En un libro otrora aclamado, pero que parece haber
envejecido rápido (en sociología vamos a clásicos cada año: luego duran otro
más en su relumbre), Richard Sennett (La
corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo
capitalismo, Barcelona, Anagrama, 1998, p. 30) defendía la tesis de que la
volatilidad de las biografías laborales y los cambios continuos en la
organización del trabajo, impedían a los individuos forjar un carácter. ¿Qué se
entiende por carácter? Procurarse
una identidad a largo plazo, capaz de dejar un rastro, de imponer resistencias
a como vienen dadas las cosas, de singularizar al sujeto . Las organizaciones
previsibles, típicas del fordismo, permitían al individuo prever, más o menos,
los acontecimientos futuros y construirse una personalidad propia (p. 45).
La atención a la demanda, decía Sennett, diferenciaba al
toyotismo del fordismo: las empresas viven siempre atentas a las fluctuaciones.
El servicio que ofrecen y aquellos que lo prestan –esto es, los trabajadores-
quedan condicionados a los movimientos de los consumidores. ¿Cómo afrontar
semejante desafío? Deshaciéndose de cualquier identidad fuerte y persiguiendo
la adquisición continua de competencias. Vivir es asumir riesgos laborales,
pero también personales: la existencia debe ser deportiva, siempre batiendo
nuevas marcas y nuevos retos, con los cuales nos rejuvenecemos (p. 84). La
juventud permanente era condición de la existencia laboral de muchos
trabajadores.
Después de invocar a los dioses, purificar el lugar con el
sacrificio de un cerdo, y de que un heraldo recitase una plegaria y maldijese a
aquellos que engañasen al pueblo con su verborrea, un heraldo proclamaba en la
primeras asambleas griegas: “¿Quién entre los mayores de 50 años toma la
palabra?”. Sólo después hablarían los demás. Es verdad que la cosa tenía mérito
porque a tal edad llegaban pocos y que la cláusula desapareció más tarde y solo
se diría ya “¿Quién toma la palabra”?. Son vestigios de una sociedad donde la
vejez fue criterio de cualificación. Los jóvenes, apuntaba Aristóteles, están
demasiado consumidos con su cuerpo y su apariencia, para ser fiables en
política. La preocupación por el cuerpo, además, fue para muchos símbolo de
futilidad. Platón, que había sido uno de ellos, criticaba a los atletas y los
consideraba inútiles para la vida pública, ya que se pasaban el día
entretenidos con dietas raras o derrengados por el esfuerzo. A la juventud le
faltaba carácter y por eso no se le permitía participar en muchas instituciones
antes de los 30 años.
La tesis de Sennett puede reformularse, al menos, en lo que
concierne a los trabajos que exigen un fuerte capital corporal. No creo que no se
forje un carácter sino otro tipo de carácter -que llamemos a eso carácter o no es otro debate, también interesante. Primero vayamos con la
inseguridad de las sanciones. Los ambientes cortesanos exigían individuos con
reservas mentales, atentos a los cambios de humor y parecer del monarca y, por
ello, incapaces de forjar solidaridad horizontal alguna. El mundo de la empresa
posfordista, como Sennett (pp. 88-89) mismo indica, al carecer de organigramas
estables, es un mundo de continuos desplazamiento en las funciones. A veces,
muchas veces, tales desplazamientos son laterales, es decir, no implican
ascenso alguno, sino simple ocupación de un lugar nuevo, con nulas recompensas
materiales pero con ciertas gratificaciones simbólicas. El economicismo en
sociología y en política ignora el poder de las gratificaciones simbólicas y
por eso, con salarios bajos, se imagina perspectivas de rebelión cuando lo que
hay es consentimiento. Una persona puede pasar de una sección de una tienda de
ropa a otra sección, y esa sección ser más exclusiva. Su sueldo no varía, pero
allí conocerá gente más guapa y compradora, a veces de clase social más alta y
siempre más joven. Lo mismo sucede con una camarera: entre un bar donde
atiendes a cazalleros y funcionarios que toman un café y un pub en el meollo de
la noche, puede haber escasas diferencias salariales, incluso puede trabajarse
menos y cobrarse más en el primero. Pero las clientelas son distintas: las
segundas proporcionan más estímulos, ayudan a conectarse con más gente,
proponen otras oportunidades.
