Continuo la entrada anterior. ¿Qué en los
hechos los hace tan sensibles a la falsificación? Creo que dos elementos.
El primero es
que los hechos no siguen una lógica estricta. Cada momento del presente
contiene varias posibilidades. La materialización de una sola es resultado, a
menudo, de encadenamientos poco previsibles. Matizo lo de poco previsibles ya
que el grado en que una realidad lo es depende, a menudo, de los recursos con
los que se cuenta para imprimirle tu intención. Arendt suele ignorar esta
dimensión, y es fundamental.
Esta
imprevisibilidad choca con la tendencia que tenemos a imprimirle un sentido.
Necesitamos insertar lógica en los hechos y la manera más sencilla consiste en
atribuirlos a un agente, o grupo de agentes, todopoderosos. Estos salvan la
lógica a costa de la verdad de los acontecimientos. Tal es la fuerza del
dogmático: siempre encuentra un sentido y siempre, cuando se confronta a un
público que desea creer, un público de crédulos, tiene ventaja sobre el que
muestra por donde transcurrió la realidad. El dogmático siempre tiene una
explicación a propósito para salvar la propia previsión. Demos la palabra a
Arendt, siempre en "Verdad y política": “Como el falsario tiene libertad para modelar sus “hechos” de tal modo
que concuerden con el provecho o el placer, o aun con las simples expectativas
de su audiencia, lo más posible es que resulte más persuasivo que el hombre
veraz. Es muy cierto que por lo común tendrá la verosimilitud de su lado; su
exposición será más lógica, por decirlo así, porque el elemento inesperado –uno
de los rasgos sobresalientes de todos los hechos- ha desaparecido
misericordiosamente”.
Luego sucede
que los hechos son difíciles de captar porque su secuencia exige una atención
constante y un trabajo enorme para no ceder a las propias tentaciones. Luciano
Canfora (El mundo de Atenas) lo muestra maravillosamente a propósito del primer golpe oligárquico en
la democracia griega, el gobierno de los Cuatrocientos.
En su libro muestra que el golpe tuvo un testigo de excepción y que se sabe
leer Tucídides nos muestra que él estaba en el meollo interno de la conjura, es
decir, que era partidario de la misma. Su relato, de enorme densidad
etnográfica, muestra las idas y venidas del camaleónico Terámenes, quien pasó
de impulsor del golpe a situarse como vencedor de la conjura. Esa capacidad de
jugar a todas las barajas, común a muchos de los políticos de éxito, nos lleva
a pensar, a menudo, que la política, es el arte de la estafa y el monopolio de
los trileros. Por eso salvar los hechos resulta fundamental y despierta tanto
odio, tanto entre el trilero como entre quienes lo siguen o le otorgan
cobertura doctrinal. Lo terrible, y en eso el ejemplo de Tucídides tiene un
enorme valor etnográfico, son las condiciones de posibilidad de registrarlos:
debe uno estar dentro de la conjura, no como un espía, sino como alguien
convencido, que no ha anulado los ojos de su cuerpo con los relatos de su
mente. Porque, como señala Canfora, Terámenes ha tenido una enorme fama, un
ejemplo de político moderado. La Historia de la Guerra del Peloponeso es una
auténtica historia del presente, una etnografía y la distancia de Tucídides es
la de un actor que no abjura de su capacidad de ver y de registrar lo que
sucede. Tucídides no era amigo de la democracia, lo cual no le lleva a ridiculizarla. Fue amigo de los
Cuatrocientos, y lo dice, pero eso no le convierte en un gestor de la
propaganda.
