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Como viene siendo habitual, los hermanos
Coen vuelven a confrontarnos, y lo hacen de manera cada vez más alusiva y
oscura (lo que no es mérito de nada, deberían saberlo), al problema del sentido
del mundo y de la responsabilidad humana. De nuevo, como en Barton Fink, nos la
vemos con un artista y sus tribulaciones para ser reconocido. De nuevo, la
película parece sembrada de símbolos de lo divino o lo preternatural: los
gatos, un cowboy misterioso (como el del Gran
Lebowski y que recuerda al de Mulholland
Drive de David Lynch: América piensa su ser, sus fundamentos, con sombrero
tejano) y, de nuevo, tenemos dificultades para saber si los símbolos van en
serio o son un simple recurso para inyectar profundidad donde no la hay.
Pero vayamos a la película. Un artista
intenta invertir en la gran trama de azar que es el éxito musical. Es bueno,
muy bueno, pero con él no sonríe la fortuna. La película nos sugiere que un
poquito después podría haber seducido a la suerte. Cuando lo vemos retirarse derrotado,
comienza a cantar, en el mismo tugurio, un primerizo Bob Dylan. El mundo del
arte es la primera gran trama de opacidad que recorre la película. Esa opacidad
aparecía simbolizando al sistema, a la estructura conjunta, en todas las
películas: los ricos de Lebowski, el entramado hollywoodiense en Barton Fink, la comunidad universitaria
y hebrea en Un hombre serio, pero
aquí se convierte en un puro jeroglífico: el poder en el arte aparece poco,
ciertamente se asegura la sumisión de quienes entran por su puerta (el
empresario follador del tugurio, el más moderado de Chicago que recomienda el
trío), pero no determina los acontecimientos que, en sí mismos, no tienen
más sentido que el de un caos en el que los individuos toman pequeñas
decisiones.
Nos vamos a las pequeñas decisiones que
son la clave de la película. Un artista vive consagrado a su arte y, como decía
Brecht, hace el amor sin prestar atención, indiferente a las consecuencias. Él
jode sin importarle si es la chica de un amigo o no; si hay malas
consecuencias, pone cara de pena, se emborracha y paga un aborto. Sucede que
las compañeras/víctimas tampoco son dignas de lástima pues, nos enseña la
historia, la más moralista de todas reparte más favores sexuales de los que confiesa -y a individuos peores que el protagonista. Nuestro hombre
actúa en el amor como lo hace con su familia y como lo hará cuando se encuentre
en una situación de necesidad. Cuando se encuentre en ésta actuará
como un completo egoísta, un auténtico demonio y con su cara de perpetua pena
abandonará al frío y a la noche a un enfermo y a su único objeto de cuidados
(el gatito que organiza la historia). Bourdieu escribía que un pequeño burgués
es un proletario que se hace muy pequeño para poder ser un burgués y nuestro
artista es tal cual: siempre en busca de un lugar en el que dormir, siempre
pidiendo a los demás, siempre dando pena y todo ello, eso sí, con una
conciencia muy sartreana, muy de artista iluminado. En La Nausea, Sartre se escandalizaba de los burgueses, para los
cuales bastaba con existir. La frase se escurre en uno de los diálogos del
artista con la hermana, a propósito de su padre: él no quiere la vida del
progenitor, que era solo existencia mientras que la suya es algo más elevado.
O promete serlo. Porque lo que aparece es
un despliegue de doblez con consecuencias luctuosas: un hijo del que ni se sabe
su existencia (él pagó para abortar y no se enteró del desenlace), un amigo que
se suicidó (y la película sugiere que nuestro héroe de perpetua cara de pena
tuvo mucho que ver) y todo ello para borracheras, vacío y soledad. Ya que, como
dijimos, la fortuna le sonreirá al que llegará justo después de él.
