(Intervención
en el Local de la Ribera de Granada
(19 de agosto de 2014), en la charla-coloquio sobre “Algunos problemas
históricos de la democracia”.)
Dos concepciones de la democracia
Me piden desarrollar una idea y, con
ella, introducir un problema histórico de la democracia: la relación entre
sorteo y elección. Antes de entrar en la cuestión una brevísima consideración
histórica. En los materiales que enlacé para la discusión se dejaba claro
que, hasta el siglo XVIII, la democracia se identificaba con el sorteo, la
rotación y la rendición de cuentas. La ideología que subyacía a tal concepción
la expresó maravillosamente Aristóteles en la Política: la democracia consiste en aprender a ser gobernado,
gobernando. Por tanto, democracia significa participación, distribución de
capacidades políticas (las capacidades se distribuyen, por sorteo y rotación,
asignando responsabilidades al mayor número posible de ciudadanos) y rendición
de cuentas sobre qué se hizo cuando se ejerció el poder. Si esta ideología
depende de una particular definición de democracia, también exige una
definición de ciudadano. Ciudadano es ejercer magistraturas, señalaba
Aristóteles, o, lo que es lo mismo, participar en el gobierno de la ciudad.
Frente a esa ideología, desde el
XVIII se impuso otra: la participación política consiste en elegir
voluntariamente un representante, que es el capacitado para gobernar:
eligiéndolo el ciudadano consiente someterse a él. Rousseau, que aún recordaba
la democracia antigua, consideraba que, con las elecciones, éramos demócratas
un día y súbditos de una dictadura el resto de la legislatura. Así, los
ciudadanos que deseen ejercer el gobierno deben entrar en una profesión
particular: la profesión de los que se ofrecen como políticos para satisfacer
la demanda de gobernantes de los consumidores/ciudadanos.
Para el análisis político, asumiré
una tesis del pensamiento de Aristóteles. Esta idea me parece mucho más rica y
profunda que las tipologías características del pensamiento político
contemporáneo. En nuestro tiempo tiende a decidirse si un régimen es democrático
o no, si lo es o no un movimiento social, con lo cual se tiende a pensar en
términos absolutos: este movimiento o este partido o este régimen es
democrático o caudillista o populista.
Semejante manera de ver las cosas me
parece pobre y tendenciosa. Efectivamente, existen rasgos del régimen
constitucional español o norteamericano que permiten describirlo con una
democracia y otros como una concertación para la circulación oligárquica de las
elites. Existen rasgos de las asambleas de movimientos sociales que permiten
describirlos como democráticos o, por el contrario, cuasimonárquicos –por la
dependencia de una figura providencial. Aristóteles diría –o, mejor, podríamos
decir con Aristóteles-: ¡todos llevan razón! Todo régimen, todo movimiento
político, es un híbrido entre elementos monárquicos (en los que unos ámbitos
dependen de una persona), aristocráticos (cuando depende de ciertos individuos
juzgados mejores que los demás) o democráticos (cuando se reconocen y se
promocionan las competencias de todos los ciudadanos.) Aristóteles piensa que
esos componentes, si funcionan mal, pueden degenerarse: el personaje ilustre
transformarse en un tirano (piénsese en las derivas funestas de muchos líderes,
sean de un Estado o de un movimiento social), la aristocracia convertirse en
oligarquía (eso sucede hoy, según mi saber y entender con los partidos
políticos, que no promocionan a los mejores, sino a los especialistas en
intrigas y en sumisión) o la democracia en demagogia (cuando la asamblea
funciona de modo tornadizo, sin más argumento que sus estados de ánimo).
1. El impulso de las ideas inteligentes
Tras los preámbulos, voy a la idea a
desarrollar y que procede de una consideración de Bentham acerca de las asambleas. Una
asamblea funciona bien si consigue articular tres principios 1) La promoción de
las ideas más inteligentes 2) El impulso de los comportamientos más honestos 3)
Una adecuada distribución de la motivación o, lo que es lo mismo, motivar a las
mejores ideas y los comportamientos correctos, desmotivar las ideas más
antojadizas y los comportamientos más oportunistas. Intentaré poner ejemplos
cotidianos.
Comencemos por las ideas más
inteligentes. Este argumento suelen esgrimirlos los enemigos de la
participación política y el más inteligente de todos, el más grande, fue sin
lugar a dudas, Platón. Los demás escriben notas a pie de página sobre sus
ideas. Platón reprochaba a la democracia ateniense: dejáis decidir a los que no
están especializados, a los que no saben. Como Platón era un gigante, en
ocasiones recogía las razones de sus interlocutores, en este caso de
Protágoras, filósofo de la democracia. Este respondía: acerca de las
prioridades políticas de la ciudad solo existe un especialista, el ciudadano.
