Durante un seminario, y a propósito de
una exposición de Francisco Carballo y Adriana Razquin, estuvimos debatiendo
sobre el problema, planteado por Daniel Gaxie, de las retribuciones del
militante. Con el presente post solo quiero, para consumo interno de los
participantes, contribuir (sin conseguirlo) a acotar este problema de manera
que sea útil en la descripción de las entradas y salidas de las organizaciones
y los movimientos sociales.
Primero, algo que señalar sobre el
concepto de retribución. Inmediatamente, como veía Gaxie al comienzo del
artículo, tendemos a asimilarlo con la idea de Weber de los dirigentes como
empresarios políticos que pretenden el poder. De este modo, se plantean varios
problemas. El primero, las razones de la gente que se suma a dicha empresa. Si
es porque esperan recoger los dividendos de la victoria, queda sin explicar la
militancia ideológica, fundada en la adscripción a una causa, sin reflexión
explícita y consciente sobre los beneficios.
A propósito deben separarse dos formas de
racionalidad. Una primera consiste en un cálculo de los beneficios de una
acción. Supone una escala de preferencias, es decir, que pueden ordenarse el
conjunto de los bienes dentro de una jerarquía. Con esta se apuesta por lo que
permite alcanzar la preferencia. En esta forma de racionalidad el agente
calcula explícitamente.
Una segunda forma de racionalidad procede
de vincular una conducta a un resultado por parte de un observador exterior
–por ejemplo, un analista. Ahora bien, esa conducta no se experimenta como un
cálculo por el actor. ¿Por qué? Puede ser porque el autor no sepa, no quiera,
no pueda o no deba construir una jerarquía de preferencias. Por ejemplo, el
actor no sabe, no quiere o no puede calcular los réditos de traicionar a un
amigo para escalar en una organización política. Los bienes de la amistad y la
promoción son, sencillamente, imposibles de incluir dentro de una jerarquía
común de preferencias. El actor no es un ignorante guiado por la inercia o por
el fanatismo: es alguien a quien repugna el cálculo de ese tipo. Sucede, a
veces, que esos actores, por esos comportamientos, obtienen beneficios:
admiración, carisma, etc. En esos casos, podemos decir que, en esos entornos
(en el caso, organizaciones políticos) funcionan pautas económicas diferentes,
que penalizan al actor calculador –al del primer tipo de racionalidad.
Brevemente: el interés analítico de la
noción de retribuciones militantes estriba en su capacidad de explicar las retribuciones
del segundo tipo de racionalidad. Para la primera, basta con cálculos
económicos estándar. Evidentemente, tal racionalidad existe y buena parte de la
crisis de la política y de los movimientos populares se encuentra en que la
gente, proclamando la segunda racionalidad, actúan groseramente como en la
primera. La decepción de la política, completamente racional (en el sentido de
la racionalidad no instrumental), aparece entonces: los ciudadanos comprueban
que, detrás de la cháchara moral, se esconden empresarios. Eso les repugna
moralmente, pero es que, si hacen cuentas, tampoco les salen si se colocaran en
el primer tipo de racionalidad. Los dividendos solo podrán alcanzarlos un
pequeño grupo de cortesanos del empresario, o los accionistas principales de la
sociedad limitada publicitada como partido u organización social. De hecho, un
buen número de prácticas típicas de las Cortes o las sociedades limitadas
describen bien la actitud de los dirigentes que quieren restringir el acceso a
los centros de poder. La elevación del coste de entrada vía la purificación
ideológica, la cuarentena permanente de los disidentes, la estigmatización de
cualquier pretendiente es lo que permite, de hecho, mantener limitada la corte
o los accionistas. Muchas querellas ideológicas, personales, de principios que
sacuden las organizaciones políticas son percibidas desde el exterior, con
mucho realismo, como intentos de restringir los niveles de acceso a las
gratificaciones de la elite. Así, por ejemplo, un caso típico puesto por Gaxie
(p. 137): los intelectuales que persiguen en la política la audiencia que no
consiguen en el medio académico se convertirán en vigilantes encarnizados de
que nadie les robe la notoriedad asociada a la causa. Buena parte de su
actividad consistirá en anatemizar al concurrente presentándolo como elemento
extraño mediante la complejización de los requisitos intelectuales de acceso a
la atención militante. El barroquismo de buena parte de las disputas intelectuales ligadas a la
política, cómicamente inaccesibles a la gente común, muestra que estas se
producen para monopolizar el acceso al centro de atención vinculado a la causa.
