La película Hannah
Arendt de Margarethe Von Trotta nos propone reflexionar sobre cómo se
vinculan dos ideas fundamentales. La primera, los efectos imprevistos de la acción
humana y la segunda idea, cómo la lealtad política debe imponerse a las
exigencias científicas.
El ser humano, escribía la filósofa en La condición humana, siempre es agente y paciente de su acción: en
sentido estricto, como no pueden preverse, nadie es absolutamente responsable
de todas las consecuencias de sus actos. Al describir la red que produjo el
Holocausto, Arendt insistió en algo que fue verdad: sin la colaboración de los
líderes judíos, sin su connivencia con las autoridades nazis, los judíos no
hubieran podido ser seleccionados, transportados, vigilados y al final
asesinados. ¿Y por qué colaboraron las víctimas con los verdugos? Por el
principio del mal menor, un principio decente, que sólo puede despreciar un
fanático o un aspirante al martirologio –propio y, peor, ajeno. Guiados por un
principio de acción justificable (no excelente, pero sí justificable) los
judíos colaboraron con los nazis. ¿Eran víctimas sometidas al plan de un
carnicero maquiavélico? No, era aún más grave. Todo nazi, explicaba Hitler,
tiene su judío bueno, al que conoce y salva, aunque piense que todos los demás
son unos cerdos. Así, siempre hay en el corazón de un nazi alguien que merece
salvarse de la suerte que los demás, malvados, merecen. Los judíos
colaboracionistas también tenían su nazi bueno, alguien del que fiarse para
hacer más leve la tragedia. ¿No los había? Claro que sí, reconoce Arendt, no
todos eran iguales y muchos de ellos no deseaban la Solución Final. Pero no dejaban
de ser nazis, es decir, consideraban que los judíos merecían una suerte
colectiva. Las alternativas no eran idénticas: iban desde ser enviados a
Madagascar a formar un Estado judío –y eso solo era viable con colaboración de
ciertos sionistas- hasta la solución final. Y los judíos colaboracionistas,
guiados por el principio del mal menor, aceptaron la lógica nazi y creyeron que
los verdugos no habían perdido todo criterio, porque sabían distinguir unos
judíos de otros. Los hubo, con condecoraciones de guerra, a los que se
reconocían privilegios en el Reich. ¿Por qué no aprovecharlos? A la vez, tales
privilegios permitieron la ceguera colectiva de los alemanes, ya que no todos
los judíos eran perseguidos sino solo aquellos que se negaban a hacer el
servicio militar. Todos jugaban con el malentendido: los nazis hacían creer que
sabían de la existencia de judíos buenos, los judíos buenos que comprendían
que, como ellos eran buenos, no todos los nazis eran iguales, la sociedad
alemana que la cosa no era tan terrible como parecía. Aferrados cada uno a su
media lucidez, la ceguera radical se adueñó del mundo y la carnicería funcionó
con precisión.
Porque asumirse excepción a una norma, una norma monstruosa
(la existencia de un destino de conjunto para un pueblo) supone reconocerla y
aceptarla. El mal menor, en ese contexto, sirve para asentar el peor de los
males. El pacto con el nazi bueno produjo el “colapso moral de la respetable
comunidad judía”. Arendt no se engaña. Resistir era imposible, pudo hacerse muy
poco y, por tanto, la alternativa no era el combate. Sin embargo, eso no
justificaba hacerle el trabajo a los verdugos ayudándoles en la selección de
las víctimas porque, de este modo, algunos se libraban.
Vayamos con la lealtad. Describir la red de acciones y
efectos que permitió un acontecimiento, es el trabajo de un intelectual. Puede
objetársele la verdad o no de lo que describe, pero ¿tiene sentido reprocharle
haber tomado el partido incorrecto? Así hablan los “amigos del pueblo”, que
dividen el mundo en campos separados: la Ciudad de Dios contra la del Demonio. Quien ose
establecer vínculos entre una y otra, solo puede ser un cómplice del Maligno.
La película muestra bien cómo funcionan las acusaciones: Arendt escribió lo que
escribió porque carecía de corazón o, aún peor, porque se encontraba seducida
por el enemigo –al fin y al cabo, estuvo enamorada de su maestro Heidegger,
notorio nazi. Antes que la verdad, está la lealtad a los débiles, a las
víctimas. Y para que la lealtad funcione como principio rector de una
conciencia debe ser fácil separar a las víctimas de los verdugos porque, de lo
contrario, debe pensarse detenidamente sin presuponer que los verdugos son
demonios ni las víctimas ángeles.
