(Reseña publicada en Anales del Seminario de Historia de la Filosofía, vol. 32-1, 2015. Agradezco a la revista su permiso para reproducirla previamente en el blog).
El saldo del espíritu. Capitalismo, cultura,
valores (Barcelona, Herder, 2014) de Antonio Valdecantos es un libro bello,
arriesgado y lúcido: un ensayo donde se ensaya y a veces, con mucha razón, se
degüella. Dicho queda. Voy a comentar dos temas del mismo: el estado de la
cuestión que realiza sobre la filosofía actual y su crítica al modelo de las
Humanidades. Creo, como el autor, que existe una continuidad entre muchos
problemas diagnosticados en este libro y el modelo de ejercicio de la filosofía
que se impone en España tras la Guerra Civil y que nuestro grupo de
investigación ha podido investigar gracias al apoyo de dos I+D consecutivos[1].
Comienzo con el estado
de la cuestión.
Valdecantos
comienza identificando un modelo de vencedor del proceso de la conversión de
España en un país de importación, una colonia filosófica dependiente de las
metrópolis. Fue el patrón que impone el hundimiento del orteguismo –considerada
una filosofía española por los vencedores de la posguerra cultural. Estos era
auténticos “internacionalistas” y cambiaron el latín y el alemán del neotomismo
por el inglés y el viaje a Heidelberg por la ideología californiana. La
filosofía híbrida, vinculada con la práctica de las ciencias humanas, dejó su
lugar al comentario filosófico de textos y a la construcción de un canon
filosófico sin historia. Ahora los ideólogos californianos, imitadores del
canon estadounidense, destruyen esa universidad y ese modelo de filosofía. Esa
destrucción se produce dentro de una continuidad más amplia: España ha sido “un
borde criptocolonial”, un país importador de modas, nos recuerda el autor, y
eso durante los últimos tres siglos y medio. ¿Qué caracteriza a una manera colonial de hacer filosofía? Simple y
llanamente el importar los debates de la metrópoli, el intentar entrelazarse con las redes filosóficas de ésta, eel competir con los coetáneos por ser primero en
París, Heidelberg o Berkeley, en ordenar la realidad nacional según su parecido
con la exógena.
Naturalmente, el importador no se ve como tal.
Suele contemplarse como un modernizador. Antonio Valdecantos lo describe con
insuperable gracia y acidez: suele ser un joven que se considera demasiado
inteligente para haber nacido en España y se considera la última esperanza para
redimir a su pueblo importando la verdad. ¿Qué es un importador? Alguien que
considera dignas las redes de discusión de la metrópoli y que aspira a
trasplantar estas a su país de origen. Evidentemente, así se convierte en
virrey intelectual. Pero no cabe culparlo. Si intelectualmente España es un
erial es normal que él se vea en tierra de misión y que nos civilice.
Valdecantos propone una tipología sociológica
de los modernizadores. Fueron los hijos progres de la elite franquista. Su
juventud izquierdista les sirvió para convertir las aulas universitarias en lo
que, desde siempre, se hacía en casa: chismorrear de política y conspirar. La
gente de mando sirve para eso, para organizar y encuadrar multitudes, y no
muestran, recuerda Valdecantos, “demasiado aprecio por las tradiciones del
cultivo abnegado y modesto del saber”. Semejantes intelectuales de puente
aéreo, procedentes de centros privados, descuartizaron los Institutos de
Enseñanza Media mediante una brutal rebaja de lo que allí se enseñaba. Dado que
las facultades de Letras formaban profesores, la mutilación de los niveles
inferiores se fue extendiendo a los superiores. Porque para enseñar Latín,
Lengua o Historia en un Instituto (se entiende que de los de antes) había que
tener una formación sólida. Para ejercer de animador social y educar en valores,
el aprecio por el saber y la obsesión por transmitir un contenido resultan engorrosos. Las aulas universitarias no preparan para la vida, fue la queja de
los modernizadores: por tanto ¡introduzcamos la vida en las aulas! Como la vida
era y es el capitalismo había que aprender a encontrar nichos de mercado,
construir redes que permitieran explotarlos, todo ello preparándose para
detectar los nichos y redes siguientes.
