Epistemología política de la exclusión (algo más sobre las implicaciones filosóficas del debate sobre la Corrala Utopía)
Cualquier científico social conoce un dilema que ya se trató, en caliente, en otra entrada del blog. Cuando
categorizamos la realidad social pasa algo que no ocurre cuando categorizamos
un neutrón. Éste no conducirá su comportamiento contando con nuestra
clasificación, la cual resbalará en su actividad. Distinto sucede con las
personas: al clasificarlas podemos influir en ellas y transformamos su modo de
actuar. Fundamentalmente cuando convencemos a los demás de lo correcto de
nuestra clasificación y, por ejemplo, aquellos que tienen poder deciden
integrarla como criterio de acceso a los recursos. Por ejemplo, como expliqué
en Moral
corporal, trastornos alimentarios y clase social (Madrid, CIS,
2010, véase capítulo 3), la existencia o no de trastornos alimentarios como una
patología autónoma (y no como síntoma de otras enfermedades) es transciende,
con mucho, la compleja epistemología de la psiquiatría. También tiene que ver
con la creación o no de unidades específicas de tratamiento y de cómo estas
privilegian o no determinadas demandas de los implicados: grupos de
profesionales de la salud, de las familias, de las afectadas. Con esto no estoy
diciendo que el concepto de trastorno alimentario sea un simple resultado de
relaciones de poder. Es algo que, lo llamemos como lo llamemos, existe y
resulta devastador y, por tanto, requiere atención pública. Designa una
realidad; pero sucede que, sobre ella, siempre caben otras designaciones que
pueden modificar a) cómo se ven a sí mismos los afectados b) cómo los tratamos
y se tratan. El mundo se presta a diversas clasificaciones y, cada una de
éstas, además de sus méritos científicos (describe más casos empíricos y
plantea nuevas oportunidades de conocimiento e investigación) tiene también
efectos políticos. Los que estoy diciendo se inspira en las propuestas
convergentes de dos sólidos filósofos del conocimiento: Ian Hacking (véase ¿La construcción social de qué?) y John Searle
(La construcción de la realidad social).
En estos días, y a propósito de la crisis de gobierno
en Andalucía, una de tales categorías, la de exclusión social, sirve de ejemplo
de cuanto digo. Un periodista, Antonio Avendaño (“¿Cuántas personas de la Corrala se encuentran en exclusión
social?”, Andaluces.es, 10 abril de
2014), con reputación de progresista, planteó la pregunta de cuánta
gente de la que vivía en la vivienda ocupada se encontraba excluida. Una parte
muy amplia de la prensa y de la opinión ilustrada, me ha parecido a mí,
coincidía con él: en la Corrala Utopía había algunos necesitados pero, más de
uno, eran unos aprovechados. No estaban excluidos.
Para no extenderme demasiado en prolegómenos,
subrayaré dos cuestiones previas. La categoría de exclusión social sirve para
gestionar el reparto de los recursos públicos según ciertos supuestos –mejores
o peores, ahora no viene al caso. Pero en Andalucía la cuestión que se dirimía
era la de qué hacer con las personas que, desde 2012, ocupaban unas viviendas
de IberCaja, en un momento en que los desahucios, con sus consecuencias humanas
devastadoras, producían una emoción muy viva en todos nosotros. Entre otras
cosas porque empezamos a comprobar cómo los poderes financieros podían
convertir en precaria nuestra existencia, incluso cuando creíamos que esta se
encontraba en la zona de seguridad y de integración.
Queda por hacer un balance de los tremendos estragos
de esta crisis y de su resolución. Lo cierto es que, por suerte, ante los
estragos, muchas personas dijeron basta. Obviamente, la gente que se moviliza
no coincide con quien tiene más necesidad según las categorías administrativas.
Y decir que toda movilización es ilegítima si no la protagonizan los más miserables,
y solamente ellos, es tener una concepción muy torcida de la democracia. Se
moviliza quien desea ser libre y no tener miedo y, para serlo, se necesita que
a uno le protejan en el trabajo, en la salud y la educación y, más que nada, en
la vivienda. Se moviliza quien cree que, sin el coste de meterse en política,
es muy difícil que esos bienes, condición de la libertad, se resguarden.
Vayamos con el concepto de exclusión, sobre el que
versaba el citado artículo. Cuando surgió, y antes de instalarse como una
especie de visión del mundo, el concepto despertó enormes alertas. Jeannine
Verdès-Leroux (Le travail social,
Minuit, París, 1978), en la época una socióloga inspirada en Bourdieu, criticó
con ferocidad el libro pionero de René Lenoir (Les exclus, 1974). El concepto servía, argumentaba Verdès-Leroux,
para ofrecernos una lista de personas pobres, desfavorecidas, como si estas
surgiesen de dificultades de adaptación y no del funcionamiento del mercado
capitalista y del modo en que distribuye las oportunidades de empleo,
educación, salud y vivienda.
Muchos años después, un gigante de la sociología
contemporánea, Robert Castel, abordó de nuevo la cuestión. Tal vez algunos
consideren que la Verdès-Leroux de la época era muy izquierdista. Robert
Castel, sin embargo, fue una persona políticamente muy moderada.
