Entre la falta de realismo y la desilusión debe existir un espacio, tenemos que construir un espacio, que es el único en el que merece la pena compartir. Evidentemente, están pasando cosas pero el lenguaje extasiado de muchos análisis no ayudan a comprender qué está pasando y qué se repite. Sol no es España, ni siquiera Madrid, y si hubiera una mínima etnografía -con cierto respeto a las reglas del oficio: diferentes puntos de vista, mirar las prácticas y no sólo los discursos- de qué sucede seguramente nos ofrecería una imagen muy distinta de lo que está sucediendo. Por desgracia, en España la izquierda intelectual está muy preparada para el comentario de textos y poco para la descripción empírica, con todo lo ricos ideológica y filosóficamente que hace a nuestros debates y todo lo estratoféricos que los vuelve.
Cuento lo que yo vi en Cádiz, brevemente (y con urgencia: mi familia y mi trabajo me requieren porque llevo unos días algo ausente), a la espera de poder construir un texto más razonado.
Había unas 200-300 personas y hablaban miembros de partidos, responsables de la concentración y alguna gente, crecida por su presencia en el espacio de la acampada (censo implícito de la vanguardia movilizada), para la que el autocontrol y el turno de palabra son rémoras. La falta de autoconciencia de la importancia de las formas era abrumador en un sector y preocupante para quienes defendemos una mejora sustancial de la democracia. Pensé que seguiré recomendando a Ortega a mis alumnos pese a lo mucho que me irrita a veces: "saltarse los trámites", los modales, es un desastre, tanto en el amor como en la política. Era difícil intervenir y el ambiente era angustioso para tomar la palabra: porque no se oía bien, por las constantes interrupciones de los moderadores y de algún especialista del chiste fácil (más Ortega: la disposición a reirse de todo es una tendencia hiperconservadora) y de la receta definitiva, jaleado por los aplausos. Nada grave: para algo estábamos en Cádiz.
Pero, aún así, la asamblea fue plural y era distinta al parlamento de extraparlamentarios en guerra permanente que he conocido a menudo. Había personas mayores -y de aspecto distinto a los uniformes básicos del radical - que se acercaban apoyando, y esfuerzo por argumentar en las intervenciones, pese a que el lenguaje en cuanto quería copiar la jerga patentada en los medios alternativos se volvía ininteligible (hasta para mí, que algo lo conozco). Las ideas de reforma democrática y defensa de las conquistas sociales se imponían, así como la crítica contundente del funcionamiento de los partidos políticos. Como mi inconsciente me traiciona en situaciones así, me parecía recordar algunas páginas de Hannah Arendt y la situación me conmovió profundamente. Pensé: algo nuevo está pasando.
Mucha gente, conté siete pero hubo más, enfadada con el tono ideológico del debate, llegaba y se iba. Suelen expresar su desilusión por internet según veo y es una pena, porque contribuirían a aumentar el principio de realidad, a ayudarnos a saber lo múltiples que somos y cómo cualquier cierre ideológico mutila el movimiento.
En cuanto se pierde el principio de realidad, la pulsión de muerte descarría al principio del placer. El espacio físico lo comienzan a ocupar los demonios de nuestra impotencia política, nuestra pobreza ideológica y nuestra limitación ética. Comienza la regresión acelerada a los hábitos de siempre. La siguiente asamblea transcurrió tras las reuniones de las comisiones, ya a las 10 y con mucha menos gente. Una sucesión de intervenciones contra "esta puta mierda" de democracia, los partidos y las elecciones, de intervenciones provocadoras, amenazó con acabar con el consenso de mínimos. Hasta que la hora y la circularidad del debate acabaron vaciando el espacio... Cuando los fantasmas de siempre abarrotan los espacios, las personas sobran. La arrogancia intelectual, el sectarismo marcado y, en mi opinión, la falta de cultura mínima (perdónenme la evaluación: pero qué poco se está a la altura de los tiempos y cuánto me preocupa en una Universidad, la de Cádiz, en la que tenemos a magníficos, no yo, filósofos políticos). Algunos defendían el consenso de mínimos con cada vez más dificultades. Fueron lo más esperanzador.
Personalmente, cuanto vi, me convenció de lo necesario y novedoso que es el movimiento, y el fardo tormentoso que representa el pasado inmediato. También me convenció de lo necesario que es el oficio de explicar filosofía... y defender los límites y también las virtudes de democracia representativa como algo que protege a los menos chulos, a las mujeres más que a los hombres (las mujeres hablaban mucho menos, evidentemente) y a los más matizados contra los censos ocultos de las asambleas: de clase, de género... fundamentalmente de género, con la selección que impone un extremismo viril y autocomplaciente.
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