¿Se ha marchado Dios del mundo y nos ha dejado tiritando en
lo que Jacobo Muñoz (Filosofía y
resistencia, Madrid, Biblioteca Nueva) ha llamado la era de la venalidad
universal? ¿Qué era es esa? Marx diagnosticó un tiempo, el nuestro, donde todos
los valores humanos se convierten en valores de mercado y sólo tienen sentido
en la medida en que ayuden a la promoción del sujeto, en suma, a que sujeten a
éste a la lógica del cálculo. Los hermanos Cohen nos ofrecieron en A serious man un retrato de un hombre
bueno que juega dentro de un mundo donde Dios, harto de que los hombres rompan
el pacto, nos ha mandado definitivamente a freír monas. El desgraciado sufría las
acometidas de sus semejantes (su mujer, el rabino, sus colegas de universidad)
hasta que al final se nos anunciaba una gran tormenta. No era, obviamente, la
revolución, sino la venganza divina, una venganza veterotestamentaria que
barrería a los hombres y mujeres convertidos en demonios.
Demonios porque hacen el mal y se hacen el mal. Porque el
cálculo, ya lo sabemos, corrompe las relaciones personales a cambio de nada. El
que calcula no calcula, es decir, no puede prever el significado de sus
acciones. ¿Por qué razón? Lisa y llanamente: ni está informado sobre todas las
variables del contexto que quiere manipular ni tales variables permanecen
constantes. La primera de ellas, entre todas, las personas que entran en el
cálculo: en cuanto se aperciban que les toman el pelo, comienzan también a
tomárselo a los demás y el previsor se convierte en previsto. Tanta previsión
arruina la posibilidad de previsión y el mundo se convierte en lucha grosera de
manipuladores. El infierno, dirían los Cohen, donde solo los monstruos (No es país para viejos) pueden
sobrevivir.
El previsor al que nos referimos, además, tiene un único
fin: ganar dentro del mercado y el que acepta el mercado acepta los fines
socialmente dominantes. Porque existen otras formas de prever. Por ejemplo,
quien sabe que se las ve con malvados, puede desear que, al hacer el bien le
hagan el mal, porque así se entrena mejor en la verdadera faz del mundo. Al fin
y al cabo, si se portan bien, puede que te acostumbres a lo que no debes. Y el
objetivo consiste en ser fiel a la opción por el bien en medio de la venalidad
y la traición. Según Antoni Domènech (De
la ética a la política, Barcelona, Crítica) tal era el proyecto del sabio
estoico. Lo malo no es la previsión y la conducta racional sino los fines de la
misma. Si los fines son la explotación salimos del imaginario religioso hebreo
y entramos en el de Marx.
El de Marx, sin duda, conviene a lo último de Woody Allen. Los
personajes que nos presenta en su última película (Blue Jasmine, masacrada por el caprichoso Carlos Boyero en El País) quieren ganar, todos. El dúo
protagonista, dos hermanas, conocieron destinos sociales divergentes. Una
triunfadora, la otra, en el límite entre el lumpen y la clase trabajadora. Son
mujeres de cálculo. La segunda admira a la primera y le atribuye los éxitos a
su naturaleza. Es mejor porque tiene los buenos genes; ella, que como su
hermana es adoptada, tiene genes de fracasada: desde ese momento, el espectador
sabe que las coordenadas son políticas, pues la mejora del capital humano,
genes incluidos, es el motor del empresario neoliberal. La historia se
desarrolla en la era de la expansión financiera, cuando el marido de la
agraciada, suerte de réplica, cincuentona y fondona, de los niñatos reflejados
por Brett Easton Ellis en Menos que cero,
se entrega a la especulación y a la infidelidad estajanovistas: lo
que haces en el orden de los dineros se recrea, en paralelo, en el orden de las
concupiscencia. La calculadora que triunfa quiere ignorar lo segundo para
disfrutar de lo primero. La calculadora sin genes, la que pierde, arrastra a su
marido, un obrero que ha ganado a la lotería, y que desea convertirse en
empresario, a invertir en el capital financiero. En cuanto los vemos, sabemos
que la perspicacia del tiburón de los mercados (financieros y sexuales) va a
tragarse a los aspirantes al desclasamiento por arriba. Y eso pese a que la
calculadora B, la pobre, podía haberse apercibido que el susodicho jugaba a la
estafa, a que los demás confiasen en él y, con tal “capital” de confianza,
poder desplumarlos.
