No todo científico social ha tenido la suerte de militar en un partido comunista ni de plantearse problemas filosóficos: sobre la sociología de la trayectoria de E.P. Thompson
Comencemos por lo primero. Para comprender el pensamiento de un autor debemos reconstruir, con los materiales disponibles, el fondo prerreflexivo que orientó al autor hacia algo, lo hizo tratarlo de cierta manera, permaneció atado a él de modos diversos a lo largo de su trayectoria. Thompson es un caso posible de una trayectoria que debe comprenderse desde ciertas coordenadas familiares: robándole un título a Sartre, fue el idiota de la familia, aquel a quien se asigna en una progenie la herencia menos relevante. En esa familia, su hermano, fue un ejemplo concreto al que emular y con el que competir. El lector encontrará en las poderosas páginas de este libro una práctica analítica sobre cómo se producen las generaciones familiares que muestran cuán ridículo es pretender captarlas con simples periodizaciones abstractas. No menos ejemplar es el uso —medido, controlado— que se hace de dos oposiciones pensadas para el campo religioso y que Alejandro utiliza para reconstruir el campo familiar.
Esa práctica familiar genera un tipo específico de deseo político: éste se orienta de modo diverso según los menús disponibles en cada momento. Conociendo cuanto conocemos de la biografía sociológica de Thompson, no nos resulta raro que acudiese al Partido Comunista de Gran Bretaña, símbolo de una contracultura de elite, que generaba una gran intensidad creativa, en suma, un lugar donde acumular cultura pero donde los caminos académicos se abrían poco y costaba ganarse el reconocimiento de otros intelectuales. Toda posición tiene handicaps y contrahandicaps: gracias a los rasgos compartidos por los intelectuales del PCGB (ambición intelectual y regulación moral metodista), la resistencia frente al cierre académico y el desdén de los colegas era posible. Con sus abundantes recursos literarios y con su habitus profético, Thompson encajó en ese modelo.
Normalmente, los análisis de las relaciones de los intelectuales con el mundo comunista son sombríos. O bien la pertenencia al Partido supone la dimisión intelectual (el individuo se transforma en un ideólogo doctrinario), o bien el Partido permite que intelectuales mediocres utilicen sus recursos políticos para imponerse sobre sus camaradas más dotados. Habría que hacer una sociología de los sociólogos del mundo intelectual comunista, sobre todo porque este libro nos presenta algo bien distinto. El comunismo permite, primero, una creencia moral (sin la que no aguantan las persecuciones) que ayudará a renovar una disciplina científica; segundo, el marxismo propone un campo de maniobras lo suficientemente amplio para la creación intelectual y, en historia, para producir preguntas empíricas fructíferas; tercero, la aproximación mesiánica que promovió hacia el pueblo permitió ampliar la historia científica con objetos nuevos.
Todo eso debe tenerse en cuenta, sin duda, cuando se empiece a escribir un libro blanco del comunismo (que se ha merecido un negro, no muy bueno por lo demás: pero se lo merecía). Además, el caso de Thompson y el PCGB permitiría analizar los efectos variados que las agrupaciones político-intelectuales —desde Mont Pelerin, la neoliberal, a Escorial, la falangista, hasta los Partidos Comunistas— tienen para la creación científica y literaria. Ese trabajo comparativo debe realizarse sin caer en el ajuste de cuentas ni en los mensajes totalizadores de los profetas desengañados o en luna de miel con la profecía. No quiero cargar a este libro con una polémica que le ha perseguido ya antes de publicarse, pero en cualquier caso muestra algo: no todo el mundo tiene la suerte de disponer de una tradición intelectual rica y compleja (el marxismo puede ser una tradición fosilizada pero puede no serlo), que ayuda a centrar los objetos de análisis y a atraer las energías colectivas (lo que permite algo tan necesario como discutir sabiendo de lo que se habla) y que piense que ese trabajo contribuye a la emancipación social. No todo el mundo tuvo la suerte de ser comunista. Tras Thompson está toda esa red colectiva, su nombre propio contiene muchas de las propiedades de un nombre común: los historiadores comunistas ingleses.
Para responder a la segunda cuestión (¿por qué es necesario comprender la génesis de los conceptos?), este libro enseña, también con claridad, que todo científico social necesita, para ser mejor científico, preguntarse por cuestiones filosóficas y que sólo de ellas pueden surgir conceptos apropiados para hacer el inteligible del enorme ruido empírico.
