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Hasta dónde me convence el marxismo y hasta dónde no


(Sobre Atravesando el desierto, Balance y perspectivas del marxismo en el siglo XXI, Barcelona, El Viejo Topo, 2015).
El libro que voy a presentar rebosa elegancia y claridad, fruto de la competencia filosófica y la escritura limpia de su autor. Miguel Manzanera conoce perfectamente la tradición marxista y es capaz de exponerla con rigor sin esconderse en el fárrago teórico ni en alusiones para entendidos. Su marxismo es el de Manuel Sacristán pero también contiene tesis propias o, cuando menos, explicadas con enorme originalidad. En esta breve nota, intentaré comprender qué me parece valioso de la filosofía marxista tal y como la expone Manzanera. Por supuesto, no pretendo resumir el libro en su conjunto. 
La fuerza filosófica del marxismo estriba, al parecer de Manzanera, en reconocer la razón como motor de la historia: gracias a la razón humanizamos la naturaleza y extendemos la cooperación humana. Ese proceso, además, se encarna en la dialéctica entre las fuerzas productivas y la cooperación social del mundo. Ciertamente, esa razón no nos aboca a ningún paraíso. Existe un conflicto entre la evolución humana –con su poderosísima humanización del entorno ecológico- y la evolución del resto de las especies. El marxismo de Manzanera, por tanto, se encuentra ecológicamente informado.
Me parece, con todo, que cabría hacer algunas salvedades. En líneas generales, la tesis de Marx supone la idea de un progreso técnico que nos otorga nuevas posibilidades históricas. Existe otra posibilidad: la de que sea nuestra concepción de las posibilidades históricas la que nos aboca a un tipo u otro de desarrollo técnico y que la capacitación técnica reposa, en el fondo, sobre la imaginación cultural. Existen, ciertamente, múltiples posibilidades técnicas en un momento humano. Que se concreten o no en una u otra dirección depende de elecciones que no son técnicas. El legado, por tanto, que nos proporcionan las fuerzas productivas se haya completamente “contaminado” por las relaciones de producción.
Como Lenin, Manzanera añade una nueva ecuación al patrimonio del marxismo. El marxismo, o política emancipatoria, es igual a la Filosofía Racional más la Ciencia Social. El apunte anterior hace referencia a mi escepticismo respecto al progreso de una razón encarnada en las fuerzas productivas. Me centraré ahora en la ciencia social (página 142). Manzanera  expone en la página 156 una cita de Antonio Gramsci que constituye un programa fundamental acerca de la relación entre ciencia y política. Según Gramsci: “En la discusión científica, puesto que se supone que el interés es la búsqueda de la verdad y el progreso de la ciencia, resulta más “avanzado” el que se sitúa en el plano de que el adversario puede estar expresando una exigencia que hay que incorporar, aunque sea como un movimiento subordinado a la propia construcción”. Ciertamente, es de esas citas por las que nunca se debe abandonar el marxismo o a sus clásicos. Ahora bien, esta referencia parte de la idea de que existe, en el campo de la ciencia social, un marco común de trabajo, con una comunidad de problemas comunes entre las que existen diferencias que se resuelven –mejor o peor, ya es otra historia-. ¿Resulta realista esa visión de la ciencia social? ¿No existe desde hace muchos años con una proliferación de programas de trabajo autistas los unos de los otros, con métodos y clásicos diferentes? ¿Cuándo llegará el gran Galileo que unifique tal Babel y permita detectar las anomalías en el paradigma? Me temo que nunca.
Ciertamente, queda la cuestión emancipatoria, la fórmula no requería exclusivamente de ciencia social. ¿Y cuál puede ser el contenido emancipatorio que puede concretar la ciencia social, que puede darle valores compartidos dentro del caos de métodos y teorías? De haber valores claros no sería poca cosa lo que avanzaríamos. Una crítica de las tendencias del capitalismo, tendencias ineluctables Uno es la crítica de la distorsión capitalista de la ciencia, la manipulación de la buena razón humana, a lo cual me referí antes y en el que ahora no me voy a detener. El fetichismo de la mercancía es otra. A ese respecto se plantean dos desarrollos posibles. Por un lado, debido al fetichismo de la mercancía se ignora al trabajo como fuente de creación de riqueza y olvidamos cómo los objetos que adoramos sudan explotación y a menudo sangre. No veo qué pueda objetarse a esa idea de Marx y del marxismo, que nos abre una campo enorme para la investigación y la acción política.  Otra línea es más complicada. Si lo que deseamos son relaciones donde lo cualitativo se perciba continuamente la cuestión no es sólo si los intercambios amplios son viables, sino si son deseables. Como señala Simmel, el dinero nos propone una enorme descarga cognitiva, que nos libera de negociar a cada momento el valor de lo que hacemos: y dado que esa negociación difícilmente puede producirse en relaciones de igualdad absolutas, cabría pensar que sin dinero los peor situados serían estafados a menudo por su trabajo. Las formas alienadas del trabajo voluntario, por ejemplo en la militancia o en la vida intelectual, con sus formas de sacrificio dañinas y nunca recompensadas, pueden servir de ejemplo de cuanto digo. Manzanera alude al "poderoso caballero es Don Dinero" de Quevedo pero yo interpreto a poeta como un gran reaccionario que prefiere la sangre y su nobleza frente al dinero del recién llegado. Mucha crítica de este tenor al capitalismo la considero cogida en la misma trampa ideológica. 