En fin, un día la ganadora pierde también porque la cosa
alcanza un límite por el cual no puede pasar. La retención pasional, el
autoengaño, encuentra también sus obstáculos psicológicos y deja de resultar
viable. Vuelve entonces con la hermana perdedora y, al hacerlo, intenta
iniciarla en el arte del amor, y se convierte en una Marquesa de Merteuil
atiborrada de Xanax. Curiosamente Woody Allen solo presenta como resistentes al
cálculo a los hombres de la hermana desafortunada (pues ésta se separó del
desplumado, con quien tiene dos hijos, y
se juntó con otro obrero) en los genes. Son dos trabajadores, de costumbres
poco sofisticadas, pero de pasiones fuertes: aman sin condiciones y, sobre
todo, no olvidan a los que toman el pelo. Funcionan como una suerte de coro trágico
que advierten a su amada de que nunca va a ganar en el juego de su hermana,
aunque el espectador sabe de antemano que el amor femenino por las cosas del
gusto (obvio decir: efecto de la división sexual del trabajo y de la dominación)
pone a la débil dentro del sistema de valores de la fuerte.
Allen arriesga mucho porque no son precisamente santos. Los
que aman odian y a veces rozan la violencia. En el cine, me rodeaban, como
suele ser normal, un coro de comentaristas, auténticos Aquiles de la
verbipotencia (que exclamaría Ortega) y su reacción era significativa. Jaleaban
el camino por el que la hermana perdedora se alejaba de los pringados e imitaba
a la triunfadora y, en ese sentido, mostraban que recibían como modelo aquello
que la película situaba como un error monstruoso. La hermana triunfadora,
repito, había dejado de ser un objeto de lujo dentro de la burguesía
triunfadora, pero, en cuanto podía, intentaba recuperarse. De todos modos en el
camino se desgastó y ya solo mantenía el equilibrio con la camisa de fuerza química.
Los triunfos son cada vez más precarios, hasta la caída definitiva.
Decía que en el cine, al menos en el coro que me tocó en
suerte, se jaleaba el lujo. Las mansiones de San Francisco, el repulsivo jazz
pijotero y sus ambientes de falso ensueño, la lucha por conseguir cuanto puedas
mientras intentas engatusar a un primo o a una prima con una pasión de cartón
piedra. Me gustaría haberles preguntado qué pensaban cuando la de los malos
genes se salva volviendo en brazos del antihéroe por excelencia o si no veían
que el director nos estaba hablando de política desde el principio, de las
consecuencias de abandonar la inversión productiva (orden de los dineros) por
la especulación financiera y de su correspondiente subjetivo: la transformación
del amor, narrativa a largo plazo, por la evaluación constante de aquello que
te mereces, que tú te mereces, caiga quien caiga (orden de los afectos paralelo
al orden los cuartos).
La experiencia me indica que, a lo primero, seguramente me
hubieran contestado que todos tienen derecho a ser felices y que si alguien no
hace por ascender y se entrega a amar es porque no puede hacer otra cosa. Es un
débil. Lo segundo, ni lo hubieran visto ya que, a tenor de lo que decían,
preferirían al pijo sofisticado que a los perdedores socialmente honrados (pues eso: ¡pringados!) y afectivamente primarios.
Juan Carlos Rodríguez (De
qué hablamos cuando hablamos de marxismo, Madrid, Akal) constata que nadie
entiende el lenguaje de la izquierda, entre otras cosas, porque la política ha
dejado de interesar a hombres y mujeres consagrados a la conquista de la
felicidad. Yo añadiría algo completamente compatible: incluso a mí me cuesta
entender a algunos colegas de izquierda, dado el nivel de pedantería reinante. Aún
menos cuesta seguirlos cuando una contempla, entre los jefes (algunos perfectos
reflejos carmesí del especulador neoliberal, pero en política. Por decirlo con el estilo de Lenin:
locomotoras neoliberales pintarrajeadas de rojo), la distancia entre lo que
dicen y lo que hacen y se comprende bien que la sociedad se separe de ellos y
se refugie en sus vidas. Para que te tomen el pelo con grandes ideas (difíciles
de comprender hasta para los iniciados) y políticas de tahúres, que te lo tomen
con el sexo y con los cuartos. A lo último nos ha entrenado el capitalismo a
todos, a lo segundo solo a unos cuantos. Por ende, el primero es juego más
democrático y cuando en un juego no sabemos jugar nos aburrimos y huimos de él.
