"Nunca más nos haremos mutuas confidencias". Las transformaciones de Aquiles y la ética del sufrimiento
La Ilíada recoge la
crisis de una sociedad en pugna por el prestigio. La sociedad de los héroes
combate perpetuamente por el honor y el reconocimiento. La elite disponía de un
privilegio honorífico sobre la multitud guerrera que acaudillaba y establecía relaciones basadas en la igualdad geométrica. Según ésta,
los desiguales merecen un reconocimiento desigual, proporcional a lo que aporta
cada uno. Para el resto, para la masa indistinta, se establecen relaciones de igualdad aritmética: se les
considera a todos iguales. De cada cual según sus capacidades a cada cual según
sus necesidades. Los héroes aportan más y necesitan más. Necesitan la
recompensa del botín de honor, que se reparten antes que el que toca al resto.
Lo que queda, eso puede sortearse, porque el sorteo es institución igualitaria
por excelencia, extraña a cualquier distingo entre aquellos a los que considera
y privilegia.
Esto nos lo explica Juan Carlos
Rodríguez Delgado en El desarme de la cultura. Una lectura de la Ilíada (Buenos Aires, Katz, 2010, p. 137), un maravilloso estudio de
filosofía moral en el que aquí comentaré solo un capítulo. Ese capítulo, el
tercero, nos propone una lectura de la crisis de la moral heroica en la
educación sentimental de Aquiles, su mayor representante.
Para narrarnos la trasformación,
Rodríguez Delgado propone eliminar el mito del sujeto moderno, un sujeto
enclaustrado, dueño de sus pasiones y artífice de su razón y capaz de
desligarse del mundo para juzgarlo y manipularlo. El individuo homérico, por el
contrario, no se encuentra enclaustrado sino tejido afectivamente con
relaciones, depende de situaciones y no es capaz de poner a distancia al mundo
para decidir qué debe hacerse en él. Esos rasgos autosuficientes son los que
una parte de la crítica feminista contemporánea identifica como una crisis del
modelo masculino en la tragedia. Efectivamente, en ésta (piénsese en Las Bacantes) asistimos a una
progresiva feminización del héroe, que pasa de dominante a dominado, de señor
de la situación a presa de los depredadores –incluso, como el caso del
desgraciado Penteo, de Las Bacantes, de los personajes femeninos. Pero en el
modelo de Rodríguez Delgado el héroe, al transformarse, no pierde la virilidad:
accede a otra concepción de la virilidad donde los afectos se extienden más
allá de la comunidad de iguales y donde la compasión se abre camino hasta
incluir al enemigo. La transformación de Aquiles comienza en el libro IX
(305-409) y culmina en la emocionante escena final con Príamo.
¿Qué vemos en el libro IX? A
Aquiles reflexionando sobre la moral de los héroes. Uno puede reflexionar dentro de una determinada moral y
considerar cuáles son los mejores medios para servir a los fines. Esa
reflexión, me parece, es inteligencia instrumental. Pero uno puede cuestionarse
el marco moral desde el que actúa, los fines desde los que se disponen ciertos
medios. En ese momento, uno hace más que moverse
con habilidad dentro de un cierto marco. En ese momento uno empieza a
cuestionar ese marco, comienza a ser libre.
Y con esa libertad se comporta
Aquiles ante Ulises. Este ha ido, junto con otros camaradas (Fenix y Ayante), a
pedirle que se reincorpore al combate. Aquiles, se nos enseña al comienzo de la
Ilíada, se encuentra destinado a la
muerte. La gloria es la razón de ser de Aquiles y, en este episodio, será
cuestionado el fin de la muerte gloriosa. Rodríguez Delgado recuerda algo, en
sintonía con lo que podría
pensarse desde una moderna teoría de las disposiciones: Aquiles lleva dieciocho
días alejado del combate. En ese tiempo, espectador de la guerra, se ha
desinflado su violencia. El cuestionamiento intelectual se encuentra unido a
una distancia corporal, práctica. Escribe Rodríguez Delgado en la página 147:
“Sin participar en la guerra la sigue de cerca, la siente en su proximidad: no
se puede abstraer completamente de ella, su presencia se le impone. Sin
embargo, a la vez, gana una distancia respecto a ella, al verse libre del
constante apremio que provocan las exigencias urgentes del matar o morir. Esto
es fundamental: el no combatir lo libera de la ansiedad y la absorbente inercia
bélica y le deja los días en disposición idónea para darle vueltas a muchas
cosas”.