Sabemos que la tendencia a fundamentar filosóficamente el trabajo empírico puede surgir de la pedantería y la soberbia intelectualista. En la mayoría de los casos no es así: Como ha explicado Randall Collins, en cualquier momento de su labor científica, un sujeto puede convertir la reflexión sobre las técnicas empíricas que utiliza o sobre la praxis que realiza en un fin en sí mismo. Este libro explica las condiciones de la necesidad de filosofar en el caso de Thompson. Por una parte, el historiador inglés se enfrentaba con aquellos que habían sacado una lección quietista y reaccionaria de la experiencia estaliniana. El primero de ellos, Orwell y, un caso, no menos significativo Auden. El asunto era además un problema intelectual importante: Palmiro Togliatti dijo que la lucha final no tendría lugar entre capitalistas y comunistas sino entre comunistas y excomunistas. Thompson consideraba que gente como Auden y Orwell tenían un buen punto de partida pero erraban en el de llegada. La experiencia soviética les había convencido de que el reino del bien no es de este mundo (Auden) o, en los términos menos arrebatados de Orwell, se había aceptado que la resistencia al sistema era imposible. Thompson encontraba en esa actitud una tendencia psicológicamente narcisista e intelectualmente ahistórica a la hora de juzgar un proceso histórico. Los comunistas desengañados convierten el antiguo dogma en el fruto de la creación autónoma y libre de los sujetos: así, no es el dogma el que se rechaza, es, sobre todo, a los sujetos que lo eligieron a quienes se estigmatiza. Una evaluación histórica no se parece a un juicio sino al análisis de las condiciones que permitieron, promovieron, oscurecieron o eliminaron ciertas opciones. En todo momento, un sujeto no elige cualquier cosa y las cosas que elige, cabría decir, no se dejan discernir con la nitidez que imaginan quienes creen que el bien y el mal son accesibles a una u otra variante de la fe del carbonero. Por otro lado, Thompson, socialista militante e historiador marxista, necesita evaluar críticamente el pragmatismo estalinista. Para ello, Thompson siente la necesidad de salir del amoralismo satisfecho de buena parte de la tradición socialista. Los valores morales, en buena tradición materialista, no pueden ser absolutos, pero sin ellos la lógica de la moralidad de clase —administrada y codificada por un partido que había dado muestras ya de que nada, absolutamente nada, inhumano le era ajeno— parece anular la capacidad de indignación moral de los individuos y, con ello, la fuente de su autonomía. Sometido a una tensión generacional —con los intelectuales críticos que le habían precedido en la historia de socialismo británico— y política —cómo inventar un espacio socialista antiestalinista a la izquierda del laborismo—, Thompson, reconvirtió el problema en términos filosóficos: dividió el universo socialista entre quienes creían en la acción humana creativa y quienes no creían: los primeros eran humanistas y antiestalinistas, los segundos no. Para ello, elabora una noción de naturaleza humana que tiende a considerar proestalinista toda insistencia en la incapacidad de los sujetos para dominar sus condiciones de existencia (la carga violenta de Thompson sobre Althusser, despropósito absoluto desde el punto de vista filológico y completamente despistada sobre la significación política de Althusser, se entiende en esas coordenadas). Thompson, acaba construyendo una noción de sujeto capaz de trascender cualquier situación. Esta visión antropológica idealista desafía y contradice el discurso del Thompson historiador, quien rechaza esta suerte de abstracción y aboga por un análisis de la producción de la naturaleza del agente, de su conciencia moral e intelectual. Mala filosofía, para una buena práctica histórica.
Porque las preguntas de Thompson son necesarias (¿cómo es un agente que obra históricamente?) y necesitan resolverse con filosofía. En su caso, carecía de recursos filosóficos solventes para encarar esa tarea y resolverla de manera convincente. Dos cuestiones, pues, centrales: primera, la necesidad de filosofar inscrita en el corazón mismo de la mejor práctica científica y de cualquier compromiso político; segunda, la de las condiciones de acceso a la reflexión filosófica, que son, como las condiciones de acceso a la práctica científica, de difícil adquisición: el historiador excelente se convierte en patético filósofo amateur con la misma facilidad con la que el filósofo valioso se transforma en historiador o sociólogo de pacotilla. Y una tercera, muy esperanzadora ya que de lo anterior algunos sacan conclusiones de un academicismo ñoño y estéril: cada uno a sus monocultivos y a olvidarse del resto. Una idea verdadera puede permanecer oculta en el mundo de la exclusiva artesanía conceptual, sencillamente porque se formula mal. Pero puede revelarse completamente valiosa cuando encuentra su medio específico de desarrollo, el trabajo empírico: situado en esa coyuntura Thompson no acabó enrocándose en la disquisición filosófica sino que, confuso y todo, la puso a trabajar científicamente: surgió The Making of the English Working Class. Un monumento de explicación histórica y de filosofía moral práctica. Homenajes que, en el mundo intelectual, rinde el vicio a la virtud. Dejo al lector de esta magnífica obra que acompañe a Alejandro Estrella mientras nos desentraña ese misterio.
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