En el año 428 a.n.e., en plena
conflagración del Peloponeso, Mitilene intentó pasarse al lado espartano y
apoderarse de Lesbos.
Una flota ateniense, comandada por el
general Paques, controló la ciudad. Reunida la asamblea del pueblo, e indignada
con la traición, debía decidir qué hacer con los habitantes de Mitilene. Vimos
aparecer en ella a Cleón, el famoso demagogo, que abogó, con el apoyo
mayoritario, por un castigo consistente en matar a todos cuantos podían portar
un arma.
Pasadas las horas hubo quien consideró
el castigo excesivo y consiguió una nueva reunión de la asamblea. Al día
siguiente Cleón abrió la asamblea y enfurruñado reprendió a los atenienses:
vosotros ejemplificáis con vuestro comportamiento que las democracias no saben
defenderse y así nunca resistiremos a los espartanos que son implacables. Con
vuestros actos demostráis que no sabéis ser una potencia y que merecéis que
todos se burlen de vosotros. Parad ya de discursos y enfrentaos la realidad
brutal de la guerra —vino a decir.
Cuando terminó, pidió la palabra
Diodoto, hijo de Eúcrates. Diodoto comenzó defendiendo el gusto por, y la
necesidad de, debatir. Al fin y al cabo a gritos votaban los espartanos y así
eran; pero Atenas consideraba que quienes huían del debate y lo ridiculizaban o
eran idiotas o querían causar miedo en los demás para que no hablasen con
franqueza.
El discurso de Diodoto se enhebró con
tres principios. El primero, sobre filosofía del castigo, era que por mucho que
incrementemos las condenas al crimen, este sigue existiendo. El segundo
principio, más específico, era el de la oportunidad del castigo: quien castiga
muy salvajemente se arriesga a rebeliones a vida o muerte; quien castiga con
mesura, seguramente facilita que los enemigos entren en razón. El último era un
principio sociológico: todos los habitantes de Mitilene no habían apoyado la
rebelión, que fue cosa de los oligarcas.
Resumiendo: la contundencia no libera al
mundo del mal (este existe y es incorregible), puede incluso convertir a los
enemigos en más contumaces y, finalmente, era injusta al convertir en enemigos
a pueblos que estaban internamente divididos y por tanto habitados por
excelentes amigos.
Francis MacDonald Cornford leyó la
historia de Tucídides como una tragedia, donde el coro que previene la
arrogancia y la desmesura no se encuentra formado por un colectivo, sino por
individuos (entre los cuales, Diodoto).
Otro personaje en ese coro fue Pericles.
En el primer año de guerra pronunció el famoso Epitafio a los caídos contra
Esparta. En él recordaba a los atenienses por qué habían muerto los soldados:
por una ciudad que no estigmatizaba la pobreza, que no militarizaba a los
niños, que gustaba de admirar el arte y la disputa de razones (también por
cuestiones políticas) y, muy específicamente, que no se ocultaba a los ojos de
los demás y dejaba que los extranjeros entraran y salieran. Nosotros les
mostramos lo que somos y ellos nos dan bienes que disfrutamos. Entre tanto,
obviamente, recordaba que los atenienses sabían luchar, pero no del modo en que
lo hacían los espartanos —ningún ateniense había sido modelado en la guerra
toda su vida— y lo hacían por un tipo de vida que muy diferente.
En otro discurso, Pericles apuntaba: no
se puede evitar la guerra cuando viene. Lo que hay que preocuparse es por no
transformarse cuando uno combate; moraleja periclea: no tengo miedo de ellos,
tengo miedo de nosotros, de aquello en lo que nos podemos transformar.
Todo lo cual explica maravillosamente
Cornelius Castoriadis en Thucydide, la force et le droit (París,
Seuil, 2011), un libro que estos días me ha preocupado mucho que no esté
disponible en castellano. Porque en las redes sociales, y no solo en ellas, me
encuentro con demasiados sosias de Cleón.
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