Jacques Rancière defiende una idea muy poderosa. La mitología estalinista se apoyaba en la destitución simbólica de cualquier crítica al partido, mezclando la crítica sociológica y la arrogancia epistemológica. Como el partido representaba a una clase incapaz de hablar, todo el que planteaba un problema se descartaba como un impostor. Si no lo fuera estaría atribulado por los males y sin palabra; si estaba presente sólo podía ser un pequeñoburgués ocioso. La verdadera clase, paciente de todos los males, siempre estaba más allá, era una clase eternamente ausente: el partido le daba la palabra. Algo similar se encuentra en muchas vivencias religiosas de la política. Los auténticamente sometidos, esos son los interesantes y no todos esos que hormiguean en las reuniones, esa gente, como se quejaba Aristóteles, que tienen la asamblea fácil.
Esta película es interesante y la protagonista merece todos los premios. Sin embargo, acumula todos los tópicos de la pobreza silenciosa y paciente, más allá de la revuelta personal. La protagonista carece de cualquier recurso, con la excepción de la solidaridad entre mujeres y la fuerza que otorga la creencia religiosa. Mientras tanto, una España masculina y alienada celebraba la victoria en la Eurocopa.
Por suerte, en España no se vivía así y me parece importante recordarlo. Había lugares donde se informaba a la gente de los desahucios, gentes que se encadenaban en las puertas de las viviendas, abogados que perdían dinero atendiendo a las personas. Gracias a lo cual se produjeron reuniones donde las personas hablaban: personas que se malentendían, que buscaban objetivos a menudo muy diferentes pero que, en ciertos momentos, se acordaban sinceramente persiguiendo ciertos afanes.
Es verdad que que, a menudo, las peores jerarquías sociales distorsionaban los diálogos. Pero también se cambió la sensibilidad de mucha gente, se promocionaron dirigentes improbables y se construyo un sentido colectivo, interclasista, abierto y de voluntad integradora. Otros, con su ciencia (de la historia, la sociedad, la democracia… siempre hay unos a los que su ciencia les sirve de alibi para la ironía y la parálisis) se burlaban de nosotros. A menudo acertaban en lo malo, pero se olvidaban de que la gente estaba menos sola y que, aunque chafardeábamos mucho, también encontramos algunas buenas conversaciones.
Esta película me parece construida desde otra longitud de onda, la que le encantaría y le encanta a los pastores de las mayorías silenciosas. Sus actores y su voluntad son estupendos pero me parece centrarse que convierte en normas casos que no eran tan comunes, al menos no de manera abrumadora. Si tal fue la realidad social del verano de 2012, el mal absoluto reinaba sin respuesta, golpeando sin que las víctimas tuvieran quien las acompañara, quien le sacara los colores al juez, a los municipales custodios; las víctimas no tenían abogados, trabajadores sociales, maestros, pedagogos, sociólogos, lectores de Agamben o Bourdieu que les llenaban mil formularios, les conducían otras tantas gestiones, incluso ponían sus cuerpos para resistirse a los atropellos. No fue así. Eran, éramos incoherentes, erraban, errábamos a menudo, pero estaban y estábamos allí, en el calor de julio de 2012, hablando, intentando comprender, intentando comprendernos, intentando que no fuera fácil mandar a la gente a la calle.
No lo olvidemos: nadie, ningún partido, ningún hombre o mujer providencial, puede sustituir aquellos encuentros erráticos sin los que no existe política democrática digna de ese nombre.
Esta película me parece construida desde otra longitud de onda, la que le encantaría y le encanta a los pastores de las mayorías silenciosas. Sus actores y su voluntad son estupendos pero me parece centrarse que convierte en normas casos que no eran tan comunes, al menos no de manera abrumadora. Si tal fue la realidad social del verano de 2012, el mal absoluto reinaba sin respuesta, golpeando sin que las víctimas tuvieran quien las acompañara, quien le sacara los colores al juez, a los municipales custodios; las víctimas no tenían abogados, trabajadores sociales, maestros, pedagogos, sociólogos, lectores de Agamben o Bourdieu que les llenaban mil formularios, les conducían otras tantas gestiones, incluso ponían sus cuerpos para resistirse a los atropellos. No fue así. Eran, éramos incoherentes, erraban, errábamos a menudo, pero estaban y estábamos allí, en el calor de julio de 2012, hablando, intentando comprender, intentando comprendernos, intentando que no fuera fácil mandar a la gente a la calle.
No lo olvidemos: nadie, ningún partido, ningún hombre o mujer providencial, puede sustituir aquellos encuentros erráticos sin los que no existe política democrática digna de ese nombre.
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