(He aquí el comentario que se ha publicado hoy en la página web de Sinpermiso y a la que se puede acceder pinchando aquí)
Un libro debe juzgarse por los interlocutores que escoge. El
trabajo de Ricardo Romero Laullón y de Arantxa Tirado Sánchez se esfuerza por
establecer un diálogo con lectores no entrenados en las discusiones académicas.
No resulta fácil porque el libro presenta sus argumentos invocando un doble
registro. Por un lado, se encuentra la experiencia personal de los autores. Por
otro, ambos son universitarios y recurren a argumentación teórica. Si hay algo
que me escame de su trabajo es la saña, por cierto muy a la moda, con la que
aborrecen la cultura académica, cultura sin la cual no hubieran podido escribir.
Ciertamente, acuden a una lecturas quizá minoritarias pero no menos académicas.
Como buen libro escrito a cuatro manos todas las hebras no se encuentran bien
anudadas en el cáñamo del discurso y uno puede saltar de estados de la cuestión
muy solventes a desahogos. Mas también es la gracia de la obra y seguramente lo
que ha permitido sus cuatro ediciones en muy pocos meses. Si en 2010 nos dicen
que un libro como este encontraría editor, nos hubiéramos reído. Por tanto, el
éxito debería alegrar a cualquier persona que se interese por la sociología, la
desigualdad y la política.
Comentaré
el libro desde dos planos. El primero se concentra en las informaciones que nos
proporciona sobre la experiencia de clase. Abordando el segundo plano me
preguntaré si esas informaciones, para mí extremadamente convincentes, se
corresponden con su tesis general, la cual, enunciada desde el comienzo,
considera un fraude buena parte de la relativización postmoderna del papel de
las clases sociales en la experiencia laboral, educativa y política.
Comienzo
por el primero. Romero y Tirado discuten, con mucha razón, una sociología de
las situaciones que se olvide de la trayectoria de quienes las habitan.
Situación de precariedad conocen muchos jóvenes, aunque no es lo mismo quien
trabaja en una tienda para pagarse un master que quien lo hace para
profesionalizarse como vendedora. Conceptos como precariado —o aún peor: la
multitud de Negri y Hardt— tuvieron su momento de gloria entre nosotros pero no
se sostienen: son pantallas que nos impiden comprender la desigualdad interna
en lo que superficialmente parece una condición común. La precariedad debe
situarse dentro de trayectorias más amplias, del ciclo vital de los individuos
y de las oportunidades de carrera que se les abren. No es lo mismo la
ralentización o incluso el bloqueo del acceso a trabajos de clases medias y
superiores que la instalación de por vida en la precariedad laboral. Como sabe
cualquiera que haya leído con atención a Bourdieu, los momentos de crisis
favorecen muchas identificaciones mágicas. Así, las que se producen entre los
marginados del campo del poder y los socialmente marginados. Lo primero es una
crisis generacional en el mundo de quienes mandan por parte de quienes aspiran
a sucederlos; lo segundo es una condición estable. Nuestra crisis ha prestado
atención en exceso a quienes no tuvieron la recompensa que esperaban entre las
capas privilegiadas. Bastante menos a quienes siempre estuvieron subordinados.
Existen, claro que sí, vinculaciones posibles entre los pretendientes
decepcionados y los explotados: mas nunca serán políticamente sanas si no se es
consciente de la diferencia entre unos y otros. Romero y Tirado insisten
sobremanera en este punto. No veo yo quién podría quitarles la razón o cómo
podría menospreciarse esta parte de su discurso. Aún menos lo entiendo para
quien crea que cualquier transformación social valiosa no puede prescindir de
las clases dominadas. No porque alberguen el sentido de la historia: simple y
llanamente por una cuestión de justicia.
En ese
sentido el libro resultará molesto a muchos de quienes monopolizan el discurso
crítico. Por ejemplo, cuando se describe cómo las redes sociales y las
expectativas disocian las carreras del que se mueve como el pez en el agua en
el mundo académico y el que procede de clases populares. Y ello aunque ambos
sean buenos estudiantes y deseen entrar en la universidad. Aún más, me imagino
que molestará cuando alaban la película brasileña Tropa
de elite y con una razón evidente pero que es difícil escuchar: no
puede uno pretender comprometerse con la miseria del mundo mientras idealiza a
criminales o se abastece en los mercados de la droga. Los criminales y los
mercados de la droga destruyen la vida cotidiana de las clases populares. En
fin, también me imagino que molestará, y mucho, la denuncia de la infrarrepresentación de los orígenes sociales
humildes en las elites políticas. El origen de clase no hace ni malo ni bueno a
un representante político, pero sí otorga una sensibilidad muy importante que
puede (insisto: puede) aportar lucidez política. Y debe uno preguntarse, si
desea representar a su pueblo, por qué sus filtros solo permiten seleccionar
gente de alcurnia, alguna de ella especialmente entrenada en revueltas dentro
de los palacios de la distinción simbólica. Personalmente, me alegro de que
molesten tales consideraciones porque creo que contienen mucha verdad. La
desaparición forzada de la clase obrera que Romero y Tirado denuncian en el
subtítulo de su libro sigue reiterándose bajo prácticas falsamente
transformadoras.
