Un par de zapatos permanece, por
modesto que sea, cuando los utilizamos; los bienes de consumo, por el
contrario, se agotan en cuanto los consumimos. La imagen fue de Hannah Arendt e
ilustra la diferencia entre el movimiento de la labor, gracias al cual la vida
se renueva, y el impulso del trabajo, con el que podemos habitar el mundo y
dejar testimonios de nuestra actividad creadora.
Entre ambos espacios existen
puntos intermedios: quien fabrica tiene un cuerpo mas puede fabricar si hace
algo más que servirlo; a la vez, el cuerpo requiere de múltiples objetos
técnicos, por ejemplo de un calzado cómodo, para poder cumplir su ciclo de
renovación. Pero los grises entre ambas realidades tienen un límite o, de lo
contrario, la diferencia perdería su sentido. Un objeto que se consumiera al
utilizarlo requeriría unos cuidados especialísimos y, en cualquier caso,
saldría fuera de la esfera práctica, cotidiana, que reservamos a los objetos técnicos.
¿Y un cuerpo que fuera labrado como un objeto técnico, como lo único que
testimonia nuestra actividad en el mundo? Para empezar, si seguimos la letra de
Arendt, hay algo que chirría en ese cuerpo muestrario de cualidades: necesita
alterar los ciclos de agotamiento y felicidad, ciclos habitualmente
inconscientes, y de los cuales deriva una de las fuentes más poderosas de
placer.
Esa realidad comienza a
extenderse y puede valorarse ya bastante de sus consecuencias. Las La valoración que se hace en el libro de Esteban Hernández, Nosotros o el caos. Así es la derecha que viene (Madrid, Deusto, 2015) merece mucha atención. Pero antes de seguir, me gustaría indicar una reflexión para quienes, escribiendo en las humanidades y las ciencias sociales, se acerquen a este libro. Estamos ante un libro informado por lecturas y acompañado por entrevistas y escenas etnográficas, pero muy modesto en la exhibición científica. Estaría bien que pensásemos en cuánto se pierde en la argumentación con esta escritura; si es que se pierde, porque puede que se gane mucho.
Vuelvo al contenido del libro y dejo la forma. Esteban
Hernández ha tenido la feliz idea de convertir a la báscula en símbolo de las
formas de dominación contemporánea. La báscula no da órdenes pero objetiva cómo
se ha comportado un sujeto y qué efectos ha dejado en su carne. Es cierto que
el peso es simplemente una de las muchas maneras de medir tales efectos, pero
eso sería ignorar qué significan los fetiches: instrumentos arbitrarios de
definición de cualidades, gracias a los cuales decidimos qué partes de la
acción humana visibilizamos y cuáles ocultamos con el silencio. ¿Y sobre qué
nos habla el peso? De una cierta fiabilidad en un individuo, un principio de
encarnación moral que nos testimonia que, entre todos los traumas de la vida,
el individuo sabe conservarse sin ceder a las demandas perentorias del cuerpo,
sin claudicar ante satisfacciones inmediatas, rompiendo ese ciclo de
agotamiento y placer sin el cual la felicidad es inaccesible. Es un individuo
muy duro consigo mismo. Seguro que sabrá serlo con los demás.
Esteban Hernández nos propone un
libro en dos partes, una consagrada a la empresa y la otra a la política. Me
centraré en la primera y reservaré otro comentario a la segunda. El trabajo y la
labor contrastan de un modo distinto a cómo lo hace el mundo de la acción (al
cual pertenece la política) y el de la escenificación corporal. En la empresa,
en el mundo que antaño fabricaba cosas, el saber objetivable técnicamente (con
sus certificados educativos y sus garantías de cuerpos profesionales) juega un
papel cada vez menor. Lo que una empresa necesita son formas de ser, capaces de
ilusionar equipos, de conectarse con nuevas redes de negocios, de dejar su
marca en los ranking de evaluación. El profesional podía proteger sus placeres
íntimos y sus ciclos biológicos detrás de un saber, más o menos acreditado por
un título. En el mundo donde las cualidades se encarnan, donde las competencias
deben atestiguarse en cada escena, el juicio es mucho más permanente y radical.
