En su reflexión
sobre la mentira en política, Hannah Arendt constató que los modernos aparatos de propaganda
política no solo actúan refutando a los adversarios. También, y muy
fundamentalmente, se dirigen a los propios adeptos, intentando soldarlos a las propias mentiras. Los
mayores enemigos de las grandes maquinarias partidarias y empresariales son los
críticos internos. Los aparatos de propaganda, dejados a su inercia, amenazan
con dejarle a la verdad escasos resquicios en política. La paradoja es
monumental: sin verdad, el propagandista vive en el vacío de su propia
irrealidad y carece de agarres objetivos para modificar el mundo. Queriendo
convencer a todos de su discurso pierde un elemento precioso en cualquier
empresa política: conocer cómo las cosas son, condición indispensable para que,
un día, puedan ser de otro modo.
La prensa es
fundamental para la formación de la opinión pública, para liberarla de la
tendencia, casi fatal, a la mixtificación producida los aparatos de propaganda.
Nótese cómo sitúo el problema. La cuestión no es que sea necesario un organismo
que registre la realidad sin ideología. Eso es imposible, aunque no está de más
recordar que existen juicios fácticos y juicios que valoran estos. A menudo las
fronteras no están claras. Más, sabemos
que, entre discutir cómo se registra un hecho y falsificarlo conscientemente,
en beneficio de la causa, existe un gran trecho.
Nada repele más
la ética de un periodista que la propaganda. A menudo, se atribuyen las
deformaciones del oficio de periodista a las presiones de los amos de los
medios de comunicación. Tales presiones existen pero quizá no sean la única clave
de la degradación propagandística del periodismo. Existen, además, dinámicas
internas al oficio y, por supuesto, externas, que se imponen a cualquiera.
Comenzaré por
estas. Las épocas de crisis tienden a imponer por doquier lógicas comunes.
Habitualmente, cada espacio social tiene sus propias reglas y se considera bien
que así sea. Las crisis imponen urgencias y, con ellas, todo parece danzar al
mismo ritmo. En nuestro caso, los argumentos políticos se imponen sobre
cualquier otro, el miedo económico elimina cualquier consideración ética o estética.
La vida política
conoce ritmos. La propaganda forma parte del estado normal del convencido.
Cuando llegan elecciones, la propaganda arrecia y contagia su electricidad en
círculos concéntricos cada vez más amplios. Si todo el tiempo estuviésemos en
elecciones, los juegos sectarios ahogarían la reflexión política.
Una prensa
ganada a la lógica electoral se convertiría en pura propaganda disimulada.
Quienes desean cambiar las cosas la padecerán tanto como quienes desean
conservarlas. Los más sectarios de unos y de otros celebrarán la vida sin
claroscuros. Con ella, sin embargo, la verdad irá perdiendo espacio y el debate
se convertirá en choque constante de prejuicios.
Si cada más
periodistas entran al trapo, se debe a las condiciones internas del oficio. La
enorme inestabilidad laboral obliga a tener comportamientos precavidos. Buscar
un nicho en la política, por si vienen mal dadas, resulta estrategia
comprensible. Obviamente, conviene amigarse con quienes más recursos tienen,
por tanto la estrategia no conecta al azar: lo hará, sobre todo, con quienes
detentan el poder. Pero no sólo: cualquiera sabe que la menor empresa política
abre un espacio para las retribuciones partidistas.
Optar
ideológicamente no es criticable, todos lo hacemos: mucho de cuanto existe nos
disgusta y puede que creemos que algo, mucho o todo no admite demasiadas
componendas. Para acertar a construir algo mejor, necesitamos periodistas que
no olviden las reglas del propio oficio. El periodista debe dar la razón, como
cualquier ciudadano, a quien le parezca más sensato. Más, entre las reglas de
su trabajo se encuentra ofrecer, con la menor distorsión posible, las razones
de los demás. La conversión del periodismo en propaganda acabaría con esa
regla. Los sectarios saltarían de felicidad si todo fuese o bien un eco de sus
convicciones o bien un rechazo. Los que desean cambiar las cosas, los que
desean hacer política, periodistas o no, deberían deprimirse. Sin la corrección
de lo real, el mejor ideal se convierte en un delirio.
Comentarios