Las semillas del 15M (I): Sobre Populismo de José Luis Villacañas. Una serie de comentarios con Mario Espinoza Pino
Mario Espinoza y yo comenzamos una serie de reflexiones críticas sobre obras que analizan nuestra coyuntura política. Esta reseña se publicó en Diagonal. Muy pronto la segunda entrega.
La obra de José Luis Villacañas Populismo (ediciones
Huerta Grande, Madrid, 2016) presenta dos centros de interés. En primer lugar,
su autor se propone colmar, en España, una escandalosa carencia universitaria,
culpable de la desconsideración del populismo. En segundo lugar, así nos lo
explica en la páginas 20 y 21, Villacañas propone hacerlo desde la filosofía,
una filosofía que trabaja sobre los materiales de las ciencias sociales y que
les propone útiles a los ciudadanos, de manera que puedan evaluar la situación política presente y
afrontar la misma. Nuestro
comentario pretende leer el libro desde tales objetivos y queremos preguntarnos
si los alcanza o se desorienta en el camino de su prosecución.
Ciertamente, hasta el libro de Villacañas, cuanto se escribía
sobre el populismo desde las cátedras de filosofía españolas carecía del mínimo
de demora sin el que cualquier análisis descarrila en el ajuste de cuentas.
Hay, sin duda, algunas excepciones: la filosofía de afirmación partidaria de
Germán Cano (Fuerzas de flaqueza. Nuevas gramáticas políticas, La
Catarata, 2015) y el análisis propuesto desde la ciencia política por José
Ignacio Torreblanca (Asaltar los cielos. Podemos o la política después de la
crisis, Madrid, Debate, 2015). Sobre ambos hablaremos en próximas entregas
de nuestra empresa común. También lo haremos sobre un libro de Félix Ovejero
que desgraciadamente pasó desapercibido: ¿Idiotas o ciudadanos?. El 15-M y
la teoría de la democracia, Barcelona, Montesinos, 2013. ¿Cuál es esta
empresa común? Discutir, desde nuestros parámetros políticos, la literatura
académica sobre el 15M y sus salidas políticas, sus cualidades intelectuales y,
si los tienen, sus efectos políticos. Lo hacemos por gusto pero también
llevados por un modesto sentido de la obligación. Nos parece que ahora, cuando
comienza la pugna por definir y apropiarse del “acontecimiento 15M”, nuestra
perspectiva sobre el mismo necesita confrontarse, aprender y discutir también
lo que otras, ni mejores ni peores que las nuestras, están intentando decirnos.
Puede que no le interese a nadie más que a nosotros; en cualquier caso, con eso
nos basta: con aclararnos, aprender y, si la situación se presta, colocar algún
pero.
Comencemos pues por uno de los propósitos de José Luis
Villacañas, la confrontación con las ciencias sociales. Al respecto el autor
discute la supuesta “esencia” del populismo, propuesta por la historiadora
italiana Loris Zanatta. El autor le reprocha una visión del populismo como una
ideología retardataria, enemiga del progreso. La historiadora se confundiría al
identificar populismo con la “melancolía de la comunidad ancestral” (P.. 31)
típica de la imaginación nacionalista, adscribiéndole todo el fondo mítico con
el que trabajan los idearios nacionales. Bien al contrario, el populismo no se
articularía en torno a ningún tipo de nostalgia de la unidad originaria, sino
que pugnaría por construir una comunidad escindida políticamente. Cabe
preguntarse, siendo convincente Villacañas, si no impone aquí una
interpretación del populismo excesivamente centrada en Laclau, utilizándola
como rejilla analítica única: tal vez Zanatta apunte bien a otros modelos
populistas, sin ir más lejos el de Evo Morales, que intenta compaginar –no
siempre con fortuna– la identidad Aymara con el socialismo (pondremos un
ejemplo enseguida). No resulta fácil aclararse, porque aunque Villacañas
discute las conclusiones se olvida de los materiales empíricos y condiciones
sociales desde las que surgen. Un weberiano tan sofisticado como él sabe muy