Como bien señala Esteban Hernández, y atestigua la sociología del trabajo de
servicios, las empresas, más que saberes, compran formas de ser, pero sólo
aquellas capaces de dejar rastros: en los cuerpos, en los test con el que se
mide a un entorno humano.
Pero el trabajo, y los objetos
que producía, nos ayudaban a testimoniar con relativa solidez nuestro esfuerzo.
Cabe preguntarse, acompañando las reflexiones de Hernández, qué sucedería si no
escucháramos todo este discurso del cambio permanente, de la resiliencia, de la
entrega y de la empatía, del odio al moralismo y al intelectual. ¿Se
modificaría mucho la calidad de aquello que se hace? Cabe responder que buena
parte de lo que se hace son relaciones y que sí: hacerse el sordo causaría
penosos disturbios alrededor del individuo y, como poco, a medio plazo una
soledad difícil de llevar. Nadie me negará, sin embargo, que la cuestión es
filosófica y depende del tipo de mundo en el cual uno desea vivir y al cual
desea contribuir. Más allá de las relaciones, ¿qué pasaría si no hiciéramos
caso de esta suerte de retórica de producción de hábitos? Dejaríamos de cotizar
en las mediciones y seguramente deberíamos renunciar a muchos mercados, ¿pero
producirían las empresas algo peor? Sin duda, producirían menos individuos
dedicados a perorar sobre cómo producir y muchos profesionales de éxito
perderían sus nichos de empleo (entre los que se incluirían por ejemplo una
parte importante de las ciencias humanas). Pero ¿y aquello que se hace? Porque
además de adaptarse, ser resilientes y saber dejar rastros en los rankings, en
los trabajos se hacen cosas. Los sujetos deben ser capaces de fabricar zapatos,
de corregir comentarios de textos o de realizar diagnósticos, de servir con corrección una barra de bar o de aconsejar qué vestido ponerse en el
trabajo o en una boda.
Los individuos dejarían de
encarnar su actividad, de venderla con cada escena de su dramaturgia personal y
deberían centrarse en la permanencia de sus productos. Aristóteles sabía que el
buen juez de un zapato debe ser quien se lo calza, aunque nunca se le ocurrió
que un usuario podría marcar las formas de su producción. Entre otras cosas, porque un zapatero que intentase impresionar a la clientela mientras fabrica puede que se olvidarse de la comodidad de las suelas.
Mi conclusión después de leer a
Esteban Hernández es que, si nos volviéramos militantemente sordos a todo los
discursos que su libro analiza, no pasaría casi nada. Tendríamos otras
preocupaciones, otros cuerpos y otras formas de pensar la excelencia, es decir,
viviríamos una vida diferente pero sin que los zapatos, los comentarios de
texto o las tostadas con mantequilla fueran peores. Muchas personas perderían
los enormes beneficios que obtienen de su atención constante a las mediciones,
de vivir atestiguando una dieta permanente, pero nada más. Otro resultado posible
es que hablaríamos menos de la personalidad y mucho más de qué sabe hacer cada
uno (¿un comentario de texto sin faltas de ortografía, una tostada sin que se
queme?). En ese momento, la vida del cuerpo se separaría de nuevo de las
exigencias del trabajo; la primera se concentraría de nuevo en los ritmos del
metabolismo y la segunda en los
objetos capaces de fabricarse.
Termino: Arendt consideraba que
la vida del cuerpo podía degradarse por la pobreza y la riqueza, por la miseria
o el aburrimiento: en ambos casos, en el primero por exceso y en el segundo por
falta de esfuerzo, se perdían los ciclos de felicidad del metabolismo. Esteban
Hernández nos descubre otra dinámica de degradación posible: un exceso de
significación alrededor de cuanto testimonian los cuerpos y sus
escenificaciones, que nos lleva a olvidar la permanencia y la estabilidad de
aquello que producen. Si nos volviéramos sordos ante quienes peroran sobre las
mediciones y las aptitudes, ¿podría suceder que atendiésemos más a qué hacemos
y, paradójicamente, el trabajo ganase en calidad?
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