Los cambios de casa ocasionan, cuando los libros te
acompañan, experiencias de lucidez biográfica.
En primer lugar, la sensación de culminación, de éxito, que
experimentas cuando ordenas los libros que consideras valiosos y que constatas trabajados hasta descuadernarlos. Representan la productividad de una decisión, la
que te exigiste para enfrentarte a determinados problemas y autores; gracias a
esa decisión, el futuro parece abordable.
La sensación contraria es la del libro nunca leído o apenas
empezado y que sabes importante y que tú mismo te exiges haber terminado. Cabe,
en ese momento, tomar una de las siguientes dos determinaciones: colocar ese libro
en tu futuro inmediato –así, en un lugar bien visible de la estantería desde
donde te amenace: ¡Eh, no sigas sin leerme!- o sacarlo definitivamente de tu proyecto
y despedirte de él. Puedes decirte que no era tan importante o que estaba fuera
de tus capacidades. Menos difícil resulta contarte lo primero.
Luego encuentras dos sensaciones ambivalentes. La primera
es de libros leídos, cuidadosamente subrayados, y que eres incapaz de recordar
qué te enseñaron. La posibilidad de decirte que en otro contexto te hablaron
pero ya no, es una; otra, más dolorosa pero normalmente más cierta, consiste en
confesarte que los leíste porque había que hacerlo, porque servían para
conversaciones, para pasar por puestos en determinados temas. Entonces
(sin lucidez) y ahora -con ella- los considerabas banales y baldíos: es un
juicio duro sobre tu propia existencia de entonces, sobre aquellos a los que
deseabas y el camino que compartíais.
La segunda sensación es la de los libros que amaste y que
ahora contemplas con más distancia, bien porque sabes más, bien porque la
recepción benévola de los mismos se juzgaba en parámetros que hoy no compartes.
Por ejemplo, lo comentaba el otro día con un amigo, los jefes bolcheviques eran
sin duda intelectuales de peso, pero ignoro quién puede leerlos con la misma benevolencia tras enfrentarse al ponderadísimo –pero para mí definitivo- libro de Orlando
Figes La revolución rusa. La tragedia de
un pueblo. Algo similar cabe decir de autores que consideraste originales y
que, a fuerza de insistir en su lectura, fuiste comprendiendo menos profundos.
Para terminar: la sensación más espléndida es la de esos
libros que leídos o no quieres volver a releer, simplemente por lo feliz que te
hicieron, sin que conozcas, ni necesites, saber muy bien la razón. Un par de ejemplos: La zona muerta de Stephen King cuando
eras un mozalbete deseoso de experiencias fuertes o Eros y Civilización siendo un universitario pedantuelo (y tantos
otros donde reconoces claves de quién eres); sabes que algo existe en el primero
por lo que adoras a Bernie Sanders: lo oyes argumentar y te viene a la cabeza -¿cuál es la razón?- Christopher Walken en la fabulosa versión cinematográfica que hizo Cronenberg. La magia filosófica del segundo –que aún puedes
recrear y casi sentir pese a constatar sus insuficiencias conceptuales- te dio fuerzas para acabar tu último libro (aunque Marcuse no aparezca citado por parte alguna). De esos libros no extraes conceptos sino estados de ánimo: en ellos vuela a veces la loca de la casa (la imaginación: caso de Stephen King) o una peculiar líbido científica. A menudo, todo mezclado, en aquella parte de ti donde reconoces tus disparates embrollados con lo que juzgas más valioso.
Cambiar una biblioteca permite levantar acta de lo difícil que
es forjarte como un sujeto entre tantas páginas perdidas.
(Acabo recomendando una excelente sociología de la lectura:
la emprendida por Gérard Mauger, Claude F. Poliak y Bernard Pudal en Histoires de lecteurs. Es, sin duda, uno
de los libros que entran en la primera categoría.)
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