La universidad y la investigación universitaria
se transformaron profundamente. Se perdió el vínculo entre el Instituto y la
Universidad (habitual en la anterior carrera universitaria): con él se acabó la
garantía de que el futuro investigador y profesor universitario dominase
sólidamente una materia. Intentar explicarla resulta gravemente disfuncional
cuando el nuevo modelo de investigador universitario es de otro tipo: debe
aprender a conectarse con un mandarín dinámico, salir al extranjero y asociar
su nombre a alguna marca de importación prestigiosa. Si supiera de algo,
insiste Valdecantos, se daría cuenta de que tales modas suelen ser flor de un
día, pero es que, insiste el autor, saber es disfuncional para ser flexible y
ligarse a mandarines. Estos, por lo general, pisan relativamente poco un aula,
cuando la pisan hablan de sus publicaciones (e ignoran el programa) y,
habitualmente, no se han terminado un libro en lustros (de lo contrario no
podrían hablar de tantos…), por lo tanto no conviene ser demasiado sólido para
relacionarse con ellos.
Continúo con la crítica que realiza el autor al
modelo de filosofía.
El proceso descrito tuvo y tiene, al menos en
las letras, su pundonor teórico: es la ideología de las humanidades.
Valdecantos actualiza bastante del repertorio de la filosofía universitaria
contra la filosofía híbrida: las humanidades son un saber mundano, apto para la
conversación de salón, ajeno al cultivo concienzudo del conocimiento
característico de la filosofía universitaria. Ortega, no podía ser de otro
modo, constituye su símbolo. Su proyecto (expuesto en Misión de la Universidad) de Facultad de Cultura prefigura el
modelo dominante hoy en la enseñanza de las Letras: saberes de divulgación
ajenos a la investigación. Ortega preconizaba una universidad que produjese
hegemonía cultural y, con ella, que convirtiese a las elites en gente a la
altura de su tiempo. Valdecantos ironiza sobre ello: un abogado, que no sepa
algo de física, escogerá una mujer extemporánea y educará a su familia en ideas
irracionales. Ortega era muy explícito y hablaba de “enseñar a mandar” con
fundamento cultural: un biólogo que no sepa nada de sociología se convertirá en
un ciudadano inepto y, los ejemplos no faltan, nos propondrá, incluso tras
ganar un premio sonado, una biología de las desigualdades sociales. ¿Era
excesivo Ortega diciendo que tal fundamento ayudaba a la elección de pareja, en
considerar que la cultura común permitirá emparejarse? No me extenderé al
respecto pero, brutal o no, Ortega describía mucho de real: conoció una época
donde la elección de pareja comenzaba a funcionar sin el rígido control
familiar (pasaba a un régimen de mercado libre), donde los recursos culturales
eran condición para legitimar el capital económico y las facultades
universitarias un espacio donde controlar el caos amoroso y permitir que cada
oveja encontrase una pareja. Ortega deseaba actuar en ese proceso. Era un
filósofo preocupado por la hegemonía cultural. ¿Clasista? No tanto. Recordemos
que apuntaba: si mañana mandan los obreros tendrán que estar también a la
altura de su tiempo -y no dejarse colar biologías proletarias o dialécticas de
la naturaleza. Creo que Manuel Sacristán, a quien Valdecantos admira tanto como
yo, captó perfectamente el alcance paradójico de la posición de Ortega. “La
Universidad es una institución que produce y organiza hegemonía, acertadamente
distinguida del dominio político-estatal propiamente dicho. El desarrollo de
Ortega desemboca así en una verdad elemental e importante que, si llevara otra
firma, escandalizaría a más de un entusiasta suyo”.[2]
En cualquier caso, Ortega no mantenía que no
debía estudiarse física en serio para ser abogado ni sociología para ser
biólogo. De hecho, sostenía lo contrario, o la hegemonía no funcionaría: se
necesitaba una instrucción muy seria, hasta convertirse en un hábito, capaz de
explicar el big bang en una comida de
familia o las falsas evidencias de la sociología espontánea. Ciertamente,
Ortega no quería que la Facultad de Cultura formase científicos: los
consideraba gente consumida por su vocación e incapaces de preparar un programa
serio y de adaptarlo pedagógicamente; pretendía una universidad en contacto con
la ciencia más, no colonizada por sus debates, debates que en el mundo pueden
seguir escasos avezados.
