El modelo de
actividad organizada exige formas de implicación que imponen un tipo
determinado de existencia: tal es el censo oculto que expulsa a los más de las
responsabilidades e impulsa que los menos las monopolicen, tal es la ley de
hierro de las oligarquías. Ésta no procede de la complejidad del mundo y de la
necesaria especialización (así era la tesis de Michels), sino de que las
organizaciones funcionan como máquinas recalentadas, siempre exigiendo rituales
ligados a su propio mantenimiento. Buena parte de las actividades son
prescindibles y revelan fallos en la coordinación, lagunas en la asunción de
responsabilidades, faltas a los acuerdos (algunas, disculpables y que por tanto
no cabe objetar, otras no).
La dominación
masculina es una condición central en ese juego organizativo. Un gran número de
las tareas -más o menos incluidas dentro de las actividades domésticas- han
sido realizadas por mujeres y nunca fueron visibles: los dominantes podían
dedicarse a recalentar la máquina política porque otra le cuidaba la casa y le
garantizaba los afectos. La posición femenina es un punto en una estructura y
el trabajo de sexualización consiste en que cada cual nos orientemos hacia el
que nos corresponde -como si se tratase de los "lugares naturales"
teorizados por Aristóteles- pero obviamente hay posiciones masculinas ocupadas
por mujeres y femeninas ocupadas por hombres.
¿Cómo mejorar la
coordinación, cómo acabar con el recalentamiento que justifica las oligarquías?
Entrenando al mayor número de personas en el gobierno y la administración de
las organizaciones y distribuyendo rigurosamente las sanciones positivas y
negativas. Esto último es el mayor obstáculo para la participación. Ninguna
experiencia peor que aquella en la implicación se invisibiliza y la dejadez se
premia. Desgraciadamente los mecanismos de distribución simbólica se encuentran
cognitivamente sesgados según la ley de que quien posee capital puede actuar
para que le fluya el máximo posible: lo merezca o no. Un importante eje de
coraje ciudadano consiste en llamar, cuando lo merece, al grande pequeño y al
pequeño llamarlo grande.
Las redes
sociales son centrales hoy en dicha distribución. Las redes sirven para
enseñarse y enseñar, para difundirse y difundir, para valorizarse y valorizar.
Finalmente abren nuevos espacios de trabajo en los que se aprende mucho y
encuentra uno amistades auténticas y relaciones de trabajo más provechosas que
aquellas donde existe copresencia corporal. También, por supuesto, es un lugar
para la explotación patronal (la sociología del trabajo detecta la colonización
de la fuerza de trabajo y la alteración de su descanso) y, es lo que nos
interesa, los gorrones, siempre ansiosos de conectarse a las redes y
explotarlas en su beneficio. Los gorrones son un instrumento fundamental de la
distribución ilegítima del capital: sus recursos proceden de conectarse con los
poderosos y buscar un momento en que estos lo necesiten, en hacerse
significativos ante ellos. Ese momento puede aparecer cuando alguien se la
juega mostrando la desnudez del rey. Allí estarán el gorrón, un auténtico
sicofante de las redes, para decirnos que, por el contrario, vestía con más
clase que nunca.
El capitalismo
sin religión es un sistema magnífico, majestuoso, donde se desvanecen los
controles que dificultan ser un gorrón con absoluta buena conciencia.
Sólo el sorteo
puede interponerse ante la astucia del sicofante y, sin ésta, el dominante
carece de un elemento central en el parasitismo de la gloria ajena. Prever
cuándo te va a requerir el capital resulta imposible, los recursos que puede
ofrecerte quedan disminuidos (ya que la rotación y el sorteo se arrancan de las manos de los poderosos).
La canción de Siniestro Total "Escarallado vivo" es un magnífica interpretación acerca de cómo se sienten los ocupantes, promotores y beneficiarios de las máquinas recalentadas.
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