bien que ningún concepto ideal-típico nos proporciona condiciones necesarias y
suficientes, sino guías de contraste con el mundo, en la que importan tanto (o
más) las desviaciones detectadas que el logro de concordancias. De hecho, es
gracias a las desviaciones y al ajuste conceptual que estas nos permiten por lo
que podemos explicar y comprender la realidad con un mínimo de garantías,
evitando apriorismos o arrebatos ideológicos poco situados ¿No existe nada de
nación legendaria –ya sea en tanto fundamento o anhelo– en ningún modelo
populista? Dejamos apuntado que, en lo que a las ciencias sociales respecta,
José Luis Villacañas olvida un debate sobre el populismo. Fue fundamental en la
sociología y la filosofía francesa (y, desde ellas, más allá) de los años
setenta del siglo XX. Nos parece que empaparse en ese debate (sin el que se
comprenden mal problemas centrales en las obras de Bourdieu, Passeron, Rancière
o Michel de Certeau), muy conectado con el problema de las identidades
populares y sus competencias ayuda a ponderar mejor algunas afirmaciones que se
realizan en el libro sobre las identidades de clase, su existencia y su
consistencia.[1]
Villacañas convierte –véase la página 41– al populismo en una
respuesta contemporánea a la democracia neoliberal. Podemos darle la razón,
pero desde luego eso supone un desmentido radical de Laclau y de sus
interesantes análisis de las dinámicas populistas en Mao o en Perón. Por todo
ello, cabe preguntarse de qué habla exactamente el libro: ¿del populismo o
específicamente de Podemos? Y si lo último es el caso, parece hablarnos más
bien de la teoría que las elites del partido han conseguido popularizar sobre
su práctica. Insistimos: lo que alguien “dice que hace” puede o no ser lo que
hace, y tal vez esto último se lea mejor desde otras teorizaciones que abordan
la fusión entre la política y el marketing (de Robert Michels a Pierre
Bourdieu). Estos dos asuntos quedan abiertos en el libro de Villacañas: ¿de qué
populismo habla? Y, en segundo lugar, ¿el concepto de populismo es el mejor
para definir la realidad a la que se refiere?
En este momento, sentimos que parte del desafío que se planteaba
queda sin satisfacer: la síntesis desde la filosofía parece sesgada aunque, eso
sí, ayuda a conducirse en el presente. Porque desde este momento, Villacañas
nos introduce en España y en Podemos, es decir, en la versión española del
populismo -si es que el populismo es lo que describe al partido. Villacañas
fortalece la visión más desmarxistizada posible del fenómeno populista, al
tiempo que esquematiza el marxismo (o más bien los marxismos, porque estamos
ante una tradición compleja y plural) más allá de lo que sería deseable para
propiciar un diálogo fluido. El problema ya no es que el autor (o su lectura
del populismo) reduzca la “política” marxista a una relación mecánica entre la
división social de clases y el proyecto comunista de emancipación, sino que
tilde de “esencialista” a una tradición cuyo núcleo político ha sido siempre
relacional. Los artículos periodísticos de Marx –clave desde el punto de vista
del análisis político– dan buena muestra de la complejidad de la comprensión
marxista sobre las coyunturas y sus alternativas[2]. El
mecanicismo que Villacañas imputa al marxismo sólo alcanzaría a comprender
–como mucho– las tesis de la II Internacional o el discurso esclerótico del
Dia–Mat soviético (teoría del reflejo mediante). Hubiese sido interesante
debatir con marxistas españoles como Manuel Sacristán,[3] cuya
comprensión de la teoría marxiana y la praxis política se distancia de
cualquier esquematismo. Por otra parte, al eliminar continuamente las clases
sociales, termina por abrazar visiones completamente individualistas de la
sociedad moderna: “En la realidad social solo hay diferencias”, escribe en la
página 45.