¿Tiene algo de malo ser leal? No, siempre y cuando, no
estorbe algo más importante: saber ver lo que sucede, no cegarse con aquello
que estimamos, en suma, comprender que existen las acciones y los efectos,
muchos de ellos no queridos, y que las personas más admirables pueden producir
los mismos efectos que y colaborar con los planes de las personas más indignas.
A veces porque acuden al mal menor, otras porque no quieren ver lo que sucede,
para terminar, porque tristemente, somos actores
de nuestras acciones, actuamos en ellas, pero no somos sus autores, no escribimos el guión donde actuamos y nuestros papeles
no son los que imaginábamos. Tal es el contenido intrínsecamente democrático de
la tragedia griega: sin posibilidad de perdonar los efectos no queridos de
nuestras acciones, no puede haber comunidad política, sino castigo y venganza
sin fin. Trasíbulo y Anito, los generales demócratas que derrocaron el régimen
de los Treinta Tiranos, eligieron
olvidar lo que había sucedido ¿Por bonhomía? No, porque la cadena de las
depuraciones nos despeña por una pendiente sin fin. Las excepciones que hubo
muestran que la decisión era sabia.
Existen aquellos que querían el mal y se merecen el castigo. Pero
colaborar, colaboraron muchos, porque una sociedad está llena de actores que
actúan en un guión demoníaco. Sócrates tuvo por discípulos a oligarcas
despiadados, aunque él fue siempre un soldado leal de la democracia y, a su
manera, un ciudadano ejemplar. Acabó condenado en un tribunal donde Anito fue
acusador. La reconstrucción de Moses Finley muestra que no era descabellado
situar a Sócrates en contacto con redes de verdugos y/o de colaboracionistas con el brutal régimen
espartano –al que los Treinta Tiranos,
por cierto, acabaron asustando.
El mal es estúpido, banal, lo hacen los personas normales,
no los malos y con él colaboran, sin saberlo o medio sabiendo, personas buenas,
a veces, excelentes.
El medio académico de su tiempo no le perdonó a Hannah
Arendt mostrar esto. Estaba poblado por gente que consideraba: 1) los hechos
solo deben describirse cuando culpan a los malos, nunca cuando responsabilizan
a los buenos 2) antes que científicos somos personas y debemos decir lo
moralmente adecuado, aquello que no escandalice a quienes sufren.
Pero pensar, en serio, exige quedarse solo ante los hechos,
huir de la buena conciencia dominante, porque ésta no garantiza nada: “Pese a que Eichmann había hecho cuanto estuvo en su mano
para contribuir a llevar a buen puerto la Solución Final,
también era cierto que aún abrigaba algunas dudas acerca de "esta sangrienta
solución, mediante la violencia", y, tras la conferencia [de Wannsee, en 1942, que coordinó la
eliminación de los judíos a escala Europea], estas dudas quedaron
disipadas. “En el curso de la reunión, hablaron los hombres más prominentes,
los Papas del Tercer Reich”. Pudo ver con sus propios ojos y oír con sus
propios oídos que no sólo Hitler, no sólo Heydrich o la “esfinge” de Müller, no
sólo las SS y el partido, sino la elite de la vieja y amada burocracia [que se suponía distinta a los fanáticos y matones
nazis] se desvivía, y sus miembros luchaban entre sí, por el honor de
destacar en aquel “sangriento” asunto. “En aquel momento, sentí algo parecido a
lo que debió sentir Poncio Pilatos, ya que me sentí libre de toda culpa”.
¿Quién era él para juzgar? ¿Quién era él para poder tener sus propias opiniones
en aquel asunto? Bien, Eichamm no fue el primero, ni será el último, en caer
víctima de la propia modestia. [...]
La conciencia de Eichmann quedó tranquilizada cuando vio el celo y el entusiasmo que la "buena sociedad" ponía en reaccionar tal como él reaccionaba. No tuvo Eichmann ninguna necesidad de "cerrar sus oídos a la voz de la conciencia", tal como se dijo en el juicio, no, no tuvo tal necesidad debido, no a que no tuviera conciencia, sino a que la conciencia hablaba con voz respetable, con la voz de la respetable sociedad que le rodeaba”.