Total: perder se pierde casi siempre pero poder participar es un consuelo y,
además, aunque globalmente se pierda –si miramos el mundo desde la perspectiva
del sistema social- localmente se pueden obtener victorias y dejar con cara de
tontos a unos cuantos primos. Para eso, explica Rodríguez en otra obra (Tras la muerte del aura, Granada, EUG),
se necesita estar solo, competir en cada plano de la vida, y concentrarte en tu
imagen corporal, verdadera ciudadela de la empresa individual. Si los
juegos capitalistas resultan más atractivos (solitarios, competitivos y corporeístas, según Rodríguez)
es porque resultan más accesibles al común que aquellos que propone la
izquierda. Que a veces son, en el fondo, lo mismo pero con recursos políticos y
culturales únicamente al alcance de unos cuandos elegidos. Esto es largo de desarrollar e intentaré hacerlo en un próximo libro.
En cualquier caso, Juan Carlos Rodríguez lleva razón en que
la única esperanza, para quienes deseamos salir de este orden de cosas, consiste
en dibujar otro horizonte de vida, después de clarificar
que, en este, en el que juega la gran mayoría, siempre tienden a ganar
globalemente (pero no localmente y esa es la clave: por eso la gente cree en el juego) los mismos. Para ser felices debe abandonarse el horizonte del cálculo
y solo entonces podremos vislumbrar si los juegos cooperativos, donde nadie
funciona con agendas ocultas, nos hacen más felices.
¿Y si no? ¿Y si el capitalismo fuera irreversible? Deberemos
prepararnos para vivir en el mundo de los hermanos Cohen (pero sin Dios que se
vengue) y quizá, en el cálculo de preferencias, a la larga sea más
bueno y hasta más rentable hacer como el sabio estoico: preferir que respondan
al bien con el mal porque así se entrena uno en las peores circunstancias
posibles. Seguramente, y de ahí lo rentable, acabe atrayendo a gente similar.
Comentarios
1. Está empezando a ser sustituido por el cálculo, del que hablas. Pero un cálculo que no surge, como en el habitus vivo y enérgico, de la capacidad para hacer de lo nos rodea un campo de problemas y, desde ahí, responder creativamente, inventivamente. No. Se trata de un cálculo sin invención ninguna, como si quisiese seguir normas presuntamente apriorísticas o meramente reglamentadoras. Pierde así su potencia irreglable, esa falta de regla de la que surge cualquier cálculo, esa que emerge de la improvisación creativa.
2) El habitus, por otro lado, se está descomponiendo en la medida en que es arrasado por una lógica oposicional. El todos-contra-todos es lo que paraliza al habitus, que se alimenta, más bien, del todos-con-todos.
Tu amigo Luis Sáez.
Las fuentes prediscursivas del habitus (las fuentes no disponibles, que no se encuentran a disposición del yo) se han secado en favor de una racionalidad empaquetada y miope. Por eso se venga el cuerpo, porque la riqueza de los contextos no se deja agotar por ninguna regla general de lo bueno y lo saludable.
Un abrazo muy grande,
Pepe
El comentario de JL no lo entiendo, racionalidad miope?, Venganza del cuerpo???
Gracias por aclarar tan imprescindible debate en la era de la venalidad, la instrumentalidad y la mercantilización de la vida,
Jose´,
sociólogo
Miope porque el cálculo, al final impide calcular, dado que todos calculan todo el tiempo. La paradoja del manipulador es que se acaba rodeando de manipuladores y no puede manipular a nadie.
Venganza del cuerpo, en el sentido de enfermedades, porque sin la calidad expresiva la vida es algo que puede darnos triunfos pero acaba desertizándose.
Un abrazo
JL
Saludos,
Emanuel