Lo mismo podemos pensar con otras clases de arribistas que promueven otro tipo
de capitales. Por ejemplo, el capital guerrero: siempre habrá agentes que, con
su capacidad de riesgo y sacrificio, elevarán las condiciones de pertenencia al
campo político. La clave es que estos individuos tienen una escala de preferencias
y que actúan –con éxito o no, es harina de otro costal- siempre con idéntico
tenor.
Pero si la idea de retribuciones militantes
tiene valor procede de su capacidad de explicar el compromiso de agentes
guiados por considerandos no exclusivamente instrumentales: porque sus cálculos
son ambiguos, porque anteponen consideraciones morales a consideraciones
instrumentales. Puede ser que, a posteriori, el analista encuentre que, debido
a que los entornos premian a esos agentes, estos podrían ascender. Lo cual
supone dos cosas: que esos entornos existen y que motivan a los individuos.
Ambas afirmaciones deben detallarse empíricamente, pues podría suceder que la
posibilidad teórica no tuviese correspondencia empírica.
La mejor descripción de esta segunda
posibilidad se encuentra en la descripción, propuesta por Antoni Domènech (en
su nunca suficientemente alabado primer libro) de la tangente ática en la
relación de los bienes privados y públicos. ¿En qué consiste? Un agente
considera que, la condición para su bien íntimo, es comportarse cívicamente y
colaborar con sus conciudadanos. Tal y como gobiernas a los otros así te
gobiernas a ti mismo. Quien se burla de los demás, quien juega con ellos,
acabará 1) siendo burlado 2) percibiéndose como un ciudadano indigno: según
Aristóteles, como una bestia o un dios, alguien que, por su excepcionalidad, no
merece estar en la ciudad. Para
sentirse digno, bien consigo mismo, no al nivel de una bestia o no delirando
ser un dios, el individuo pretende colaborar lealmente alrededor de valores compartidos.
Un observador exterior podrá contemplar, a posteriori, que así obtiene más
beneficios que persiguiendo manipular, pero son subproductos de la acción: se
logran única y exclusivamente porque no se buscan.
Considero que la economía de los bienes
simbólicos de Bourdieu es un intento de reconstruir cómo funcionan los
intercambios cuando no son explícitos, cuando los individuos no
esperan recompensas de sus acciones y, sin embargo, gracias a estas, los tienen. Integra, por tanto, a la tangente ática como un ejemplo de economía de los bienes
simbólicos. Pongo otro ejemplo. Ortega señalaba: filosofar es irse a discutir a la isla de los
muertos, esto es, con los grandes filósofos que se convierten en el referente
de lo que haces y escribes. Si te restringes a las conversaciones con los
vivos, si buscas agradarles, te conviertes, si lo logras en alguien popular,
como lo son los demagogos. Muy pronto se te olvidará y como filósofo nadie
vendrá a conversar contigo cuando hayas muerto. El bien privado, de quien se siente auténtico filósofo, exige abandonar la sumisión a audiencias degradadas. La comunidad de los filósofos se beneficia de la virtud individual de los miembros
Con todo esto ya entramos en otros
desarrollos (cómo se compagina la teoría de juegos de Domènech con las
descripciones y la teoría de Bourdieu) que exigirían más espacio y me harían perder, aún más,
el hilo; que era: la descripción de dos formas de racionalidad (una con y otra
sin cálculo explícito) y los correspondientes dos niveles en que debe pensarse
la tesis de la retribución política.
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