La conciencia de Eichmann quedó tranquilizada cuando vio el celo y el entusiasmo que la "buena sociedad" ponía en reaccionar tal como él reaccionaba. No tuvo Eichmann ninguna necesidad de "cerrar sus oídos a la voz de la conciencia", tal como se dijo en el juicio, no, no tuvo tal necesidad debido, no a que no tuviera conciencia, sino a que la conciencia hablaba con voz respetable, con la voz de la respetable sociedad que le rodeaba”.
Víctimas de nuestra propia
modestia. Y, lo peor, victimarios con nuestra propia modestia. Porque no
tenemos derecho a ser modestos y a abandonar nuestro propio criterio y eso es
algo que hacemos todos los días: por ceguera ante lo que pasa y nos pasa y por
maniqueísmo moral. Tal es la lección de Arendt que trasciende, con mucho, las
peripecias del juicio a Eichmann, su libro y el gigantesco mal que retrató. Sirve,
salvando todas las distancias que se quieran, para lo que sucede en muchos
lugares del mundo, entre ellos España, todos los días, delante de nuestros
ojos, con nuestra, casi siempre sonámbula, colaboración.
Comentarios
Podrías recomendarme algún handbook de investigación, filosofía y metodología de cc. sociales?
gracias
Juana T.
El azar ha querido que tu cr´tica haya coincidido con esta entrevista:
http://www.jotdown.es/2013/06/wolf-murmelstein-habia-salvar-lo-salvable/
En la cual aparece este ad hominem, de categoría especial:
"No era algo banal, por mucho que se empeñe Hanna Arendt, la discípula del filósofo nazi Heidegger. Lo que ocurre es que Eichmann pretendió hacer creer eso durante el juicio en Jerusalén. Esa gente eran asesinos, punto. Y Eichmann no era un simple ejecutor de órdenes. "
Saludos
P
A Juana, pues "El razonamiento sociológico" de Passeron está muy bien. Si no, "La mirada cualitativa en sociología" de LE Alonso es un libro excelente.
Muchas gracias Pablo. ¿Qué te disgustó de la imagen de Jonas? No le veo un perfil negativo en la película...
Saludos
Ortega decía que tenemos "la élite invertida de lo peor". Eduardo Subirats en un ácido y contundente "Despues de la lluvia. Sobre la ambigua modernidad española" muestra muy bien esa continuación caciquil en el capitalismo castizo de lo hispano. El no pensar, la obediencia ciega al partido, el enchufismo, el coste-beneficio de las acciones genera una mediocridad elevada de la clase dirigente en la política, el empresariado y las administraciones. Es abrumante, amenazador, prueba veraz del postfranquismo en el que vivimos. La clase dirigente a la deriva en un país donde figuran más líneas de AVE, aeropuertos, campos de golf, complejos urbanísticos,... más que grandes proyectos firmes y autónomos, signo de cualquier democracia. El muro con el que vivimos absorve casi todo, Bourdieu estuvo muy fino con lo de los efectos de cambio.
Salud,
nano.
soy un pelín menos pesimista que tú, pero solo un pelín. Desgraciadamente.
Gracias por el comentario.
Salud.
Quedarse en aquel III Reich y aquella situación como dice algún comentarista a la entrevista en el que todo lo que hicieras estaba mal hecho, es algo que supera nuestros esquemas cotidianos y el sentido
común.
Lo de la banalidad del mal tiene sentido filosófico, no sentido de que "no importe el mal", sino de que es más fácil hacerlo de lo que pensamos. Con callar cuando se debe hablar, por ejemplo, basta para hacer mal. Así de banal.
Por lo demás, siendo forofa de la obra de Arendt, leyendo la entrevista del hijo del rabino, callo porque no quiero ni imaginarme vivir una situación tan dantesca y con responsabilidades políticas.
Esto produjo en ella un rechazo a todo lo "intelectual" e incluso un no querer llamarse "filósofa", por esa tendencia que observó a hacerse ideas de las cosas perdiendo pie.
Me encantaría que fuéramos capaces de sacar lecciones de nuestra propia historia también por aquí. Haría falta primero conocerla bien, claro está.
Por lo demás, tu comntario sobre la banalidad del mal, la exigencia política frente a la científica es muy sugerente.
José