Con esa nueva disposición
contesta a Ulises: en primer lugar, le dice, no existe garantía alguna dentro
de la moral heroica. Es falso que la guerra premie al valiente y penalice al
cobarde. Primero, porque al ejército lo dirige un tirano sin escrúpulos
(Agamenón). Pero esta razón es coyuntural. Aquiles aduce otra de más hondo
calado: al cobarde y al héroe los
iguala la muerte. Y se muere del mismo modo. En este punto, recuerdo la
fecundidad del enfoque de Cornelius Castoriadis sobre el mundo griego. Porque, ¿qué nos dice Aquiles? Que no
hay muerte grande y muerte miserable, porque todos se menearán como fantasmas
en las sombras del Hades. No hay nada que esperar y, en ese sentido, la muerte
no conoce la distancia entre igualdad aritmética y geométrica. Es brutalmente
aritmética: a todos les da lo mismo. Porque, y aquí vuelvo a argumentos de Rodríguez
Delgado, la frontera no se encuentra entre el que mata y el que muere, el que
gana la pugna provisional y el que queda eliminado, sino entre el hombre y los
dioses, que son inmortales. "El heroísmo se le presenta al más heroico de todos
los héroes como un trampantojo contra la realidad absoluta que alcanza a todos
sin distingos: la muerte. Lo que ahora aparece valorado a partir de este
discernimiento es lo que el ethos heroico subordinaba, desvalorizaba: la vida".
¿Tiene la
guerra una justificación? ¿Se ha producido una injusticia que necesite
repararse? La guerra en Troya es absurda. Es una guerra por
un amor ultrajado, pero un amor absurdo, autocomplaciente. Porque, pregunta
Aquiles, ¿no aman todos los hombres a sus mujeres? ¿O solo merecen considerarse
el amor de los griegos? ¿Por qué su amor es superior al de los demás? Aquí, y
me permito intercalar notas en el excelso análisis de Rodríguez Delgado, la
igualdad aritmética se superpone positivamente a la geométrica: todos los
hombres aman a sus mujeres, no solo los griegos. Y la diferencia es que, si son
“prudentes y juiciosos”, no solo las aman, sino que las cuidan. ¿Algo que
Menelao no ha hecho? Insisto, en mi opinión, la diferencia proporcional entre
un hombre y otro ya no estriba en que nosotros, los héroes, podemos dejar
viudas por doquier porque nuestro amor es más alto. Todos aman igual, en eso no
somos mejores, del mismo modo que no morimos con privilegio de héroes. Si somos
mejores es porque cuidamos y amamos a nuestra mujer y, dice Aquiles, poco
podemos hacer ante la fuerza: igual que a mí me arrebataron a Briseida.
La guerra ya no es el lugar de la
gloria, sino el obstáculo que nos impide cuidar y amar a las mujeres. Los
vínculos afectivos y familiares comienzan a convertirse en el marco desde el
que piensa Aquiles (recuérdese lo que señalaba antes). Ese marco supone el
abandono de la moral heroica y el reconocimiento de la moral del cuidado, del
hogar, como referente privilegiado. Rodríguez Delgado no lo señala tal cual,
pero creo que puede decirse: lo femenino se impone a lo masculino. Aquiles
anuncia su deseo de volver a casa, de morir de viejo cuidando de los suyos
aunque su gloria se descascarille y se evapore en la memoria.