¿Sólo hay diferencias? Resulta evidente para el autor, mas no
para nosotros. Villacañas (o repetimos: el populismo tal como lo lee) considera
saldado el marxismo pero, aunque así fuera (cosa que no compartimos), una cosa
es el marxismo y otra la sociología, y prescindir de la presencia de las clases
sociales requiere más desarrollos. Incluso, cabe afirmarlo, si se comenta la
filosofía del populismo. Ciertamente, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe no son
marxistas dogmáticos y no otorgan posibilidades omnicomprensivas al análisis de
clase. Que lo obvien tan radicalmente, no está nada claro. En su famosa
teorización sobre la producción de equivalencias entre lo distinto, Laclau
aseguraba que estirar demasiado las equivalencias era un camino errado. De ese
modo, nos decía, se malbarataban las condiciones sociales que las volvían
efectivas. Efectivamente, la realidad se puede construir pero no desde un vacío
sociológico. Y si se hace –cayendo en la autonomía de lo político– se acaba
hablando de pueblos que por mucho abarcar poco aprietan, ya que reúnen
intereses sociales opuestos y divergentes. Alguien puede defender a los
pequeños empresarios, o a los empresarios patriotas, y los derechos de los
trabajadores precarios. Puede hacerlo, y la “magia social” puede funcionarle un
tiempo. Pero a los pocos días de meter la inspección de trabajo en las empresas
auguramos que los primeros se enfadarán bastante. Algo semejante le pasó a Evo
Morales, según nos explica el sociólogo Franck Poupeau (Les mésaventures de
la critique, París, Raisons d’Agir, 2012, p. 75): Morales intentó
introducir una reforma de los impuestos y del derecho del trabajo. Dado que su
base social se encuentra construida por pequeños empresarios de la economía
informal (el de la burguesía indígena o chola), interpelados por su populismo,
llegado el caso asumieron una identidad de clase que, en ese momento, les
interpelaba mejor: la de empresarios amantes de la economía patriarcal.
La política no son sin más las clases, pues estas ni son
homogéneas ni comparten intereses comunes, pero unificarlas sobre el vacío
social tiene un recorrido limitado, sobre todo si se trata de una política ilustrada
y de liberación que se impone no unificar los antagonismos recurriendo a chivos
expiatorios. Incluso los ejemplos de políticas populistas logradas por la
derecha (en Estados Unidos, Francia y ahora de manera creciente en Alemania)
son políticas de clase, consistentes en enfrentar a los trabajadores con los
modelos culturales de la burguesía liberal. Aunque también sean, y no de un
modo menor, políticas racistas fundadas en una distinción blanca/eurocéntrica
que separa un nosotros civilizado de un ellos bárbaro. Está claro
entonces: puede admitirse que las clases permiten construcciones políticas
diversas (en realidad, una banalidad desde El 18 de Brumario de Luis
Bonaparte), puede admitirse que las coaliciones de clases no siempre
colocan a los de abajo en el sentido de la emancipación: de ahí a decir que
solo existen diferencias hay un recorrido enorme en el que no acompañamos a Villacañas.
Por otro lado, el libro aboga por el republicanismo y propone
inteligentes diferencias entre modelos carismáticos. No remiten al mismo modelo
el líder republicano y el que se apoya sobre el clientelismo. Este último punto
es importante. Un análisis de la enorme literatura sobre procesos populistas
-desde Venezuela a Bolivia pasando por Putin, incluida la construcción de
Podemos en España- podría hacernos salir del análisis filosófico y ver cuáles
son las prácticas efectivas de modulación del carisma. Villacañas propone una
teoría interesantísima de los afectos políticos (página 75) pero que debería
completarse, es nuestra perspectiva, desde un análisis empírico –que el autor
apunta con inteligencia al final de su libro- de los modos de distribución de
las retribuciones políticas, de las prácticas democráticas o no que espolean y
de las fracciones de clase que promocionan. Que Podemos, para irnos al ejemplo
que inspira a Villacañas, tenga una activa sección de Cultura pero una menos
patente política sindical puede ser significativo de las fracciones sociales y
políticas que, efectivamente, ha enrolado en su construcción teórica. Para ese
análisis este libro orienta poco.
Uno de los apuntes más valiosos del libro, la tesis del autor
acerca de la emergencia del populismo como respuesta a la democracia
neoliberal, se ve a nuestro juicio poco elaborado cuando el autor aborda el
“tipo antropológico” al que interpelaría el populismo en la sociedad actual.
