Artículo publicado en Diagonal
¿Qué nos ha dejado el 15M cinco años después? Creo
que una esperanza –comprometer políticamente a muchos ciudadanos- y una tarea:
permitir que ese compromiso se mantenga.
Empiezo con la
esperanza. El 15M atrajo muchas personas a la política y lo hizo con prácticas
democráticas. Fue un enorme acontecimiento. Normalmente la política funciona
con fronteras invisibles, aunque ritualmente se proclama que cualquiera puede
entrar en ella. Los partidos, pero también los movimientos sociales, exigen
determinados perfiles a los participantes: conocimiento de las divisiones
políticas existentes, capacidad para situarse en ellas, tiempo que entregarle a
la organización o a las actividades políticas, manejo para volverse
significativo –o temple para resignarse a seguir pasivamente las exigencias de
las personas destacadas-. No extraña que la política sea asunto de pocos,
de muy pocos.
Contra esa lógica, el 15M rehabilitó antiguos
dispositivos de participación popular: las asambleas, lugares donde los
ciudadanos, alrededor de un centro vacío, intentan pensar cómo vivir en común.
Y todo ello, sin que nadie ocupe ese centro vacío, sin que imponga de nuevo qué
debe conocerse de la política, cómo manejarse en ella; sin que imponga pautas
de participación que excluyen a quienes no tienen tiempo –porque consagran
tiempo a su trabajo, al cuidado de los suyos, en suma, porque no quieren
profesionalizarse-.
Esa esperanza, la de que la política es un asunto
de muchos, se ha visto decepcionada muchas veces y también la maltratamos en el
15M. Muy pronto, aunque más tarde de lo que cabía esperar, las asambleas
sucumbieron a manejos de personas entrenadas (y a los enfrentamientos entre
ellas), expulsando a muchas. Como cualquier entidad del mundo humano, las
elites políticas tienden a persistir en su ser, casi siempre desde la buena fe.
Paso a la tarea: no es otra que evitar que eso
ocurra, u ocurra con los menos exclusiones posibles. Las asambleas, cuando
funcionan como un mercado, tienden a sucumbir –sucede en cualquier mercado-
ante quienes tienen más capital. Por eso, desde siempre, desde que la
democracia se inventó, las asambleas necesitan instituciones que las vigilen
y reglas que impidan que alguien las capitalicen. Instituciones que establezcan
procedimientos claros de tomas de decisión, un quórum que impida que se
considere reunión un manejo entre elites, organismos que supervisen el
seguimiento de los acuerdos, penalizaciones para quienes los violan o los
distraen de sus fines.
Las democracias antiguas recurrieron a
distribuciones aleatorias para establecer esos organismos. Impusieron que los
seleccionados rotasen en ese crucial desempeño de vigilancia. Creían que así se
mejoraban las asambleas y de camino se ayudaba a que los ciudadanos oscuros (o
mejor: oscurecidos por las rutinas de la política), aquellos que nunca
sobresaldrían en el mercado asambleario (capitalizado por las elites),
adquiriesen competencias políticas.
Todo eso, se dice, queda muy lejos. Y es verdad.
Pero cuando queremos una política en nuestras manos, seguimos reuniéndonos para
deliberar alrededor de un centro vacío. Muchos de nuestros problemas siguen
siendo similares a los que se encontraron quienes inventaron ese procedimiento.
Quizá podamos reactualizar también sus precauciones ante las derivas de las
asambleas: promoviendo el sorteo, la rotación y la incorporación de los
ciudadanos oscurecidos por las elites. Como muestran los debates de nuestros
amigos de la Nuit Débout, cada vez
más demócratas piensan así.
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