Ahora bien, una vez decididas estas, si incluyen problemas de gran complejidad,
los ejecutan técnicos. Estos, por supuesto, deben rendir cuentas por lo que
hacen. ¿Ante quien? Ante la asamblea ciudadana y cuando no es posible que ésta
se reúna –porque la discusión requiere mucho tiempo- ante una cámara sorteada
de ciudadanos.
Vayamos al presente. Imaginemos que
necesitamos un grupo de ciudadanos peritos en una especialidad, por ejemplo, el
marketing político, la captación de las tendencias electorales, o cualquier
otra tarea que no se encuentra al alcance de cualquiera. Aclaro que,
personalmente, pienso que se exagera mucho con la necesidad de la
especialización, pero concederé que seguramente me equivoco. ¿Cuál sería la
primera tarea? Entre los ciudadanos, entre los participantes, establecer los
requisitos para ser considerado competente. No vale decir: soy amigo íntimo del
líder, soy el especialista que luchó a brazo partido por la organización. No,
no vale. ¿Por qué? Porque pudiera ser que la motivación, consciente,
inconsciente o semiconsciente, para luchar a brazo partido fuera esa,
convertirte en el especialista de referencia, aunque para eso ejemplificases un
comportamiento servil, sectario y oportunista. No puede permitir que los
mejores, los más inteligentes, se seleccionen con ese currículo oculto. En la
pedagogía democrática solo puede contar el currículo explícito.
Debemos hacer la lista de los
competentes y, una vez establecida, tenemos dos posibilidades: elegir a los más
valiosos o sorteemos la composición del equipo. El sorteo serviría aquí para
cribar a los candidatos tras elegir el grupo de posibles. Podrían también
designarse por sorteo los electores. Repúblicas muy aristocráticas elegían su
dirigente o sus dirigentes por sorteo: fue el caso de la Serenísima República de Venecia. En este caso, solo elegiríamos
técnicos por un tiempo limitado y que deberían rendir cuentas ante una cámara
especializada. Lejos de constituir per se
una medida populista, como aducen muchos ignorantes (de los peores, de los que
se creen que saben algo, de los que por desgracia se encuentra lleno el mundo
de los juntaletras), el sorteo puede representar una medida aristocrática
corregida: elegimos a los mejores pero lo hacemos por medio del sorteo. ¿Para
qué? Para prevenir los comportamientos estratégicos, manipuladores, y las
motivaciones espurias.
2. Promocionar los comportamientos leales y honestos
Entremos ahora en la promoción de
los mejores comportamientos. La democracia ateniense, pese a lo que se piensa,
aprendió a desconfiar de la asamblea. A menudo acudían a ella solo una elite de
personas motivadas (cuando no acarreadas por algún jefe, cabecilla o abusón…)
por imponer alguna línea específica. Entonces no existían partidos políticos
(un invento necesario y terrible del movimiento obrero) pero hormigueaban
facciones, ligadas a un grupo de interés. Para protegerse de la manipulación
(¡y no siempre se logró!), se controlaba con mucho énfasis el desarrollo de las
asambleas. ¿Quién se encargaba? Una comisión de personas sorteadas para que se
respetase la agenda de debate y no se introdujesen cuestiones que los
asistentes desconocían. Intentaban evitar discusiones sorpresa, encuadradas por
agrupaciones de personas que intervenían concertadamente y evitaban que nadie
pudiese hablar. En la plaza de Sintagma, en Atenas, durante las recientes
movilizaciones hermanas de nuestro 15M, se sorteaban los intervinientes para
evitar la dictadura de cualquier agrupación juramentado.
En una asamblea no puede intervenir
todo el mundo, por tanto, el sorteo puede servir a) para regular las comisiones
que gestionan la asamblea (caso de la Boulé o Consejo de los 500 en la Atenas
clásica) b) para regular la discusión, impidiendo que una fracción monopolice
la palabra (tal fue el uso promovido en la Atenas saqueada por el
neoliberalismo).
¿Y las mejores ideas, no se
escucharán en la asamblea, por el afán de promover comportamientos
democráticamente leales? La responsabilidad corresponde a quienes la preparan,
que deben seleccionar la exposición plural de las posiciones en conflicto. Es
el modelo, promovido por algunos científicos sociales contemporáneos como Yves
Sintomer, de las asambleas deliberativas. En torno a un problema se forma una
comisión de personas sorteadas, responsables de emitir un informe. Esa comisión
debe reflexionar después de escuchar a especialistas. Alemania, Canadá,
Islandia utilizan comisiones de ese tipo.
