Ningún régimen político, por democrático que sea,
considera ciudadano al primer bípedo implume que aparezca. Lo señalaba
Castoriadis acerca de la democracia ateniense y sus restricciones a la
ciudadanía.[1]
Tal es el problema del censo: qué parte de la
población consideramos susceptible de participar en determinada actividad de
gobierno. Después viene el problema de cómo seleccionamos a quienes ejercen
dicha actividad.
A esa cuestión podemos dar una respuesta razonada o
no. Por ejemplo, señalar que sobre determinadas cuestiones sólo pueden
participar aquellos con cierto nivel de formación –por ejemplo, comisiones que
dirimen la política científica. Sobre otras, aquellos únicamente que estén
dispuestos a gastar su tiempo en el particular. Los tribunales de la Atenas
clásica estaban formados por los 6.000 voluntarios que anualmente se ofrecían
para la faena. Podemos seguir declinando especificaciones para establecer
censos en cada dominio de la actividad política. Lo importante radica en asumir
de manera reflexiva los criterios, abrirlos al debate y, con ello, a su eventual
impugnación o mantenimiento.
El censo nos dice: sobre ciertas cuestiones no hay
igualdad, se requieren ciertos requisitos previos. No pueden litigar ni
disputarse individuos con fuerzas muy diferentes: uno aplastaría a otro y, si
se impusiera el débil, lo haría con malas artes: por ejemplo, imponiendo la ley
de la mayoría sin cualificación, que opta por motivos caprichosos, que no son
relevantes en las cuestiones debatidas. Por tanto, debemos establecer los
requisitos para que los individuos puedan pelearse como iguales .
Establezcámoslos. Y ahora, ¿qué problema hay en
elegir a los individuos por sorteo, exigir que roten y que rindan cuentas de su
actividad? Bien, puede haber determinados asuntos que exijan la elección
(siempre combinada con la referida rotación y explicación de lo hecho). Pero,
¿todos? ¡Pues sí que nos disgusta la igualdad! Cuando empezamos a pensar así
debemos reflexionar. Nos creemos demócratas, pero quizá defendemos, en el fondo,
una teoría aristocrática. La aristocracia es el poder de los mejores y, en
política, hay muchos aristócratas inconfesos. La pena es que no explican los
criterios por los cuales defienden que sigamos a los cualificados ni, sobre
todo, en qué demonios de cualidades agracian a los mejores.
Defienden cualificaciones implícitas, aquellas que
actúan sin que se argumente públicamente su relevancia para hacer desiguales a
la gente común. Veamos algunas: pegar un golpe mediático (buena parte de la
actividad política se inspira, secretamente, en dicha esperanza) y
promocionarse con el carisma facturado por la prensa, asistir a todas las martingalas
de los mentideros políticos esperando que haya prorrateo (entre los iguales en
las martingalas) y toque algo. Otra manera de seleccionar la grandeza política,
casi un vicio en la profesión: consiste iniciar empresas políticas constantes,
sin pensarlo mucho, pero con dos objetivos: implicar a gente (que de ese modo
forman parte de nuestra red y nos deben algo) y , cual inversor financiero
temerario, esperar que alguna de ellas nos traslade al centro de la escena
política. La inflación de convocatorias, pronunciamientos, movilizaciones
planificadas en los postres y hasta revistas destinadas a remover el
pensamiento (pero de las que sus iniciadores se aburren tras el primer número)
sólo se explica porque para algunos la política consiste en hacer muchas cosas
sin prestar atención y cuidado a ninguna –ni, por supuesto, a quienes en ella
enrolan.[2]
Podemos pensar que
las aristocracias implícitas son como las cualificaciones implícitas: modos de
colar selecciones ilegítimas, que no osan confrontarse al debate público.
Podemos pensar que ganaríamos debatiendo sobre los censos, aceptando que sobre
algunas cuestiones pesan cualidades que solo algunos tienen (de hecho, lo
queramos ver o no, verdaderas aristocracias: en ese asunto particular y en
ninguno más) pero que sobre otras cuestiones el común basta. Se opondrán a ello
las oligarquías del pelotazo mediático (¡la gente con carisma!), de las copas
hasta las tantas y de la política como arte de favores o de tratar a las causas
y a las personas como pañuelos de usar y tirar. Oligarquías: poder de los pocos
que se tienen por los mejores[3]:
en los pelotazos mediatizados, las martingalas y el uso sin escrúpulos de la
esperanza y el tiempo ajeno; enemigos de la socialización, allí donde sea posible (porque no siempre se puede), de la riqueza política.
[1] La tribulación sobre los límites
del demos obsesionaba profundamente la polis democrática e impactó en el gran
dispositivo intelectual de la democracia ática: la tragedia. Véase mi artículo “Isegoría
y parresia: Foucault lector de Ión” Isegoría
(en prensa).
[2] Una descripción fantástica de
Ortega en “Mirabeau o el político”.
[3] Véase Aristóteles en la Política.
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