Desde la filosofía de la cultura, Villacañas propone un análisis freudiano del
“sujeto–tipo” de la política populista, una política –como mencionamos poco más
arriba– fundada sustancialmente en la dinámica de los afectos. Para ello el
autor despliega una teoría del aparato psíquico más cercana al psicoanálisis
que a cualquier trabajo sociológico o histórico al uso. El problema de los
individuos actuales –un problema arraigado en la evolución neoliberal de la
cultura y las instituciones– sería su incapacidad para construir un “yo ideal”
distanciado, resultándoles más fácil identificarse con un yo ideal corporizado,
esto es, con un líder. El populismo y su líder interpelarían a una
subjetividad primaria y narcisista, fundada en las emociones más que en la
inteligencia crítica; en lugar de potenciar el distanciamiento y la
responsabilidad, lo que el populismo impulsaría es una identificación acrítica
con el líder en cuestión, formado por la misma “materia psíquica” que los
liderados (P. 99). La producción de esta personalidad narcisista, cuya
capacidad de diferenciación es mínima, sería efecto del empobrecimiento del
arsenal cultural provocado por el neoliberalismo, una racionalidad que somete
todo al ethos del homo economicus (P. 106). Así, por ejemplo, lo
único valioso de la educación sería aquello que pueda validarse en el mercado
de trabajo. El problema de este diagnóstico, culturalmente sugerente y
persuasivo, radica en su desapego de la estructura social, las clases y las
desigualdades fundamentales sobre las que se asienta la razón neoliberal. Al
menos en dos niveles. Para empezar, un discurso sobre la deflación cultural y
subjetiva promovida por el neoliberalismo, tendría que mencionar la evolución
del capitalismo como terreno material que provoca las transformaciones
culturales y subjetivas. En ello han insistido autores como F. Jameson y D.
Harvey, pero ello implicaría reintroducir la desigualdad social y, por tanto, las
clases. De otra parte, aunque en una línea similar, el “tipo antropológico” del
populismo hubiese adquirido un recorrido más contrastado y rico –menos vaporoso–
si se hubiese correlacionado con la estructura social, porque ¿quién es ese
“tipo subjetivo neoliberal”? ¿Es extrapolable a toda la sociedad? ¿Se reduce a
una clase específica? ¿Pretende ser un tipo puro ideal? ¿Está igualmente distribuido en todos
los países donde se desarrollan procesos populistas?
Más interesante es su vigorosa defensa del republicanismo, que
ocupa la última parte del libro. Villacañas muestra convincentemente que el
populismo trabaja bien con el tipo humano producido por el neoliberalismo. La
vocación competitiva de la sociedad de pequeños empresarios se sublima en una
concepción competitiva de la política y en la designación de un enemigo de
brocha gorda. El populismo redistribuye, señala, al pueblo amigo y, de nuevo,
faltan datos que lo corroboren y si estos muestran una novedad en las políticas
del populismo latinoamericano respecto a otros modelos del gobierno; tampoco
nos aclara si todos los populismos son o no intercambiables. La defensa del
republicanismo –un republicanismo materialista– nos une a Villacañas, si bien
no compartimos que puedan existir repúblicas con profesionales vitalicios de la
representación, ni en forma de políticos ni al modo de monarcas. Ser
republicano es también ser desconfiado del poder y la arrogancia que le es
connatural.
