Una de las aportaciones más contundentes del libro de Randall Collins Sociología de las filosofías consiste en aclarar cómo el proceso de construcción de un clásico requiere tiempo y procede un trabajo colectivo. Mientras vivió, el reconocimiento de un autor está demasiado condicionado por las confusiones que produce la reputación. Sólo cuando las ideas transitan la cadena de las generaciones podemos estar seguros de que el aplauso intelectual no se encontraba falseado por las reverencias que impone el poder temporal. Aristóteles, por ejemplo, explica Randall Collins, tuvo éxito en vida; tras su muerte, después de dos generaciones, su nombre se situó entre un grupo de filósofos de su tiempo y hubo que esperar a las escuelas medievales para que se convirtiese –a decir de Dante- en el “maestro de los que saben”. Randall Collins se pregunta cuánta atención recibirán los filósofos posmodernos dentro de unos siglos.
Por tanto, un filósofo es el producto de una red colectiva. Wittgenstein, un gran burgués con veleidades geniales desde muy joven, explica Collins, escribió poco; cuando lo hizo utilizó un estilo “perentoriamente asertivo, típicamente carente de argumentos de apoyo, pero con un aire aforístico y un brillo literario que hacen de sus manuscritos el equivalente literario de la poesía” (742). Por lo demás, su obra se transmitió oralmente –y el relato conserva mejor el carisma que el texto- y convirtió a sus próximos en “discípulos portadores de carisma”. Si Wittgenstein es o no un gran filósofo (dada la inflación de reputación que le rodeó antes de que escribiese nada resulta temerario decirlo); su impacto, en cualquier caso, procede del lugar de privilegio que ocupaba en un conjunto de redes que, en primer lugar, él supo conectar con su vida y sus gestos intelectuales y, en segundo lugar, debido a que su defensa de una filosofía de los juegos de lenguaje cotidianos sirvió para defender las fronteras de la filosofía frente a la invasión de los matemáticos.
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