3. La motivación en sus justos límites
Terminemos con la motivación, el
tercero de los puntos que José Juan me pedía desarrollar. El sorteo impide
algo, para mucha gente valiosísimo: el cursus
honorum para representante, para jefe político. Si al final decidirá el
azar, ¿para qué motivarme en convocar reuniones y en asistir a todas? ¿No puede
privilegiar a quien asiste menos, a quien tiene menos vocación por lo publico
(dejemos a un lado que tal lenguaje se encuentra pervertido por cínicos)?
Aquí debemos viajar muchos siglos y
recordar un pasaje maravilloso del Protágoras. Protágoras le dice a Sócrates:
con el sorteo y con la democracia no buscamos tener un flautista muy
experimentado y sublime en un desierto de personas con el oído de corcho.
Creemos mejor muchos practicantes de la flauta mediocres. Aristóteles, en
muchas ideas un filósofo de la democracia, consideraba mucho más potente a
muchos mediocres que a uno sobresaliente. El sorteo impide que se asista y se
promueva la participación política para destacar, para ingresar en los círculos
restringidos de dirigentes.
Pero no impide el carisma, ni
muchísimo menos, ni olvida que existen políticos sobresalientes. La democracia
ateniense, como observó magníficamente Castoriadis, promovió a Pericles y a
Sófocles, a Tucídides y a Esquilo, gente que estaba lejos de ser mediocre.
Porque debe admitirse que hay gente
con talento político especial, sobresaliente.
Harina de otro costal es que, para
cultivar ese talento, necesiten siempre integrar la escala de mandos del
régimen. Francisco Umbral contaba que Franco, al conocer a Manuel Fraga, dijo
(cito de memoria esta referencia): a este muchacho que no me lo tengan nunca
sin un cargo. Esas motivaciones deben reprimirse. Yo pienso que es bueno que la
gente con talento político sobresaliente (como lo tenía Manuel Fraga, porque
era un fenómeno, para ideas que no me gustan, pero lo era) vuelvan a sus casas,
ejerzan de ciudadanos sin atributos.
Por una razón muy simple: una de las
razones por las que se detecta un gran dirigente es porque quiere serlo cuando
gana y cuando pierde, o porque la realidad impone que lo sea cuando él no
quiere. El sorteo solo desmotiva a los que aspiran a la profesionalización de
la política.
Además, basta un mínimo de olfato sociológico
para saber que, también en política, sucede lo que Carlos Marx lamentaba
respecto del capitalismo en su conjunto: muchos Aristóteles en potencia
malgastan su vida criando cerdos. Promoviendo a los que no se encuentran muy
motivados, pero a los que les cae en suerte, el sorteo permite que alguno de
esos Aristóteles emerjan. Lo cual requiere condiciones sociales para la
participación política, como todo el mundo sabe.
He dicho muy motivados: en Atenas al
sorteo se presentaban voluntarios –excepto para el Consejo de los 500: los
vestigios lo muestran siempre repleto, no sabemos si porque siempre había
candidatos o porque se coaccionaba a la gente. Como se examinaba a los
sorteados, aquellos que podían abochornarse en el juicio público evitaban presentarse.
Lo más realista hoy es defender, en la inmensa mayoría de los casos, el sorteo
entre voluntarios. ¿No proliferarán entre estos determinadas categorías
sociales? Durante el siglo IV ANE, la democracia ateniense desplazó cada vez
más funciones a los tribunales de justicia y muchos veían que, entre los
voluntarios, se encontraban sobrerrepresentados los pobres y los jubilados. En
términos de Aristóteles, la democracia se asemejaba a una dictadura de los
pobres, incluso de los muy pobres estadísticamente poco numerosos, pero que
siempre se ofrecían al sorteo.
El sorteo, para no generar sus
propias elites, debe combinarse con la elección, con el voto secreto de todos
los ciudadanos que, activistas o no, sorteados o no, deben decidir, en último
término sobre cualquier cuestión. En Atenas se votaba en asamblea. Hoy es
absurdo restringirse únicamente a ella. Ni como mecanismo de decisión (la
presencia depende de condiciones materiales) ni como mecanismo de deliberación
(por encima de un cierto número de personas, la deliberación es dificilísima):
tenemos los referéndums, tenemos la participación por medio de Internet, las asambleas
deliberativas.
La promoción del sorteo no implica
eliminar las elecciones, ni los partidos, ni los grupos organizados. Los
regímenes son híbridos, con mayores o menores tendencias democráticas. Pero
cuando hablamos de éstas intervienen, sí o sí, sorteo, rotación y rendición de
cuentas.
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Socialista y republicano