Como conclusión, y apuntando hacia el diagnóstico netamente
político que hace Villacañas del populismo en España y el movimiento 15M,
cabría señalar que si el 15M no puede reducirse a un fenómeno populista, no lo
es tanto porque sus demandas fuesen sectoriales –como señala el autor– sino
porque su innovación organizativa, repertorios de acción y formas de liderazgo
distribuidas encajaban difícilmente con el esquema populista. De hecho, las
recetas populistas han tenido que violentar fuertemente los modelos políticos
ideales producidos en la cultura de asambleas. Para desprestigiar su ejemplo,
no se dudó a considerar como intrínsecamente oligárquico tal sistema, siempre
violentado por el militantismo faccioso. Se trataría entonces de elegir entre
dos menús de oligarquías: el vergonzante e ineficaz de las asambleas y aquel sin
complejos pero eficaz del partido. La alternativa es falsa: buena parte de esa
crítica la formulamos[4]
en España quienes deseamos mejorar el modelo democrático de las asambleas
porque sospechamos que sus reales problemas (faccionalismo, cultura de la conspiración,
fuerte selección social de los dirigentes en función de las cercanías a los
centros efectivos de poder), en manos del populismo de partido, no solo no se
mejoran sino que se conservan y se acentúan con otros nuevos: clientelismo y engolfamiento
en la adquisición de capital político mediante comportamientos serviles y
modulaciones del discurso completamente estratégicas. La alternativa no está
entre dos oligarquías políticas, sino en incluir garantías democráticas que
contengan las tendencias a la elitización de la política, las cuales eliminan
de la vida política el coraje y la independencia de criterio (pero no el
comportamiento aguerrido y matón…) y el debate intelectual se ahoga entre
discursos donde se oponen cortesanos de las diferentes facciones en pugna por
el poder y los recursos.
Respecto a si existe o no una crisis orgánica en España, a
nuestro juicio, que difiere del
autor, esta sí tendría lugar por diversos motivos. No sólo por la
incapacidad de regeneración de la clase política heredera del 78, nacionalismos
tradicionales incluidos, sino también por la propia agenda neoliberal en curso,
que volverá a imponer la mano dura de la austeridad en breve (lo que redundará
en una precarización de la vida y en un aumento de la brecha social, ya muy
pronunciada). Aunque lo más problemático, lo que señala que el llamado “régimen
del 78” está fuertemente tocado, es la fractura de las clases medias que
articularon el relato de la transición. Tras el proceso de empobrecimiento al
que la crisis económica ha sometido al país, cada vez queda menos de ellas.
Ante una disyuntiva tal se abren tres caminos: una ruptura democrática con el
régimen, incluyendo en este proceso de renovación –renovación constituyente– a
sectores más allá de las clases medias; una reforma –más o menos audaz, capaz
de ampliar el arco de la representación y pugnar por medidas sociales– o la
restauración. Aunque muchas veces las diferencias entre reforma y restauración
sean más nominales que de contenido. En cualquier caso, el camino que se abre
está lleno de incertidumbres.
[1] Sobre las preguntas que ese debate ayuda a plantear a propósito
del concepto de pueblo en Laclau véase José Luis Moreno Pestaña, “La lógica de
la los pequeños capitales: filosofía y sociología del populismo”, El Viejo Topo, 2015, 330-331.
pp. 88-98. Disponible también en Rebelión: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=202934
[2] En este sentido, sería interesante revisar la producción
periodística madura de Karl Marx. Una selección representativa de su periodismo
de la década de 1850–60 puede consultarse en la edición de Mario Espinoza de
sus Artículos Periodísticos, Alba Editorial, Barcelona 2013.
[3] Véase al respecto la entrevista de Mario Espinoza con Salvador
López Arnal, disponible en este enlace
http://www.fuhem.es/ecosocial/articulos.aspx?v=9861&n=0
[4] Véase José Luis Moreno Pestaña, “Les
conditions sociales de la démocratie assembléiste”, Savoir Agir, 2012, pp. 11-20 y dentro de un
trabajo más global “Democracia, movimientos sociales y participación popular: Lógicas democráticas y lógicas
de distinción en las asambleas del 15M”, Javier Escalera y Agustín Coca
(cords.), Movimientos
sociales, participación y ciudadanía en Andalucía, Sevilla, Aconcagua, 2013. Véase un
estado de la cuestión general, también realizado desde la teoría aristotélica
de los regímenes mixtos, en Paul Luccardie, Democratic
Extremism in Theory and Practice. All power to the people, Nueva York, Routledge, 2014. La
lectura del libro de Luccardie muestra que existen problemas para los modelos
de participación asamblearios. Pero también hay
maneras de enfrentarlos.
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