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El Gobierno debe cambiar su estrategia de comunicación


En este texto nos preguntamos qué implica que una institución esté científicamente informada. Concluimos que la gestión de la pandemia por parte del Gobierno de España, justamente alabada por organismos internacionales por su transparencia, mejoraría mucho si su estrategia de información acerca de la COVID-19 entrara en una fase que deje atrás todo rastro de epistemocracia y profundice en la democracia.
1.    Con frecuencia se asume que existen casos donde la información científica sobre un riesgo sanitario se encuentra disponible, es fácil reconocer a quienes la poseen y los canales de transmisión funcionan correctamente. Los contextos de conflicto científico, que hacen difícil de identificar la buena información o impiden que quienes la detentan sean capaces de transformarla en recetas políticas claras, van contra esta asunción. Pero imaginemos que se da esa situación. Como explican Yannick Barthe, Michel Callon y Pierre Lascoumes en una obra clásica (Agir dans un monde incertain. Essai sur la démocratie technique), la información debe reunir tres propiedades: 1) debe ser capaz de describir correctamente las posibilidades futuras abiertas, 2) cada posibilidad debe estabilizar con claridad qué elementos existen dentro de ella y 3) la posibilidad requiere ser descrita según los efectos previsibles de las entidades que juegan en su interior –así, por ejemplo, el efecto de un virus en las realidades económicas y culturales de un entorno.
Con semejante información podríamos confiar en una decisión experta. Ahora bien, cuando falta claridad científica en al menos uno de los puntos, y no es sencillo pensar en casos donde esto no ocurra, la posición científica se confronta con decisiones políticas. Estas, por supuesto, se presentan dentro de territorios descritos con relativa certidumbre científica; ello no obsta para que la opción tomada deba insertarse, como cualquier opción política, en el debate público.

2.    Una vez que la política está presente, el dilema es muy simple: qué modalidad de debate público elegimos, cómo se trasladan las certezas y perplejidades científicas a la ciudadanía y cómo esta las integra dentro de mecanismos de acción políticos. Se trata de una información especializada, a la que no es fácil acceder, pero que ha de transportarse con claridad a la ciudadanía para tomar decisiones que no pertenecen al ámbito descrito en el primer punto: no tienen legitimidad para ser consideradas decisiones exclusivamente científicas. Una primera opción, muy habitual en la gestión de las enfermedades, es dejar que cada espacio social, por ejemplo los científicos o los afectados, desarrolle sus dinámicas internas y llegue a las coaliciones que les parezcan. En su obra sobre la enfermedad mental (Rewriting the Soul: Multiple Personality and the Sciences of Memory), Ian Hacking describe cómo las partes en una disputa científica se alinean con movimientos políticos de pacientes y familiares. Algo similar pudo constatar uno de nosotros en un trabajo (Moral corporal, trastornos alimentarios y clase social). Aquí el debate puede desarrollar lógicas sectarias de movilización política –es lo que describe Hacking: científicos y empresarios de moral defendiendo con demagogia opciones científicas, con frecuencia a merced de intereses ni científicos ni sociales sino puramente económicos. En este dilema, la alternativa es crear espacios de deliberación entre expertos y ciudadanos en los cuales se distribuyan las evidencias y las cegueras científicas. Respecto de estas, debe producirse una decisión política informada.

3.    La gestión a largo plazo de un riesgo sanitario supone la necesidad de acercar a la ciudadanía al nivel de los expertos, hacerla consciente de las certidumbres científicas y racionalmente convencida de las medidas políticas adoptadas. Es lo que ocurrió, por ejemplo, entre la militancia gay con el SIDA. Cualquier intento de evitar esta transición de información supone jugar como si estuviéramos en la primera situación –una ciencia que describe de manera completa la realidad futura, las entidades que la componen y la interacción entre ellas. Los puntos oscuros en la argumentación serán aprovechados por demagogos y el coste político de la actitud tecnocrática será enorme.

El gobierno debe cambiar su política de comunicación. No está en la situación primera y debe dejar de actuar como si ese fuera el caso. Tiene que vérselas con lo descrito en dos y en tres. Para eso debe abrir el debate público a la inspección de la población. Cierto es que idealmente sería cometido del Parlamento, pero esta cámara vive también su propio estado de alarma: 200 de las 458 intervenciones desde la Sesión Parlamentario número 14, del 18 de marzo de este año, han sido para turnos de pregunta-respuesta-réplica-contrarréplica, en muchas ocasiones con las réplicas aparentemente escritas de antemano y sin demasiado desarrollo argumental. 49 de las 65 discusiones sostenidas en el Parlamento desde esa fecha se han desarrollado bajo este formato, en el que el espacio para la deliberación es insuficiente.  
Aunque puede haber otras alternativas que contribuyan a que lo descrito en dos y tres se desarrolle con las mejores condiciones posibles, la extensión de foros ciudadanos de debate donde se respete la pluralidad científica es una vía posible que merece ser tenida en cuenta. Es urgente permitir que el tejido deliberativo democrático abandone la fase cero.

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