, a
vomitar y defecar donde le pluguiese a quien se emborrachaba. Y la complicidad
imbécil de la izquierda, siempre temerosa de que la tilden de carca por conservar algo tan burgués
como el reposo de quien se desloma trabajando.
Pero falta algo. Para entregar el
país al simulacro como vía de riqueza, antes hubo que creerse que la industria
era un residuo de nostálgicos prosoviéticos y que la economía de la información
y la flexibilidad en las carreras laborales nos convertirían a todos en hombres
y mujeres renacentistas, libres de identidades laborales opresivas. Antes hubo
que olvidarse de los costes sociales y políticos de desmantelar el empleo
estable, de la mutilación de los derechos de ciudadanía que se producían en
cada reforma laboral, del mito absurdo de que todo el mundo podía ser un
pequeño empresario. Resulta sintomático que en su disección del mal, Muñoz
Molina no diga una palabra –sólo una, muy suelta, en la página 237- sobre el trabajo, sobre
la degradación de las relaciones laborales bajo el pretexto de modernidad, del
olvido de la dimensión cívica del trabajo, de la existencia de un estado de
excepción constitucional en muchas empresas. Y es normal, la comunicación acabó
con el trabajo, como Habermas lo hizo con Marx en filosofía, como los estudios
sobre multiculturalismo lo hicieron con la preocupación por las clases
populares –un tema demodé donde los
haya- en antropología y sociología.
Me parece que para comprender la brutalización de las
relaciones sociales en España, se requiere hablar de la tradición del cristiano
viejo y el Retablo de las maravillas y Muñoz Molina lo hace con mucha oportunidad y sumo oficio. Pero además de otras cosas: de los hábitos que promueven las relaciones laborales precarias, del desmontaje
de la antaño respetable Inspección de trabajo y el consiguiente rosario de
accidentes, de la etnificación fragmentada del mercado de trabajo –con su
mezcla de despotismo y racismo. Porque en el ayer que se acabó, Savater, un héroe
respetabilísimo por tantas cosas, decía que a las huelgas generales sólo iban
los que tenían el reloj parado como Anguita. Él, y los intelectuales como él,
lo tenían en la hora de Solchaga, Solbes y Rato. En esa hora, vino el ladrillo,
los empleos infames en los servicios, las multinacionales que huían después de
forrarse con dinero público… y vino la reforma de la Constitución en dos días
y por la noche. Deja frío como Muñoz Molina puede aceptar este golpe de Estado
(p. 222) sin dedicarle un párrafo de análisis ni enviarla una andanada crítica
de las suyas. Y es que el problema no es que Sandokán o el Pocero sean unos
gañanes (p. 164). La herida estriba en las relaciones laborales que promueven
Botín y legitiman hombres doctos, en la universidad y en la prensa, ellos sí,
muy eruditos, políglotas y viajados. El problema fue una clase media joven,
neoliberal y con estética Indie que
desterró toda aspiración al comportamiento cívico en el trabajo y en el cual
presentarse como un ciudadano con derechos equivalía a ser un vago, un obstáculo
a la modernización de España.
En tercer lugar, Muñoz Molina
habla sobre el nacionalismo. Considera que en España hubo una exacerbación de
las identidades, y una emulación victimista de unas comunidades respecto a
otras. Eso se lo habíamos leído ya pero ahora ofrece propuestas. Su posición es
absolutamente democrática: tendremos que habituarnos a que quien desee irse se
tendrá que ir, a que quien se va acepte que España y lo español seguirá fomando
parte de su mundo autóctono. Pese a todo hay que aprender que, con fronteras o sin ellas, tenemos más
en común que lo que nos separa. Muñoz acude a una fórmula del realismo político
de Ortega (p. 288): los otros existen, no son un injerto del españolismo en
nuestras tierras vírgenes, no es posible eliminarlos con un psicoanálisis
colectivo que deshaga el bucle melancólico. Los españoles y los que no quieran
serlo tenemos que compartir proyectos... más importantes que la Liga de Fútbol. Con o sin nuevas banderas y fronteras.
Comentarios
Hace poco he visto al presidente de la AIS, Michael Burawoy y me ha sorprendido su posicionamiento extremo frente a la importancia de mostrar las singularidades, lo minoritario, lo otro de las identidades. Importnate es, claro, (más aún en la cultura masiva). pero no será una especie de leve transformación o activismo ciego, o pero aún, una forma de invisibilizar la dominancia, me preocupa, pues parece que genera tendencia. Es como analizar y visibilizar las otras tiendas de moda sin más.
http://burawoy.berkeley.edu/books.htm#MB
Muchas gracias José Luis,
un abrazo,
nano.
Un abrazo