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De cómo las ciencias sociales clarifican la filosofía IV: la necesidad de filosofar



Alejandro Estrella, que ya ha visitado este blog (http://moreno-pestana.blogspot.com/2006/12/inversiones-y-costes-de-la-rebelin.html), amigo y compañero de labores de investigación cotidianas, lee mañana su tesis doctoral, dirigida por Francisco Vázquez, titulada Clase social y sujeto histórico en la obra de E. P. Thompson. Espero que esta excelente tesis se publique muy pronto. En ella, aparece una figura de la relación entre filosofía y ciencias sociales que hasta ahora no había tratado y que sin embargo tiene un interés indudable: la necesidad de muchos científicos sociales por otorgar consistencia filosófica a su trabajo empírico.
En primer lugar, debe insistirse en que la tendencia a fundamentar filosóficamente el trabajo empírico puede surgir de la pedantería y la soberbia intelectualista. En la mayoría de los casos no es así: en cualquier punto del espacio social un sujeto puede convertir la reflexión sobre las técnicas empíricas que utiliza o sobre la praxis que realiza en un fin en sí mismo (de nuevo, lo que señala al respecto Randall Collins -Sociología de las filosofías, Barcelona, Hacer, 2005, pp. 795-798- es definitivo). Alejandro es notablemente escéptico frente a tales procesos de reflexividad y considera, “que lo importante, tanto en lo referente a las ciencias como a la práctica política, no es fundamentar ontológicamente sus útiles, sino explorar las posibilidades que estos ofrecen, bien para arrojar luz sobre determinados problemas, bien para abrir determinados cursos de acción” (Clase social y sujeto histórico en la obra de E. P. Thompson, Universidad de Cádiz, 2007, p. 378). Es una opción que comparto, sobre todo dado el filosofismo impenitente que ha dominado la cultura de las ciencias sociales en España. Pero el problema para una filosofía de la historia intelectual no normativa o una sociología de la filosofía no estriba en juzgar qué debe o no hacerse sino en pensar cuáles son las condiciones (o la familia de condiciones) que obligan a la gente a hacer determinadas cosas. De nuevo, el mandato spinoziano: “Non ridere, non lugere, neque detestari, sed inteligere”.
Alejandro explica bien tales condiciones de la necesidad de filosofar en el caso de Thompson. Por una parte, el historiador inglés se enfrentaba con aquellos que habían sacado una lección quietista y reaccionaria de la experiencia estaliniana. El primero de ellos, Orwell y, un caso, no menos significativo Auden. El asunto era además un problema intelectual importante: Isaac Deustcher –cito de memoria creo que de Heretics and renegades: and other essays – me parece que escribió en aquella época que la lucha final no tendría lugar entre capitalistas y comunistas sino entre comunistas y excomunistas. Thompson consideraba que gente como Auden y Orwell tenían un buen punto de partida pero erraban en el de llegada. La experiencia soviética les había convencido de que el reino del bien no es de este mundo (Auden) o, en los términos menos arrebatados de Orwell, se había aceptado que la resistencia al sistema era imposible.
Thompson encontraba en esa actitud una tendencia psicológicamente narcisista e intelectualmente ahistórica a la hora de juzgar un proceso histórico. Los comunistas desengañados convierten el antiguo dogma en el fruto de la creación autónoma y libre de los sujetos: así, no es el dogma el que se rechaza, es, sobre todo, a los sujetos que lo eligieron a quienes se estigmatiza. Una evaluación histórica no se parece a un juicio sino al análisis de las condiciones que permitieron, promovieron, oscurecieron o eliminaron ciertas opciones. En todo momento, un sujeto no elige cualquier cosa y las cosas que elige, cabría decir, no se dejan discernir con la nitidez que imaginan quienes creen que el bien y el mal son accesibles a una u otra variante de la fe del carbonero.
Por otro lado, Thompson, socialista militante e historiador marxista, necesita evaluar críticamente el pragmatismo stalinista. Para ello, Thompson siente la necesidad de salir del amoralismo satisfecho de buena parte de la tradición socialista. Los valores morales, en buena tradición materialista, no pueden ser absolutos, pero sin ellos la lógica de la moralidad de clase –administrada y codificada por un partido que había dado muestras ya de que nada, absolutamente nada, inhumano le era ajeno- parece anular la capacidad de indignación moral de los individuos y, con ello, la fuente de su autonomía. Sometido a una tensión generacional –con los intelectuales críticos que le habían precedido en la historia de socialismo británico- y política –como inventar un espacio socialista antiestalinista a la izquierda del laborismo-, Thompson, explica Alejandro, reconvirtió el problema en términos filosóficos: dividió el universo socialista entre quienes creían en la acción humana creativa y quienes no creían: los primeros eran humanistas y antiestalinistas, los segundos no. Para ello, elabora una noción de naturaleza humana que tiende a considerar proestalinista toda insistencia en la incapacidad de los sujetos para dominar sus condiciones de existencia (la carga violenta de Thompson sobre Althusser, despropósito absoluto desde el punto de vista filológico y completamente despistada sobre la significación política de Althusser, se entiende en esas coordenadas). Thompson, concluye Alejandro, acaba construyendo “un sujeto histórico libre de determinación, precisamente, porque al trascender su punto de vista maneja todas las variables que pueden determinar su acción. Esta noción desafía y contradice el discurso del Thompson historiador, quien rechaza esta suerte de abstracción y aboga por un análisis de los procesos que coadyuvan en la producción de la naturaleza del agente, de su conciencia moral e intelectual –enfoque histórico que, sin embargo, le hubiera llevado en su epígono ontológico a asumir que los individuos sólo tienen acceso a una experiencia parcial de la realidad y por tanto a que el “hombre” sólo es relativamente consciente y responsable de sus actos” (Ibíd.). Thompson, por tanto, plantea un problema legítimo pero carecía de recursos filosóficos solventes para encararlo con coherencia lógica y de modo que convenciera a alguien más que a sus fans.
Dos cuestiones, pues, centrales: primera, la necesidad de filosofar inscrita en el corazón mismo de la mejor práctica científica y de cualquier compromiso político; segunda, la de las condiciones de acceso a la reflexión filosófica, que son, como las condiciones de acceso a la práctica científica, de difícil adquisición: el historiador excelente se convierte en patético filósofo amateur con la misma facilidad con la que el filósofo valioso se transforma en historiador o sociólogo de pacotilla.
Y una tercera, muy esperanzadora ya que de lo anterior algunos sacan conclusiones de un academicismo ñoño y estéril. Una idea verdadera puede permanecer oculta en el mundo de la exclusiva artesanía conceptual y revelarse completamente valiosa cuando encuentra su medio específico de desarrollo: situado en esa coyuntura Thompson no acabó enrocándose en la disquisición filosófica sino que, confuso y todo, la puso a trabajar científicamente: surgió The Making of the English Working Class. Un monumento de explicación histórica y de filosofía moral práctica.

Homenajes que, en el mundo intelectual, rinde el vicio a la virtud.

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