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Mary Shelley o el mundo que reclamaba a Marx




Mary Shelley (película de 2017) es una película sobre el liberalismo radical/anarquismo -vía Paine y Godwin, padre de Mary Shelley-, el romanticismo como fusión de almas (lo que viene a ser el anarquismo sentimental), y su descarrilamiento común -el del anarquismo en la instauración de relaciones puras de mercado en el amor: la fusión se convierte en balance contable de intensidades -que se dice hoy- y los fuertes se reconectan para renovar sus energías y dejan a los débiles. La vía, como a menudo se ha constatado, la intervención civilizadora de los artistas, esos grandes experimentadores del alma humana, y donde no es del todo infrecuente que se crucen el extremismo retórico más poseur y el cinismo práctico más mezquino (soberbias figuraciones las de Percy Shelley y Byron).


Y de todo eso surge la fantasía gótica de reconstrucción planificada de la vida. Precisamente, fruto de un fantasma: un ser débil, una hija, a la que el anarquismo individualista/capitalista abandonó y cuya presencia sigue obsesionando a su madre. Y de los cadáveres del mercado espontáneo -con su degradación del anarquismo-  al sueño de una máquina planificada que restaure la vida. En Mary Shelley, Frankenstein es una especie de intuición benjaminiana -la memoria de los vencidos- pero en la era del espiritismo y el ambiente positivista. 

La película, en fin, retrata a la generación que introdujo un invento cultural de enormes consecuencias: unió a la delgadez con la alta cultura - fue la juventud byroniana: véase el capítulo I de La cara oscura del capital erótico-, y por tanto puso las bases de que podamos hablar de un capital en el plano del cuerpo. En la película aparece John W. Polidori anunciando que escribe El vampiro -el más aterrador del los cuentos de terror y que también es una crítica del anarquismo corrompido por la aristocracia literaria-. Ese mundo cientificista y supersticioso -y tan supersticioso por cientificista-, se articula en la imagen de Mary buscando entre las tumbas góticas a su madre, la gran pionera del feminismo, y otro daño colateral de la degradación capitalista del romanticismo.

Y al final de esta historia -tan importante para comprender quiénes somos como sujetos y dentro de qué dilemas vivimos-, uno se dice: ahora toca otra oportunidad para el anarquismo y el liberalismo radical, otra oportunidad para el romanticismo, porque no pueden agotarse en el capitalismo que los transforma en máquinas productoras de desechos. Y se comprende por qué Marx era necesario: continúa con los principios del anarquismo filosófico (disolución del Estado en la sociedad organizada), con los del romanticismo (privilegio absoluto del desarrollo individual como criterio de civilización). Los saca del mundo individualista, donde se producen demasiados cadáveres, con sus fantasmas que atormentan. Marx no los niega, sino que intenta enclavarlos en una nueva visión de la comunidad, mucho más griega, donde el reconocimiento de la dependencia común fuese más que el efecto de las recompensas o los sopapos del mercado -económico, sentimental. Que Marx lo lograse o que acabase sucumbiendo al sueño de la planificación absoluta de la vida, a otra visión de Frankenstein, es otra discusión. Mas no cabe duda de que el mundo de Mary Shelley llevaba un Marx preñado en sus entrañas. 

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