La segunda tesis es más importante e indiscutible: es la tendencia, inscrita en el capitalismo, a tratar crecientemente a los trabajadores como simple fuerza de trabajo. Me parece razonable cuanto arguye Manzanera: solo la lucha de clases –añadiría que junto a algunos liberales que ven más allá de su nariz de clase- ha conseguido que los trabajadores no sea tratados como mercancías. Este impulso hacia la explotación no puede salvarlo la innovación tecnológica. Dado que ésta tiende a generalizarse, la clave para el beneficio del empresario radica en aumentar la explotación. Eso nos lleva a la tercera distorsión del capital -dentro siempre de este mapa de la propuesta normativa del marxismo-. Efectivamente, la tasa de beneficio tiende a bajar porque lo invertido en innovación técnica no sirve para enfrentarse en el mercado a competidores que también las comparten. Y no es sólo el trabajo el que resulta así crecientemente explotado –salvo que lo impida la lucha de clases-, sino también la naturaleza, dentro de una carrera por abaratamiento de los recursos. 
Concluyendo: ¿qué me parece salvable del programa filosófico marxista y qué no? La tesis del progreso técnico me parece que requiere ir más allá de la simple denuncia de la distorsión capitalista de la ciencia. Existe una manera de hacer ciencia, de definir sus objetivos, de actualizar sus métodos y de valorar sus costes que depende de opciones precientíficas y que son morales, políticas y tal vez religiosas. Con todo, considero que aquí podemos acordarnos con algunos matices: también creo que el núcleo duro del trabajo científico puede aislarse más allá de contexto cultural alguno. En cuanto al fetichismo de la mercancía acompañaría al marxismo en una de sus implicaciones: la crítica de la adoración de objetos sin importarle el valor de la fuerza de trabajo que los produce. En el otro, en la crítica cualitativa al dinero, me parece que habría mucho que discutir. La moneda no somete las relaciones humanas por completo, ya que como muestra la antropología económica de Viviane Zelizer, la moneda (en rigor, las monedas) se encuentran normativamente (por consideraciones de género, clase de edad...) controladas. Pero es que, además, me costaría imaginar un mundo basado en la simple economía del don y cuando lo imagino (por ejemplo, en las relaciones militantes o intelectuales) observo cómo la indefinición del cálculo abre camino a la manipulación subjetiva y a la explotación. La fijación cuantitativa de un precio por algo otorga una enorme libertad personal e independencia para el más débil en la relación económico. Respecto a la distorsión capitalista de la economía o la tendencia a la creciente explotación de trabajo y de naturaleza, ignoro cómo no se puede ser marxista: basta, lo mismo soy ingenuo, con mirar sostenidamente los acontecimientos para desengañarse de la capacidad de autorrestricción del sistema. Sin un enemigo que lo combata, parece incapaz de alcanzar una simple racionalidad de autosupervivencia. Es verdad que también existen liberales que ven más allá de su nariz de clase y no son tan pocos. Marx lo reconocía bien y rindió homenaje a la profesionalidad de los inspectores de fábrica de la Inglaterra de su tiempo.  
Luego queda la cuestión peliaguda del agente que puede hacer frente a todo esto: pero creo que como presentador ya he hablado demasiado. Solo diré algo más. El marxismo, al menos con su teoría de la vanguardia, ha recogido lo peor del pensamiento republicano moderno: la idea de que los líderes son cualitativamente diferentes de los liderados y de que la política debe ser ocupación de unos cuantos. Al menos de momento, porque en el futuro radiante todo cambiará. Por ahora los primeros poseen la ciencia (o la entrega, o la decisión o lo que ustedes consideren...) y, hasta que los de abajo no la posean lo que hay que poseer, se debe pastorearlos. Y lo ha hecho sin recoger lo mejor: el derecho, la inviolabilidad del individuo, la necesidad de distribuir y no concentrar el poder político. La teoría política marxista estándar me parece un error por su desprecio de la democracia formal y por su desconocimiento que en política no existe privilegio epistemológico alguno, que solo existen opiniones y opciones discutibles. Cierto que Manzanera defiende marxismos libertarios y consejistas, herederos de la crítica de Trotsky y capaces de resistirse a ese reproche. Pero sólo muy parcialmente, porque muchos de ellos siguen ignorando los valores de la democracia formal o tienden a concebirse desde el prisma de una aristocracia intelectual. Basta con rozarse políticamente con cualquier marxista serio para detectar cuanto digo. Una crítica contundente a la teoría de la vanguardia requiere una elaboración ausente de este muy logrado libro.  

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