Una
consideración más sobre este punto, aunque me aleje algo del análisis del libro
que me ocupa. La vinculación de la dominación política con el reclutamiento de
clase puede organizarse de muchas maneras. En todas ellas creo que se perfila
un modelo social más o menos típico que constituye la presa de predilección de
todos los empresarios de la política. Así, pueden distinguirse lo que Bourdieu
llamaba oblatos, individuos que se lo deben todo a la iglesia, y que suelen
destacar entre los peores inquisidores. Estos pueden reclutarse entre las
clases populares aunque también entre clases medias y dominantes frustradas con
su destino. De las clases populares salieron algunos de los oblatos del
estalinismo, cuya entronización de los obreros permitía disciplinar a quienes
disentían intelectualmente. De las clases medias y dominantes pueden surgir
también oblatos. En este caso, intentando recuperar políticamente lo que esperaban
recoger en la lógica que habían fantaseado para su biografía. Particularmente
terribles son los intelectuales que flotan entre distintas instancias (las
propias de su dominio de competencia y las específicamente militantes) y que
emplean la política para estigmatizar simbólicamente a sus competidores
intelectuales. Cada uno de estos prototipos, y otros que la investigación debe
precisar, permitiría un programa de trabajo sobre lo que Daniel Gaxie llamó
retribuciones militantes, esto es, los recursos que se detraen de la
participación política. Cada mercado político propende a captar individuos con
perfiles sociales que permiten o impiden cotizar al alza. Me parece que esa es
la vía para plantear racionalmente la vinculación entre política y clase. Creo
también que una organización democrática debe prever esos procesos y, en la
medida de lo posible, desactivarlos.
Tras
esta digresión, paso ahora al segundo momento de mi comentario. ¿Se compadecen
las descripciones de la experiencia de clase con la tesis del libro?
Precisamente porque las descripciones me parecen justas, yo diría que no del
todo. Lo que los autores describen, si los leo bien, es la pertinencia del
análisis de clase para comprender los conflictos en situaciones interclasistas.
Me explico: no son solo situaciones donde se encuentran personas de orígenes
sociales diferentes, sino donde —esta es la clave— las de origen social más
humilde ansían acceder. Es decir, no son espacios que estén absolutamente
cerrados a ellos: son espacios donde compiten como individuos. Y, obviamente,
esas situaciones se encuentran articuladas con precios que no son accesibles a
todos: son mercados donde no tienen los mismos recursos que los más ricos en
recursos económicos, el mismo sentido de la presentación corporal o una buena
agenda de contactos heredada de la familia.
Lo cual
confirma una tesis que cierto obrerismo —no sé si marxista o no— no entiende.
El modelo de clases enfrentadas supone espacios vitales relativamente cerrados,
donde los de abajo saben que existen futuros que no son para ellos y a los que
evitan concursar. (Tal vez, permítaseme el inciso, desde la perspectiva de los
dominantes no ocurre igual. Como explicó Jean-Claude Passeron, una de las
fantasías burguesas de omnipotencia es la creencia de que pueden vivirse todas
vidas: hoy soy experto en cine de vanguardia, mañana militante, pasado obrero y
traspasado vuelta a la casilla de salida.) La multiplicación de espacios
interclasistas, donde los mercados sancionan más a unos que otros, produce
identidades de clase más lábiles y difíciles de captar porque varían en los
distintos momentos de la experiencia. Siguen siendo de clase: pero de otro
modo. Curiosamente, la insistencia de los autores en valorizar la identidad de
clase puede leerse como síntoma de algo: la competencia en el mercado de
identidades es muy ardua. Cuando se estudia a la clase trabajadora, sobre todo
en sus prácticas más cotidianas (la alimentación, la salud, cómo es legítimo
vestirse, en suma, las prácticas corporales) no resulta difícil advertir que su
identidad pasa por situaciones ambivalentes, por momentos incluso de
disociación: hoy soy hijo de trabajadores, mañana me siento el triunfador de la
familia o alguien que conquista un mundo ajeno. Esa ambigüedad puede corresponderse
con la alienación ideológica, pero no solo: fundamentalmente alude a la
complejidad de una experiencia donde se alternan el autodesarrollo y la
frustración, la participación en las prácticas de las clases medias y
dominantes y la sensación de que en estas no se da la talla. Por lo demás, creo
que las identidades de clase nunca fueron, salvo en la mixtificación de la
ortodoxia, tan compactas ni tan autárquicas, tan internamente solidarias ni tan
ajenas a las clases dominantes.
Termino: produciendo identidades más o menos difusas y cambiantes,
la clase sigue produciendo un enorme caudal de injusticias y de beneficios
inmerecidos. Ricardo Romero y Arantxa Tirado ayudan a que nos demos cuenta y
que no nos escondamos en conceptos donde las diferencias sociales se resuelven
con arreglos discursivos. Lo hacen cuando se teoriza que las demandas sociales
deben articularse retóricamente, obviando lo que vuelve a algunas incompatibles
entre sí. El problema no solo es si los jóvenes con doctorado conocen ciclos de
accesos al campo del poder más accidentados o lentos que quienes fueron sus
ancestros institucionales o familiares. El problema es también si su trabajo
merece ser premiado mejor que el de otros. Tal es la diferencia entre la
división técnica y la división social del trabajo —aquella que distribuye
recursos y prestigios de manera arbitraria—. Es una diferencia que nos enseñó
Marx y que debe seguir presidiendo el trabajo de cualquier sociología de la
dominación e informando la sensibilidad de toda política democrática.
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