Castel (véase por ejemplo L’insécurité sociale. Qu’est-ce qu’être protegé?, París, Seuil,
2003: edición española de 2006) insistía en la misma
idea: el concepto de exclusión vale sociológicamente muy poquito. Nos dice que
a los individuos le faltan una cantidad de recursos o de relaciones, pero no
nos cuenta la razón. Y la razón es la pertenencia a ciertos grupos sociales
cuyas condiciones de vida tienden a degradarse. Entre esos grupos algunos
llegan al extremo de perder el completamente el contacto con la vida integrada.
Pero solo son el proceso final de un proceso de vulnerabilidad que afecta a
quienes tienen problemas con el empleo, la protección social o la vivienda.
Además, algo importante, mostrado por varios estudios, y que me explica el
profesor de la Universidad de Córdoba José Antonio Cerrillo Vidal: ponerse demasiado
estrictos genera un efecto perverso para la gente vulnerable ya que resulta
mucho más probable que, sin ayuda y gracias a la rigidez de los clasificadores
de pobreza, se precipiten en la exclusión. Felizmente, en la crisis, se han
movilizado personas que, sin llegar a la exclusión, consideraban que ya estaba
bien de vivir con miedo permanente porque, cada día más, el capitalismo
financiero fragiliza nuestros empleos, nuestras colegios y centros de salud o
la posibilidad de lograr o conservar un techo. No puede calcularse el efecto de
su movilización, pero creo que puede asegurarse algo: sin ella, las cosas
estarían peor para todos, también para muchos de los que ayer no hicieron nada
y hoy consideran escandalosas sus reivindicaciones.
Excluidos o no, las personas deben movilizarse y
exigir ser libres. Para eso vivimos en una sociedad liberal: y para poder
conducirme con libertad, no puedo tener el miedo enclavado en lo más íntimo.
Con miedo, no puedo contradecir razonablemente a mi jefe. Tampoco puedo salir
en mi día libre a correr porque no puedo pagarme la atención a un resfriado
Tampoco puedo tener una mínima vida social si temo afrontar una hipoteca
imposible o asegurar la financiación del colegio de mis hijos. Con miedo, en lo
básico, no soy libre.
Quien intentaba separar a las personas excluidas de
las personas vulnerables comprende mal el concepto: el caso extremo llega
cuando los casos vulnerables no se protegen; las diferencias de grado entre un
vulnerable o un excluido no permiten establecer distinciones tajantes. Primera
obligación: ser muy claros acerca de qué decimos cuando empleamos ciertas
categorías. Si sobre exclusión se supiese lo que explicaba Robert Castel (un
autor de escritura elegante y comprensible), me temo que nadie habría excluido
de la vulnerabilidad a una persona con un contrato de seis meses. El
Ayuntamiento de Sevilla habla, presume, desde la transparencia y la objetividad
al decir que la gente de la Corrala no se encuentra en riesgo de exclusión.
Creo yo que, ese baremo, que puede ser útil y debe respetarse para ordenar el
acceso a los recursos (eso nadie serio, nadie, lo pone en duda). Pero si se utiliza así no es ni transparente ni objetivo, es alienante
y arbitrario. Un ejemplo de cómo los
conceptos cuando se convierten en fetiches administrativos, cuando olvidamos su historia y la
complejidad de qué significa validarlos y verificarlos, se convierten en un
mostrenco.
El escándalo no es que las personas vulnerables (todas
ellas, diríamos con Castel, están en riesgo de exclusión) reclamen protección.
El escándalo estriba en que existan recursos públicos inutilizados cuando
sabemos que, además de los casos extremos, se encuentran otros muchos en camino
resultado lógico de la degradación y la precariedad de la vida normal. Eso
debería escandalizar a la prensa que se burla de los habitantes de la Corrala: que
los muchos, parece que más necesitados que ellos y que ahora descubren, no hayan
recibido atención. Lógicamente:
esas personas deberían aprender de la gente de la Corrala, si no los burócratas
se duermen y quienes hoy los descubren para atizar a otros desheredados, mañana, hoy mismo ya lo hacen, los olvidarán. Porque que las
personas se movilicen para no acabar en la miseria debería ser motivo de
orgullo y de admiración ciudadanos, indicador de que saben cuidarse a sí mismas
y a la colectividad a la que pertenecen. Pero en este mundo, el mismo que sigue
tratando con deferencia a los culpables de la crisis, es motivo de
estigmatización. Con esa ideología seguro que nos quedaremos donde estamos. O,
más seguro aún: descenderemos más abajo.
Ojalá este ejemplo sirva para que recordemos cuánto
nos jugamos cada vez que clasificamos. Categorizar es describir y juzgar.
Describir y juzgar tendrá o no virtudes científicas pero, muy a menudo, tiene,
con o sin calidad científica, consecuencias políticas. Los científicos
sociales, los trabajadores sociales, los psicólogos debemos recordar que los
conceptos describen realidades que reaccionan a los mismos y que se prestan a
múltiples utilizaciones. A veces, muy torcidas.
Comentarios
Un abrazo