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Imágenes de la revolución III: Vladimir Menshov y "Moscú no cree en las lagrimas"



En su último libro (An american utopia. Dual Power and Universal Army, Verso, 2016) Fredric Jameson propone una gran definición de la imagen del socialismo en el arte. En general, el libro me parece un disparate, pero incluso en el disparate Jameson paraliza con su inteligencia. Socialismo es lo que vemos en las películas norteamericanas de High school: una enorme igualdad de clases que no evita que la gente compita por su belleza, por amores o por el tamaño de todo -por ejemplo, aunque no solo, del coche. Yo añadiría al maestro marxista: el infame genero slasher, con un psicópata asesinando adolescentes (a menudo mientras hacen el amor) ante autoridades blandas, estultamente liberales, es la venganza reaccionaria con la felicidad aclasista y picarona de la sociedad igualitaria de la educación secundaria. Hay estudios académicos que prueban la ideología reaccionaria del slasher y no es extraño que la era neoliberal lo acabara banalizando y lo llevase hasta la programación infantil. 
Alguien puede quejarse de que la vida bajo el socialismo pueda ser así de tonta, ramplona y monotemática. Mas la igualdad social no promueve vidas más inteligentes. Por decirlo a lo Georges Bataille, la revolución permitirá que vivamos nuestra tragedia íntima sin miseria; nada más y nada menos. Bataille es más dramático que Jameson aunque en lo sustancial dicen lo mismo.
La mejor imagen del socialismo es la película Moscú no cree en las lágrimas, dirigida por Vladimir Menshov oscarizada en 1980. La película nos cuenta la historia de varias amigas, sus fracasos en el amor pero también la seguridad con la que todo acaece. Es una sociedad con jerarquías, sobre todo ligadas al capital cultural, y nuestras heroínas, proletarias de pura cepa, sufren aparentando quienes no son mientras los hombres —pocos hombres, como corresponde a la generación posterior a la II Guerra Mundial—  que desean hablan de Evtushenko. Ahora bien, tales jerarquías son móviles. La protagonista, madre soltera abandonada, que comienza viviendo en una residencia colectiva, acaba de jefa de una fábrica, con su traje de chaqueta, su despacho, su belleza de cuarentona maltratada por el amor y su enorme retrato de Lenin a la espalda. Ese retrato solo sale una vez, pero es la clave de todo: son los cimientos que sostienen el edificio. Nadie vive en los cimientos, sino en una casa aunque sin los cimientos la casa se derrumbaría (debo la reflexión sobre cimientos y vivienda a Carlos Fernández Liria y Luis Alegre: El orden del capital, Akal). Y el cimiento era Lenin: nuestra belleza soviética es una obrera concienzuda y valiente, que topa con hombres clasistas e irresponsable, pero el sistema la premia y le permite criar a una hija que escucha música occidental en sus aparatosos auriculares planificados. Incluso la película muestra, en el mal humor de la protagonista, las dificultades de la planificación, siempre pendiente de una aportación de última hora.
Más eso, los mil detalles que la convierten en una gran película, no es lo importante. Moscú no cree en las lágrimas es un melodrama socialista, de lo que debió haber sido y quién sabe si en algún momento fue. El socialismo no nos librará del sufrimiento, de los comportamientos machistas, ni del deseo de distinción, pero no habrá condiciones estructurales que los refuercen y los apoyen. 
Ver la película no puede hacerse sin nostalgia. La imagen moderna, verdaderamente profunda, de un socialismo sin propaganda, con chicas que cotillean de amores, se factura justo cuando la Unión Soviética entra en Afganistán, momento que el ciclo que comenzó en Praga en 1968 era irreversible: solo los muy creyentes podían apoyar aquello. En 1981 comenzaron las huelgas de Solidaridad en los astilleros de Gdansk. 
Hoy vivimos una ola enorme de hiperpolitización modelada según un esquema a la vez universitario y empresarial. Del primero se recoge la hiperespecialización y de lo segundo el intento de funcionar como un grupo de interés que compite por la atención política. Christopher Lasch atacaba con razón esa falta de sentido de lo global en la izquierda postmoderna y mostraba que tras cada causa había un pequeño empresario constituyéndose —a menudo con coordinaciones con el mundo académico y económico. La película de Vladimir Menshov nos habla de estructuras y de cómo estas no harán la vida radiante, simplemente una en la que siga siendo posible la voluntad de aventura. Para que exista la aventura, necesitamos condiciones que van más allá de nuestros deseos, nuestras ruínas y nuestros traumas. La aventura que permitirá la aventura durante el siglo XIX y XX se llamó socialismo. 

Cuando el nombre socialismo ha sido tan maltratado que ya no sirve, recordemos todo cuanto aún debe inspirarnos. La igualdad no es la felicidad, no elimina el desamor ni a los amigos ingratos. Permite que les hagamos frente construyéndonos una novela persona donde tendremos un papel —sin ser el protagonista omnipotente. Desde Alonso Quijano la libertad es contarse una novela. Vladimir Menshov recuerda que en ningún lado era posible, o debió ser posible, como en el socialismo.

Comentarios

Daniel Jiménez ha dicho que…
¿Has visto la película "Estados Unidos del Amor"?
Creo que puede ser vista a partir de algunas de las cosas que has escrito para la de Menshov. Estados Unidos del Amor está situada en la Polonia del 89/90 con el muro ya caído. Obviamente la mirada del director es actual, no puede ser de otra forma.

Saludos.

José Luis Moreno Pestaña ha dicho que…
Muchas gracias Daniel, no la he visto y voy a hacerlo. Saludos

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