Aunque todavía Aquiles no ha
completado su transformación. Distanciado de la guerra, no lo está de sus
amigos, a los que no quiere ver morir. Él no va a intervenir en la batalla
hasta que Héctor no se encuentre cerca de las naves. Aquiles propone una
solución de compromiso: no puede abstraerse de la realidad de la guerra, no
puede, con su nueva perspectiva, desentenderse del compromiso con Fenix, Ayante
y Odiseo. Su nueva perspectiva le incita a cuidar a los suyos. Pero suyos son
también sus amigos. Él no estará en la ofensiva, pero si Héctor amenaza con
destruir a los griegos, allí lo parará Aquiles.
Pero es que, además, Aquiles aún
no ha salido del todo de la moral heroica. Aún se encuentra dolido por el
desaire de Agamenón, porque le trató como a un cualquiera, sin consideración
con sus méritos, de su derecho privilegiado al botín.
Posteriormente, comienza el
encadenamiento de sucesos que lleva hasta el encuentro con Príamo. Porque una
vez que muera Patroclo, Aquiles quiere también desaparecer. Pero no por la
gloria, sino porque la vida no significa nada. El fantasma de Patroclo se lo
recuerda en los funerales. Comprendemos entonces qué le falta a la vida para
merecer vivirse: la intimidad con Patroclo, las escenas sencillas que
constituían la singularidad común de ambos. La frase es una de las muchas
escalofriantes de la Ilíada: “En la vida ya no deliberaremos sobre ningún
proyecto sentados lejos de nuestros compañeros”. (En la edición de La Esfera de
los libros, preparada por Domingo Plácido y basada en una traducción de la
francesa realizada por Leconte de Lisle se dice de manera, a mi entender más
hermosa: “Nunca más, vivos ambos, nos haremos mutuas confidencias, sentados
lejos de nuestros compañeros”).
Aquiles odiará a Héctor y olvidará
a Agamenón, porque la vida sin las confidencias con Patroclo, carece de
sentido. Mas, la transformación trabaja al héroe y Príamo, en el encuentro
final, pronuncia las palabras precisas: acuérdate de tu padre, de lo que
sufriría por ti y piensa en cómo yo sufro por Héctor. Y el héroe, que ya es
otro, llora acompasado con el padre de Héctor: Príamo por su hijo, Aquiles por
su padre y por Patroclo. Príamo y Aquiles comparten un sufrimiento común. Somos
solidarios porque sufrimos ya que Zeus, con sus tinajas de bienes y males,
introduce el sufrimiento hasta en las vidas más privilegiadas, sea la de Peleo
o la de Príamo. El enemigo, recuerda Rodríguez Delgado, se ha transformado en
un semejante. El rey de Troya se ha transformado en un “querido anciano”. Dejo
la conclusión del proceso a Rodríguez Delgado: “La gran enseñanza de la Ilíada es este viaje transformador de
Aquiles: de la busca de la inmortalidad heroica, a costa del desprecio de la
vida y de la insensibilidad frente al sufrimiento de los otros, a la
comprensión de la finitud humana, con su valoración de la vida y su
sensibilidad ante el sufrimiento ajeno. […] Este nuevo horizonte de vida constituye una inversión
ética de alcance indiscutiblemente universal”.
En ese sentido, el último Aquiles sigue mirándonos y compadeciéndose de nuestra necedad y ambición, de nuestro pueril egocéntrismo y de nuestra maldad.
Comentarios
Gracias de nuevo, un gusto leer tus posts y abrir grietas entre tanto fango y fragmentos disuelto.
Tengo una duda metodológica, quizá dificil de resolver.
El punto de vista subjetivo, situado en un lugar, tiempo, posición, que no ideológico, es mejor para hacer ciencia social, dentro de un régimen razonable de búsqueda de verdad. Pero cómo justificarlo. Desde Passeron y su razonamiento sociológico, me dirás, pienso... imagino que habrá otra manera de ir dando contenido a mis preguntas.
Gracias,
Mariano.