La crítica del modelo orteguiano tiene puntos
en común con la que se extendió en los años 50 del siglo pasado: quienes
ocuparon las cátedras veían a Ortega ajeno a las grandes corrientes teóricas de
su tiempo y un seudofilósofo para salones. Desde fuera podía vérseles como
simples importadores primero del tomismo y luego de cualquier internacional del
pensamiento que relumbrase en las metrópolis: ellos se veían a sí mismos como
filósofos serios, ajenos al modelo híbrido defendido por Ortega. Por supuesto
también los filósofos serios tenían sus salones y su Séneca, su Heidegger o su
Marx para adolescentes revoltosos, para conversaciones elitistas o propaganda
del partido. Desde su punto de vista era una cesión momentánea porque se
encontraban enraizados en la solidez de la filosofía. Fuera de ella solo
existía un culturalismo divulgador.
Los debates, pues, son dos tipos: primero, ¿qué
incluimos dentro del canon de la filosofía? Segundo: ¿qué públicos considera el
filósofo? A esta última pregunta cabe responder: existen múltiples placeres en
la recepción de la filosofía que van desde la información intelectual hasta la
distinción mundana. Los disfraces de esta última son más amplios de lo que
parece. Al fin y al cabo todos buscamos nuestro público y, en ocasiones, subir
el nivel de exigencia intelectual (o simplemente retórico), sin mejorar el
rendimiento informativo o
intelectual de lo que se dice, ayuda a ampliarlo. Ortega, creo yo, vio cómo
esos juegos sobraban en la enseñanza y apostó claramente por una universidad de
divulgadores de cultura, al menos como tronco formativo básico. Queda
interrogarse, más allá de las palabras, qué puede ser una transmisión
pedagógica exitosa que no introduzca rebaja retórica y semántica de lo que se
cuenta. Ortega quiso conectar esa universidad con los grupos sociales
hegemónicos en su tiempo. La apuesta de Antonio Valdecantos es otra: no
persigue el ensimismamiento del productor en su pequeño círculo, sino la
libertad del creador para romper con las pautas socialmente dominantes y
entregarse a aquello que estime que debe ser enseñado e investigado.
El primer problema (el de cómo seguimos
haciendo filosofía) es relativamente independiente del segundo: consiste en
preguntarse cómo podemos seguir haciendo filosofía a la altura de nuestro tiempo.
Ortega llamó humanidades a la hibridación de la filosofía y las ciencias
humanas, donde los contornos fronterizos tendían a deshacerse. Porque pueden
darse humanidades cultivadas en la exigencia intelectual y la autonomía y
comentarios sobre Empédocles, Leibniz o Adorno producidos para el divertimento
de las clases acomodadas en la política, la cultura o la empresa. Hoy se
conectan modelos de vulgarización cultural rebajada con exigencia de agradar a
los dueños del mundo: los dictan qué necesita el mercado de trabajo. Considerar
que tal es el destino necesario de las humanidades orteguianos me parece
injusto. Yo diría que ese modelo de humanidades, el de Ortega, no tiene razones
para incomodar el proyecto intelectual de Valdecantos, incluso, es la opinión
de un lector, podría describirlo bien.[3]
Ortega abogando por las humanidades no proponía salir de la filosofía –aunque a
veces entona el canto de su final. Le parecería, yendo hasta nosotros, que un
filósofo que supiera mucho de Habermas y nada de sociología se podía tragar
argumentos escandalosos sobre el fin de la sociedad del trabajo (Habermas decía
eso…[4])
o, aún peor, que a Sócrates lo mataron por defender la razón crítica (y no por
su sospechosa connivencia con las redes oligárquicas enemigas de la democracia).[5]
Para Ortega, sin acompañarse de las ciencias humanas, se explicaba una
filosofía ridícula. El profesor en cuestión estaría fuerte en Habermas o en Platón pero su paupérrima
sensibilidad histórica y sociológica le impedía situar lo que pensaban estos y,
en el fondo, comprender bien las opciones teóricas de uno y de otro: desterrar
el marxismo, definitivamente, de Francfort o denigrar a la democracia ateniense
para volver presentable la propia filosofía aristocrática. Para eso se necesitaba
algo más que leer textos de filósofos y comentadores de comentadores de
filósofos, pero no renunciar a la filosofía.