La miseria moral de la sociedad de
artistas (y en general de intelectuales: sociólogos, filósofos, ensayistas
varios, escritores…) ha sido retratada con profusión. La existencia de personas
sin moral, de auténticos pícaros que se presentan como víctimas de un gran
ideal y que siempre tienen un argumento para apartar cualquier inquietud, es
una realidad. Ese cinismo es, antes que todo, cinismo respecto de uno mismo,
mentira sobre lo que uno es: un auténtico mierda al que su palabrería
intelectual le ayuda a ser más mierda aún, un mierda sin complejos, un mierda
sin conciencia de culpa: todo por su arte, por publicar, por publicar antes,
por recibir más reconocimiento. En eso, los hermanos Coen dan en el clavo
acerca del imaginario dominante en nuestras sociedades –o de la sociedad que
comenzaba a perfilarse en los años sesenta del siglo XX. Castoriadis tiene escrito que el mito de
Edipo nos imponía pensar a los demás como algo más complejo que un simple
objeto de deseo y que eso lo hacía absolutamente verdadero. Francisco Carballo,
con el que vi la película, atinaba señalando que se retrataba el mundo de la Generación Beat. Esa imaginario, el del
artista que desde los caminos, on the road, llega a la cima del mundo ("Mamá, ¡he llegado a la
cima del mundo! gritaba James Cagney en Al
rojo vivo) juega un papel de primer orden en nuestro capitalismo de
artistas, de creadores, de gente consagrada a su obra: basta mirar un video de la MTV o un anuncio de Desigual para encontrárselo. Y los demás son algo más
que soportes para tu puesto universitario, tu promoción, tu arte, tu artículo,
tu libro o tu red de influencia, tu energía emocional o tu control del espacio
de atención ¡ruín!, parecen decirnos los hermanos Coen. Y aciertan. Se
olvidan, cada vez más, de señalar que ese imaginario no depende solo de la étic individual, sino también de las formas de poder social. Se centran
cada vez más en los artistas y olvidan que estos nadan en el capitalismo. Y el
capitalismo es más que opacidad y azar. La ética individual importa pero no es
lo único: el imaginario del que depende es el de un arte sin otro objetivo que eliminar competidores, un arte capitalista o muy mediatizado por el ejemplo empersarial. Otro tipo de sociedad no creará hombres y mujeres justos y buenos, pero quizá construya otros modelos de ser humano, entre ellos el de creador, menos nocivos.
Comentarios
Un abrazo
He abierto un blog sobre cine y filosofía
http://filosofiaconcine.blogspot.com.es/ que me gustaría que visitaras, sobre todo para que dieras un mínimo comentario sobre las dos películas anteriores que ví ( si las has visto, claro).
También querría pedirte ( aunque sé que hay algo de acoso en utilizar tu blog para decírtelo, pero ya puestos) que cuando tengas un momento dieras una ojeada al último post que escribí sobre Foucault.
Un grana abrazo
esta henchida de profundidad cinematográfica. Los Coen no son politólogos. Sus angulaciones, montajes o movimientos de cámara, responden a un lenguaje ÚNICO (no a un prurito estético) y en el manejo absoluto que poseen sobre ese lenguaje, tenemos la perspectiva desde la cual se les debe valorar. Reitero que en todos los demás contenidos del blog al margen de los referentes al arte, le tengo una absoluta estima. Saludos.
Vi la película ayer y hablando después con Mónica y Natalia salió Searching for sugar man, la película que narra la historia de otro cantante, Sixto Rodríguez. En ella se presenta un modelo de ética individual, también de un artista fracasado, opuesto al de Llewyn Davis y que tiene otros referentes socio-políticos: valoración del trabajo (en este caso manual, como el del padre al que desdeña Llewyn Davis), compromiso político desvinculado del medio artístico, valoración de la cultura (también de la académica: lleva a sus hijas a museos y se gradúa en la universidad; lo opuesto al desprecio que Davis alterna con la sumisión a la pareja de intelectuales) y un proyecto de vida compatible con el cariño de otros seres humanos: amigos, pareja, hijos...
Pero el problema que señalas al final, desvincular la ética individual de las formas de poder social, hace que también una ética admirable pueda ponerse al servicio del mismo relato del mundo: el mundo del arte es imprevisible y, además, algunos empresarios de la música son unos sinvergüenzas. Pero al final se hace justicia y el genio (que además era buena persona, pero eso solo resalta aún más lo injusto de su fracaso) tiene el reconocimiento que se merece: el sistema funciona y acaba premiando a los buenos. Porque ese es el premio del artista: el reconocimiento de ese mismo medio arbitrario y sin escrúpulos que cuando le rechaza es despreciable y cuando le acoge otorga pleno sentido a su existencia y justifica todo lo que le llevó hasta ahí.
Natalia decía que lo interesante de Sixto Rodríguez no era el éxito o el fracaso, sino que siguió escribiendo música cuando dejó la carrera artística, para él, para su familia o sus amigos. Pero la intención que parece guiar la película de Searching for Sugar man (y el reconocimiento que ha tenido): la recuperación de un artista olvidado injustamente por el mundo, recuerda más a Llewyn Davis cuando se enfada con sus "anfitriones", después de cenar y dormir en su casa, y les grita que él vive de su música y que no toca la guitarra si no cobra. Podía fregar los platos, por lo menos...
Un abrazo,
Jorge