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¿Qué es una revolución simbólica según el Manet de Bourdieu? III. Una lectura durkheimiana de la revolución


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La revolución simbólica contiene una secuencia, según Bourdieu, susceptible de aislarse. El acontecimiento revolucionario tiene una lógica relativamente pautada que no se restringe a la revolución impresionista. De hecho el lector advierte, y Bourdieu mismo le insiste, la vinculación de la descripción de la revolución impresionista con la aportada en Homo academicus acerca de Mayo del 68.
Bourdieu, completamente durkhemiano, comienza a tirar del hilo de las transformaciones demográficas. El aumento de estudiantes produce una transformación de públicos, hasta entonces, restringidos. Fenómenos similares se produjeron en Alemania, donde en cada patio de vecinos habitaba un filósofo con posibles. En ese contexto se gestó Marx y la izquierda hegeliana. La bohemia filosófica fue, en Francia, bohemia artística perfilada con factores genuinos al Hexágono: la historia política (con el efecto conjunto de la Revolución, la Restauración y el Imperio) produjo una renovación del personal administrativo, que quedó relativamente joven. Además, la centralización francesa promueve la concentración de los aspirantes en París. Las elites políticas, por lo demás, se encuentran fuertemente prevenidas ante la movilidad social producida por la cultura, a los efectos deletéreos de las humanidades y las artes en las perspectivas de las clases medias: la trayectoria de Frédéric, el héroe de la Educación sentimental, inolvidablemente descrita por Bourdieu en Las reglas del arte, funciona como ideal tipo de dicho periodo.
Bourdieu no lo señala pero parece utilizar como referente el modelo de Norbert Elias en El proceso de civilización. Elias describía, durante el siglo XVIII, la cerrazón de las elites alemanas respecto de sus intelectuales, lo que contrastaba con el carácter centrípeto de la Corte francesa. El XIX, sin embargo, tras haber atizado las expectativas (debido a los efectos de los cambios políticos en la renovación del personal administrativo y cultural), las cerró brutalmente. Todo eso con un crecimiento enorme de las cohortes que acceden al sistema educativo. Amargamente, y con razón, Bourdieu se queja de que se le asimile a una consigna fabricada con el título de uno de sus libros (La reproducción). Por el contrario, nos dice, siempre defendí que el sistema educativo es un poderoso factor de innovación y cambio.
Porque, ¿qué inventa el mundo de las esperanzas decepcionadas? Inventa la inteligentsia proletaroide (Max Weber) o una franja básica del lumpenproletariado (en una nota del 18 de Brumario Marx incluía dentro a la bohemia).
Rechazados, no se van a sus causas, bien al contrario: comienza un proceso enorme de multiplicación de las instancias de consolación académicas: escuelas, editoriales, revistas, coloquios… Tales mercados simbólicos paralelos se contraponen, por su propia inercia, a un arte fuertemente controlado por el Estado que, recordémoslo, funcionaba como un aparato, como un cuerpo. Nace también un público masificado –pues el sistema escolar provee, de la mano, a más productores y a más consumidores. Bourdieu no atribuye a ese nuevo público rasgo salvífico alguno. De entre ellos, sobre todo, se reclutarán los imbéciles (la palabra en de Bourdieu…) que, con tantas pretensiones como ignorancia, y le bailarán el agua a los reaccionarios o a los más demagogos, entre otros, a los críticos conservadores de Manet. Porque la bohemia es el imperio de los oportunistas, de los rechazados por el Salón y la Academia que desearían haber entrado, de los mandarines que intuyen los cambios y juegan a todas las barajas… Es decir, no existe un agente de la revolución simbólica, no existe ningún sujeto que la produzca: Bourdieu no es marxista y, aunque insiste en que Durkheim y Marx son compatibles (cosa obvia), me parece fácil constatar la enorme ventaja del primero: al menos para los campos culturales y, más discutible, para el espacio social en su conjunto.
Ese público no comprende que Manet trate temas de poco prestigio porque el poder de la norma se encuentra en decir qué es susceptible de arte y qué no lo es, qué es un gran tema y qué no lo es, qué es, en otro plano, un filósofo importante y qué no lo es, cuál un acontecimiento histórico fundamental y cuál una minucia: la bohemia, pese a su carácter levantisco, puede seguir defendiendo el Canon (postulándose, ellos sí, mejores que los que están) o sustituyendo los polos privilegiados pero manteniendo el sistema de jerarquías.
Una enorme bancarrota simbólica invade ciertos campos culturales (ya que, nota Bourdieu, la arquitectura y la pintura se encuentran inmunizadas ante el impresionismo): cada vez más empiezan a cuestionarse los dictados de la Academia y el Salón. La bohemia, por lo demás, inventa al artista maldito, en muchas ocasiones un simple artista fallido, pero capaz de generarse una leyenda y, encontrar, entre el público de enrabietados con el aparato dominante, quienes contribuyan alimentar su relato.
Los espacios se abren, los públicos cambian, la historia política francesa generó en cuerpo demasiado centralizado y desconfiado. Inglaterra no conoció esa revolución: el aparato estatal no había sustituido las relaciones de patronazgo: la independencia de criterio se forma antes frente a un aparato que frente a un mecenas. Además, en Inglaterra, abundaban artistas de nivel social modesto ansiosos de integrarse entre las familias distinguidas.
Faltó la bohemia: pero, por sí sola, esta no lo explica todo. Repleta de volubles, de especuladores y vendedores de humo, Manet no pudo apoyarse en ella para construirse una instancia de consagración alternativa. Porque es eso lo que necesita un creador: alguien que le asegure que no está loco, que no es un impostor que juega al malditismo. Se lo escribe a Mallarmé: con gente como usted apoyándome me la trae al pairo el Salón. Pero Mallarmé solo había uno y, pese a su enorme prestigio, no siempre permitía guarecerse del frío. Y Manet pasó mucho. 
Porque una gran pregunta, escribe Bourdieu, consiste en saber porqué Manet no se suicidó, cómo pudo aguantar en tal contexto. Fue la cuestión que se planteó Zola en L’oeuvre, cuyo personaje se construyó con rasgos de Manet y de Cézanne. Tal pregunta permite ilustrar la diferencia entre consagración intelectual (el reconocimiento de los pares) y la autonomía creativa, la capacidad de atisbar nuevas posibilidades producción cultural (diferencia que comencé a conceptualizar analizando la depresión de Manuel Sacristán). 
Sobre todo esto hablaremos el 1 de diciembre en Granada. 

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