En este punto, pues, disiento con Antonio
Valdecantos: a la filosofía la ha degradado el neoliberalismo, no las
humanidades (él sostiene que el uno y las otras) . ¿Qué neoliberalismo? El que
estima que la empresa ya produce su propia cultura ciudadana (y todo lo demás
son pamemas anacrónicas) y el que considera que las universidades deben
regirse como empresas. Las humanidades pasaban por allí y pudieron ser
utilizadas. Considero que para elevar (a la filosofía o a las humanidades o
simplemente la vida universitaria e intelectual) Ortega y su crítica de la
razón escolástica nos resultan imprescindibles.
[1] Véase mi libro La norma de la filosofía. La configuración del patrón filosófico
español tras la Guerra Civil, Madrid, Biblioteca Nueva, 2013. Menos relevante para este diálogo es Filosofía y sociología en Jesús Ibáñez.
Genealogía de un pensador crítico, Madrid, Siglo XXI, 2008. El libro
contiene, sin embargo, una descripción de los efectos de la división
internacional del trabajo intelectual en la energía creativa del gran sociólogo
pasiego.
[2] Manuel Sacristán, “La
universidad y la división del trabajo”, Intervenciones
políticas. Panfletos y materiales III, Barcelona, Icaria, 1985, p. 113.
[3] Véase al respecto mi
artículo “Ortega, el pasado y el presente de la escolástica universitaria”, en
evaluación en la revista Isegoría.
[4] Hans Joas se escandaliza
con razón de tales afirmaciones y su insuperable etnocentrismo y sociocentrismo.
Véase La creatividad de la acción,
Madrid, CIS, 2013, p. 160.
[5] Algo que queda claro en el
ensayo de Moses Finley “Sócrates y la Atenas postsocrática”, Vieja y nueva democracia y otros ensayos,
Barcelona, Ariel, 1980. Véase el excelente estado de la cuestión realizado por
Luciano Canfora en la sección V de la Introducción a El mundo de Atenas, Anagrama, Barcelona, 2014, Kindle edition.
Comentarios
Recientemente ha salido en Catarata un libro de Jesús Ibáñez, quería preguntarte si hay algo nuevo en él, que no haya sido publicado en A Contracorriente. Me leí tu magnífico libro genealógico de la figura del consagrado sociólogo. Por cierto, ¿sacarás algo más sobre él? Me pareció en el libro que quedaran muchas cosas pendientes y por decir.
Saludos y gracias,
Marcos.
Muchas gracias. Admiro mucho el libro que reseño, creo que se nota. Sobre Jesús Ibañez no sigo lo nuevo que se está publicando. Queda mucho por hacer, cierto: es un libro en el que faltan archivos y del que hoy corregiría alguna cosa. En lo inmediato no lo pienso) Han sido 10 años de una cierta sociología de la filosofía (con Foucault y su escuela, Ibáñez, la filosofía española) y me he planteado un descanso y un cambio parcial de territorio.
Un saludo cordial
José Luis
Gracias Pepe,
un antiguo alumno de filosofía, José