Arendt presenta
la soledad como una condición de la imparcialidad. ¿Por qué? Simplemente porque
ver con los ojos del cuerpo tiene escaso fuste ante otros testimonios: tú dices
una cosa y un falsario otra y la opinión común ante dos argumentos iguales cede
al más fuerte. En política además solemos vérnosla con grupos organizados en
los que, como señala Arendt, el gregarismo militar es tan fuerte entre las
personas cultivadas como entre las que no. Pero esa tendencia a la inercia
depende de dos factores. Arendt señala uno, el otro lo deja de lado. Señala la
permeabilidad de la propaganda en nuestra época. Efectivamente, una especie de
razón de Estado permea los comportamientos y las declaraciones políticas, con
más fuerza aún en nuestro tiempo, donde la política ha sido sumergida por el
marketing. Por eso, nos recuerda la pensadora alemana, nadie molesta más que
los críticos internos al grupo porque rompen la propaganda. Ni siquiera hace
falta que sean críticos, basta con que no den la imagen deseada por el
colectivo para ser tachados de traidores. El principal enemigo de los hechos,
en política, no es confundir a los hostiles, sino que la propaganda solo la
ejerce de manera eficaz quien se engaña con ella. Quien cuestiona la propaganda
es peor que un enemigo. Es un cáncer para el cemento del grupo. Fue la lógica
de Stalin, pero es la lógica de todos y cada uno de los aparatos de propaganda.
El asesinato fue una aberración monstruosa de una práctica cuya norma es el
ostracismo: el asesinato simbólico. Como me contó un amigo filósofo que fue
político un tiempo: el teléfono deja de sonar y nadie te lo coge. Por eso
cedemos a la propaganda.
Entonces,
¿lleva razón Arendt? ¿Necesitamos quedarnos solos, incluso ante los propios
amigos, para intentar no sucumbir a su propaganda? Porque ellos, recuérdese el
ejemplo de Sócrates también con Terámenes, se roban el suelo por debajo de sus pies
(la expresión también es de Arendt) y acaban bailando en el vacío. La pensadora
nos recuerda que los Estados necesitan la ciencia que les diga la verdad,
porque de lo contrario el engolfamiento en la propaganda los conduciría al
desastre: por eso mantienen la Universidad como espacio neutro.
Antes de
llegar ahí debe visitarse cómo se registran los hechos y cómo se argumenta con
ellos. Porque la Academia, ahí Arendt se equivoca, no fue un lugar para pensar
la polis al margen de ella. Más bien parece una continuación, tras el desastre
del gobierno de los Treinta Tiranos, de las heterías de ultraderecha (perdón de
nuevo por el anacronismo) en las que que conspiraban las camarillas enemigas de
la democracia. Canfora en eso es definitivo, y si atendiéramos a los
historiadores hace mucho que no podría explicarse la filosofía antigua como se
explica. Que esas camarillas pasen por la filosofía depende de dos
acontecimientos: escribieron mucho (y escribían los enemigos del demos, los
otros fundamentalmente debatían -lo señaló Nicole Loraux) y la propaganda de
Platón tuvo éxito y mezcló como sofistas a los peores de su propio bando y a
los pensadores del otro. El mundo científico muestra la propia tendencia a la
propaganda que el político y quien entra en la universidad tiende a aprende
antes a caracolear diplomáticamente que a pensar en qué es un enunciado
observacional, desde el que cabe argumentar de un modo (no un modo puro, pero
otro) diferente al del propagandista y el trilero.
Tucídides es Tucídides y quienes relaten las andanzas de los Terámenes de hoy tienen todas las papeletas para ser tachados de paranoicos y de ser ridiculizados por los voceros de la propaganda. Luc Boltanski los descubrió escondidos en las cartas al director de los periódicos, embarcados en litigios enormes por causas que nadie reconocía y de las que ellos eran el único testimonio.
Tucídides es Tucídides y quienes relaten las andanzas de los Terámenes de hoy tienen todas las papeletas para ser tachados de paranoicos y de ser ridiculizados por los voceros de la propaganda. Luc Boltanski los descubrió escondidos en las cartas al director de los periódicos, embarcados en litigios enormes por causas que nadie reconocía y de las que ellos eran el único testimonio.
La academia no
es la ciudad científica, aunque sin la primera la segunda, sobre todo en
ciencias humanas, puede volatilizarse tan rápidamente como los hechos.
Volviendo a Tucídides, recuerdo lo que dije de sus tres rupturas. Volveré a
retomarlas a propósito de los problemas filosóficos de la socioetnografía en la
próxima entrada de esta serie.
(La obra es El remordimiento de Orestes de William-Adolphe Bouguereau me la sugirió un comentario de José Luis Bellón a la primera entrada). Efectivamente, el acoso de los hechos pese a la propaganda y el autoengaño se asemeja al de las Euménides atormentando a Orestes.
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