Amigos cuyo criterio aprecio especialmente y respecto del cual me gusta orientarme a menudo, me han advertido ―durante la presentación en Madrid del libro sobre Jesús Ibáñez― acerca de la utilidad del concepto de “campo” para el análisis de la vida intelectual española. Según ellos, dicho concepto funcionaría en Francia, donde el espacio intelectual se define por la oposición mutua. En España, la ausencia de conflictos intelectuales impide la utilización de este concepto, originario de Kurt Lewin pero teorizado y articulado por Bourdieu y los grandes análisis producidos con su inspiración.
Con el concepto de campo, evidentemente, como con el mejor de los conceptos (yo creo que éste es de los muy buenos), puede hacerse mucha escolástica absurda y puede caerse en usos maquinales estrictamente intercambiables por otros menos pomposos: red de relaciones, grupo de afinidad, enemigos o amigos políticos… Sobre ello no hace falta ser un genio para estar advertido: basta con tener un poco de sensibilidad.
La lectura de un libro sobre el que nunca cabe excederse en elogios me ha proporcionado algún experimento mental sobre los problemas y las fertilidades del concepto. El libro es el de Francisco Gil Villegas M., Los profetas y el Mesías. Lukács y Ortega como precursores de Heidegger en el Zeitgeist de la modernidad (1900-1929) (México, FCE, 1996). Este libro, erudito a rabiar y lleno de enseñanzas, es una muestra de cuánto puede la sociología del conocimiento como instrumento de comprensión de la filosofía: mejor, si hace bien su trabajo, que la propia lectura interna en la que se ejercitan a menudo muchos defensores de un (a mi parecer discutible) canon filosófico.
Se me ocurre que el concepto de campo debería utilizarse de un modo particular para explicar por qué este monumento de investigación y sabiduría nos es relativamente desconocido ―y si hablo solo de mi ignorancia, pido perdón desde ahora-. Si lo utilizamos en el sentido de campo científico (personas sensibles a los movimientos intelectuales de excelencia: así puede utilizarse, creo), la verdad, poco se comprende por qué las maneras de explicar a los tres autores analizados ―y a sus respectivas unidades generacionales, concepto de Karl Mannheim que el autor utiliza de modo muy convincente― no cambia radicalmente. Si utilizamos campo como espacio estratificado de atención (modificando el concepto con un criterio importantísimo de Randall Collins), el relativo desconocimiento del autor se vuelve inteligible: las mayores patochadas pueden ser celebradas si uno se encuentra en el lugar social apropiado y sabe publicitarlas (a veces con métodos cortesanos, a veces por medio del bronquismo, a veces combinando ambos); y las mejores aportaciones, como ésta, pasar desapercibidas.
Además el libro es una excelente génesis de los complejos de Ortega (el meditador del Escorial, como lo llama con cariñosa simpatía el autor) respecto del filósofo de la Selva Negra ―lo que se narra de Lukács es completa e igualmente interesante, aunque se trata de una personalidad mucho más difícil en muchos de los sentidos del término (no forzosamente los intelectuales) que la de Ortega. ¿Por qué un ensayista consumado se angustiaba por no escribir el gran tratado a lo Ser y tiempo? ¿Quién introducía esa norma? Pues, y esa es la clave de esta entrada, el campo. ¿El campo filosófico español? En ese Ortega no tenía más rivales que aquellos que lo aseteaban desde la escolástica y que a él le importaban menos que un rábano (al final de su trayectoria hay que matizar mucho esta afirmación). No: el campo que a Ortega le resultaba significativo: el configurado por Friburgo, Marburgo y Heidelberg, espacio de creación que Heidegger copó con brillantez (escribiendo, diría Ortega, “un Himalaya filosófico"); aquel que interiorizó como norma, como “arbitrario cultural” (por recuperar un desgraciadamente en desuso concepto de La reproducción de Bourdieu y Passeron) durante su periplo formativo. Ése era el “otro significativo” con el que se medía Ortega ―un poco también París, como lo muestra la discusión con Sartre en El hombre y la gente―.
Definir qué es un campo siempre es una tarea. La calidad del concepto, y así entiendo yo a Bourdieu, depende de las posibilidades estratégicas que proporciona en cada momento del análisis. Las nuevas tareas de descripción que permite.
Por lo demás, claro está, el libro comentado no necesita utilizar el concepto para construir un análisis excelente y similar al que se produciría con el concepto de campo.
Los sistemas del mundo empíricamente equivalentes pero teóricamente incompatibles, de los que habló Quine, son una realidad epistemológica que invita a un saludable pragmatismo, también, en las ciencias humanas.
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