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¿A QUÉ LLAMAMOS CULTURA OCCIDENTAL?


El presente libro (Democracia y relativismo. Debate con el MAUSS, Madrird, Trotta, 2007) de Cornelius Castoriadis –una edición española más completa del original francés- contiene una provechosa introducción a su pensamiento. En este comentario nos centraremos en el problema de la igualdad de las culturas en un plano especialmente sensible: el político.

Castoriadis propone distinguir dos planos. El primero permite afirmar la igualdad de cualquier civilización: todas ellas son el resultado de la actividad creadora de la imaginación humana en contextos (materiales, tecnológicos, etc.) más o menos restrictivos. En todas ellas, además, existe una reflexión sobre cómo manejar el poder existente, un poder que se asume sin cuestionarlo. Desde ese punto de vista, poco se diferencian un faraón y una asamblea sioux: postrarse ante un enviado de Dios o discutir entre iguales supone inclinarse ante una tradición. Las innovaciones filosóficas, de enorme riqueza en India y China, quedaban reservadas a mandarines y fuera del libre examen y cuestionamiento públicos.

La diferencia empieza cuando nos interrogamos sobre el valor de una tradición y cuando la pasamos por el criterio de otros parámetros que pueden mantenerla, pero también corregirla e impugnarla. Según Castoriadis, ese derecho no se reparte igual entre todas las culturas: existió dos siglos en la Antigüedad griega y tres en la Edad Moderna y, en todo momento, bajo condiciones fuertemente restrictivas. En el primer caso, la intensa participación política de la ciudadanía quedaba ensombrecida por la condición de los esclavos y de las mujeres. En el segundo, los avances sociales se degradaban por la creación de regimen representativos que acababan consolidándose como circuitos de circulación de las oligarquías y por la desaparición de la política de la producción capitalista.

La tendencia a la autonomía y al cuestionamiento de las significaciones establecidas, de la herencia, se confunde, y es un error, con otra tendencia que aparece con la Modernidad: el dominio racional de la naturaleza, el impulso a convertirla en una reserva manipulable por la acción humana. Esta tendencia a perseguir el orden no se encuentra unida necesariamente al progreso de las fuerzas productivas: hacer a la acción técnica previsible y calculable como único criterio puede limitar poderosamente la creatividad humana y, a la postre, el avance técnico. Castoriadis no es como Hannah Arendt quien considera que, en los asuntos de la técnica, los seres humanos no deben tener pretensiones políticas y que deben bajar la cerviz ante el funcionamiento técnico de la economía (cosa distinta, ciertamente, es el reparto de los beneficios, que sí resulta susceptible de acción pública).

Lo que llamamos occidentalización del mundo combina la asunción de la modernización capitalista con el rechazo de los gérmenes de autonomía democrática que solo florecieron, en periodos breves y frágiles, en occidente. La modernización capitalista se entiende en dos vertientes: una, la del desarrollo económico y el avance técnico otra la fascinación masiva por el fetichismo de la mercancía. El Tercer Mundo, explica Castoriadis, adquiere las dos dimensiones de occidente pero rechaza otra (la democracia) que, por su parte, también se encuentra crecientemente maltratada por el tecnicismo, el fetichismo de la mercancía y la explotación capitalista.

Cuando hablamos de Occidente lo hacemos de tres dinámicas distintas y que no van juntas, aunque pueden convivir: por un lado, el cuestionamiento de las significaciones religiosas, filosóficas y políticas, lo cual surgió en Occidente, en periodos determinados y con escasa estabilidad. Constituye una innovación política dentro de un imaginario occidental normalmente antidemocrático. En segundo lugar, la voluntad de organizar técnicamente la explotación de la naturaleza y de proveer las necesidades materiales mediante la producción capitalista. Esto ha supuesto un enorme desarrollo económico, aunque enorme no significa ni el único posible ni inevitable: otros desarrollos económicos, menos enormes, pero mejores en otros planos (empezando por la satisfacción de las necesidades básicas) son plausibles. En fin, se encuentra la fascinación por la sociedad occidental, por sus mercancías y por el estilo de vida que llevan asociadas. Estas dos dimensiones son las que los países no occidentales han importado, olvidando la primera –que, por lo demás, repito, se encuentra en tensión con las otras dos.

Castoriadis lamenta profundamente la disolución de la vida social que identifica con un culto a mercancías banales nadando en un océano de individualismo. Creo que obvia dos tendencias: el consumo construye enormes vínculos sociales y el éxito del capitalismo ha sido extender la posibilidad de elegir en el mercado a cada vez más sectores de la población. En segundo lugar, las mercancías no son únicamente fetiches, que lo son, esto es: fuentes de proyección mágica de cualidades que, sin los rituales que las producen, quedarían reducidas a objetos sin cualidades. Son también medios de proyección de valores artísticos: un intelectual siempre sonreirá con desdén ante personas que discuten sobre peinados de moda, pero si se entretuviera en atender encontrarían los mismos rasgos, a su nivel, que en la creación artística: competencia técnica, atención al detalle, sofisticación de los códigos y las combinaciones… Con ese etnocentrismo elitista no extraña que el mundo se acabe riendo de él, de nosotros.

Rescatar radicalmente el imaginario democrático occidental (depositado, con graves limitaciones, en la democracia ática, las revoluciones burguesas y en el movimiento obrero) no puede hacerse sin cuestionar el tecnicismo capitalista ni su desarrollismo. Pero si no quiere ser socialmente muy selectivo, debe, desde el punto de vista de las significaciones culturales, conectarse con los valores expresivos depositados en la actividad de consumo. Tales valores expresivos han permitido que buena parte de las clases populares tengan acceso a un tipo de capital cultural que les permite emular, pero también competir, con las clases altas (entre ellas, los intelectuales). Alguien habló de las cocineras gobernando el Estado. ¿Por qué no los peluqueros y las peluqueras, los monitores de aerobic o los empleados de tiendas de cosméticos, sin dejar de hacer lo que hacen?

Para comprender qué hace tan fascinante su trabajo las teorías de fetichismo de la mercancía ayudan poco. En primer lugar, el fetichismo es la cosa mejor repartida del mundo y las estrellas intelectuales pueden despertar procesos de fijación tan ridículos como los cantantes. La diferencia es que son procesos accesibles a poca gente, lo contrario que los cantantes: por eso triunfan los segundos. En segundo lugar, las mercancías han permitido generalizar formas de componer la propia imagen antaño accesibles solo a una elite. No resulta extraño que la gente desconfíe cuando se les dice que están esclavizados por la moda y el consumo. Sí, puede ser, pero es una dominación que abre campos de acción antaño vedados y no se quiere volver a la situación anterior. Y que no desean ceder. Sin desconectar la expresión humana (ocultada por la crítica masiva y sin matices del consumismo) del capitalismo, y hasta donde ello sea posible, no existen posibilidades para impulsar la mejor de las dimensiones  de occidente: la extensión de la democracia política y económica.

Comentarios

Jose Antonio Cerrillo ha dicho que…
Un texto co-jo-nu-do. Me encanta Castoriadis y coincido en sus puntos fuertes, pero me parece necesario criticar donde flojea. Hace mucho que vengo dando vueltas al tema del potencial crítico y proactivo del consumo, y veo que lo llevas avanzado. A ver si nos echamos unas birrazas intelectuales :-P
José Luis Moreno Pestaña ha dicho que…
Más pronto que tarde!

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