Tales gratificaciones –cambiar de una sección a otra,
aterrizar en la barra de un garito en boga- proceden de que la persona se
mantenga más joven, lo que hoy significa más delgada y de que le consagre a
ello una proporción creciente de tiempo de vida. Se forja todo un carácter que
convierte la jornada en la quema continua de calorías y en la regulación de las
ingestas. Con el cuerpo como valor central, cada situación debe convertirse en
una oportunidad de mercado, en un incentivo para la acumulación de lo que la
jerga neoliberal (interiorada por la academia) llama capital humano.
Un carácter tan marcado, y eso no lo ve bien Sennett, que
exige la compañía de otros con ritmos similares: personas que coman, hagan el
amor y regulen su tiempo libre intentando no engordar. Antes imaginábamos que
sucedía sólo en las clases altas: es mentira hace al menos treinta años desde
los 90, que es habitual en las clases medias bajas y las clases populares. Precisamente
gracias a transformaciones del mercado de trabajo, que han convertido la
excelencia estética en un componente de la muy conocida cultura antiescolar de
los obreros. Una chica al dejar un currículo en una tienda oyó a quienes lo
recibían reírse: “Mira esta, tanto master y viene a pedirnos trabajo que no le
vamos a dar” (por lo gruesa que estaba).
Dado que el capital corporal no se reconoce -¿aún?- en los
convenios colectivos, esa acumulación de recursos “técnicos” –pues la juventud
y la delgadez funcionan como requisitos, de hecho, de la cualificación de lo que Marx
llamaba capital variable- recibirá sanciones implícitas, nunca codificadas y previsibles.
Aunque en las tiendas de moda pueda decirse “a la gorda que la echen” o en los
bares afirmarse “te contrato porque estás buena”, nadie puede presentar una
demanda porque no le reconocen su porte: eso queda al albur del superior. La
socióloga Catherine Hakim defiende que debemos regular los premios a la belleza
en el trabajo y que discriminamos a las mujeres guapas. Puede que todo llegue,
pero aún no somos tan modernos. Ese carácter, como todo aquel que persigue
evaluaciones imprevisibles, solo puede ser ansioso y competitivo porque las
reglas existen pero se dicen a media voz.
¿Cómo se rompe la dinámica? Por el
agotamiento, porque el cuerpo no puede más y porque las condiciones sociales
–también biológicas- del palmito joven y delgado no son universalizables más
allá de un reducido grupo de profesionales del asunto. Que, como diría Platón,
sólo pueden vivir para eso y deben pagar la acumulación (por seguir con el
vocabulario neoliberal: de hecho describe bien a los agentes, más allá, por
ejemplo, de su conciencia política) de capital corporal con la desinversión en
otras áreas –o en la inversión en existencia sin inversión, que es otra
condición de la salud mental.
En ese momento, encantamiento de la
belleza y el puesto quiebra, las personas hacen cuentas y se dan cuenta de que no son estrellas de cine sino trabajadoras sobreexigidas. Aparece la oportunidad de cuestionar el conjunto del proceso y se abre
el menú de la resistencia: irse o contestar -porque quedarse en tales
condiciones, se sabe ya, arruina el cuerpo y la cabeza. Contestar requiere un cambio de
hábitos, forjarse otra identidad como trabajadora y un nuevo carácter, más allá
de la juventud y la belleza. ¿Cómo? Psicológicamente resulta muy difícil porque
ser tan estilosa ha requerido tiempo y esfuerzo y supone declararlo mal
empleado. En cualquier caso, la propia historia de las profesiones puede
ayudar. Se puede recurrir a ellas para despojar el empleo de sus exigencias
corporales (al menos de las excesivas), luchando porque se reconozca que para
vender ropa o poner chupitos la apariencia es una imposición extravagante y
futil. Una buena vendedora o una buena camarera no requiere ser siempre joven o
bella: en el primer caso, basta con ser amable y saber, como ocurre en la alta
costura, qué le sienta bien a la persona; en el segundo, la simpatía o el don
de gentes bastan y sobran para atender a la clientela. Son recursos extraídos
de los propios entornos laborales, que se oponen a las normas dominantes en ese
momento. Aportan recursos a las rebeliones posibles, a las que resultan
accesibles a la mayoría de las personas. Creo que la conciencia
sindical y política debe concentrar allí su atención.
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