(Artículo publicado en La Voz y se puede escuchar el audio del debate en las Setas, así como otra crónica del mismo)
Plantearé tres cuestiones acerca de la reciente reforma de la constitución. Una cuestión tiene que ver con el procedimiento, una segunda con la filosofía de la acción pública que supone y una tercera con la manera de contestarla.
Parece que la reforma de la constitución se produce por la presión del Banco Central Europeo. Digo parece porque lo primero que llama la atención es la prisa y el secretismo que han rodeado la medida. Una Constitución debe protegerse de la presión de las mayorías coyunturales y para ello necesita instaurar mecanismos de reforma exigentes. Las mayorías no han podido ser más coyunturales y dependientes de presiones poco argumentadas: se tiene la impresión de que buena parte del grupo socialista –hay menos noticias sobre el popular- han actuado por disciplina de partido, sin comprender bien en qué consiste la medida y asumiendo el tragalá de su cada vez más imprevisible presidente. La unidad de su empresa política ha primado más que su ideario socialista, algo que no hace sino confirmar la idea de que bastantes diputados se deben más a la estabilidad de su partido que a la de su conciencia política. “Mi partido, con razón o sin ella”, decía León Trotsky, creyendo que separarse del partido era romper con la salvación histórica de la humanidad. Supongo que pocos representantes mantienen esa, a estas alturas de la historia, ridícula fe religiosa en su organización y sus cálculos serán más banales. Que recuerden que son ellos, con su actitud, quienes desprestigian la política.
Por lo demás, resulta absurdo negar que haya argumentos a favor de la reforma. Por su gravedad, pues la reforma restringe las posibilidades en materia económica, procedía un debate público donde se expusieran, sin medias palabras, los argumentos. Quizá Zapatero se crea un hombre de Estado asumiendo medidas tan fuertes sin explicarlas ante la ciudadanía y jugando la pose de héroe trágico, que sacrifica sus tendencias íntimas por razones más altas. Pero un héroe trágico no hace poses, reconoce sus errores y expía sus culpas delante de todos, de lo contrario, se convierte en un figurón patético. Zapatero debiera explicar por qué su ideología era errónea y cuáles son las razones de su cambio. De lo contrario, él puede verse como quiera pero los demás podemos pensar que más que un hombre de Estado es un hombre de mercado. En dos sentidos: actúa bajo la presión de las fracciones más agresivas del capital especulativo y sus ideas son fruto de una adaptación maquiavélica a las coyunturas: antaño, cuando quería ganarse la confianza de la izquierda, jugaba a gobernante inspirado por filósofos republicanos como Philip Pettit, para quienes sin deliberación pública y argumentada no hay política, sino negocietes entre los mandamases; hoy, cuando ya no va a volver a ser presidente, sólo le preocupa que los fanáticos del neoliberalismo le llamen gobernante razonable. Ha perdido a unos y no va a ganar a los otros.
La segunda cuestión tiene que ver con la filosofía del gasto público que instala. Un Estado debe calcular con criterios de rentabilidad empresarial y para ello necesita ser fiscalizado permanentemente. Hay dos ideas pues en este punto que cabe aclarar. Primera idea: ¿puede un Estado ingresar más o lo mismo que gasta siempre y en toda situación? Siempre y cuando los gastos permitan cálculos contables. ¿Cómo se contabiliza el éxito educativo? ¿Con el número de aprobados? ¿Y el sanitario? ¿Con el número de curas? ¿No es necesario curar bien a largo plazo y no mal a muchos en el corto? ¿Y la atención psicológica? ¿No haciendo terapias y recetando medicamentos, que es más rápido? ¿Olvidando a los pacientes incurables? Como decía el gran Jesús Ibáñez, con algunas cuentas nos cuentan cuentos -en los que, además, gana el malo-. Por lo demás, hay que recaudar con justicia, cuando se pone uno severo con el gasto público. Y en materia impositiva, hasta algunas grandes fortunas, exigiendo pagar más impuestos, pasan por la izquierda a nuestros gobernantes. Si no es así, da igual: el reequilibrio de las cuentas públicas exige el aumento de la presión impositiva sobre el capital financiero –hace nada la banca ha sido reflotado con dinero público- y sobre las grandes fortunas, y al respecto nuestro gobierno se muestran prudentísimo hasta la cobardía. Segunda idea: la creencia de que el Estado es una fuente de burocracia inútil y de derroche y, por eso, se necesita atarlo en corto. Todo lo que no sea la promoción del espíritu empresarial se convierte en sospechoso y, por eso, hay que reducir estructuralmente la capacidad de maniobra del Estado. Pero ¡cuidado!, no en pagar a los acreedores, en eso el Estado tiene que priorizar frente a los gastos en sanidad o educación. Nada pues de una reducción del Estado, sino de una reorientación del mismo: el Estado solo sirve para, comportándose como un agente económico más, promover la competencia económica, ya que solo el mercado expresa los deseos de los ciudadanos y las burocracias públicas deben estar a su servicio. No de cualquier ciudadano, sino de aquel que puede hacerse oír en un mercado: por el capital de que dispone en el mercado económico, por la seguridad en sí mismo –ya sea por sus recursos culturales o sus habilidades sociales- que le permite decir cómo hay que educar a su hijo y qué tiene que hacer el profesor (eso es un mercado educativo...) o por el valor de sus competencias individuales ante un empleador (sin sindicatos ni convenios colectivos, el valor de ciertos trabajadores aumentaría en las negociaciones con sus empleadores). Todo por los usuarios: un profesor debe calcular el valor financiero de sus inversiones profesionales y cómo aumentan o disminuyen, a corto plazo, los efectos de lo que hace en la opinión de sus usuarios (que pueden ser sus alumnos, los padres de estos o su empleador, nada de zarandajas sobre la función pública y sus obligaciones); un individuo debe calcular perpetuamente qué quiere dar o no a su empleador y, en ese sentido, su iniciativa no debe estorbarla ninguna organización.
Tercera idea, en fin. El 15M dice estar contra esta reforma, pero, a estas alturas, hay que exigirse más. Merleau-Ponty explicaba en los años 50 del siglo pasado: hay muchas maneras de no ser comunista, estar contra algo define poco. La maldad del otro, concluía el filósofo francés, no hace a todos los que lo rechacen igualmente buenos y pueden tenerse más distancias con los amigos en el descontento que con los enemigos coyunturales. Pero solo un dogmático que vea el mundo como el conflicto entre bloques homogéneos que deben estar continuamente en guerra, sorda o abierta, se asusta ante esto. Las personas que participan en el 15M deberían, deberíamos, decir: qué cabe hacer en la situación concreta que vive España, qué piensan acerca de la intervención del Estado en la economía y de si debe hacerse respetando a los usuarios o dándole autoridad a los profesionales (por ejemplo, en sanidad o educación). Si creen que los funcionarios públicos deben obedecer a los ciudadanos, sólo hay un camino: la evaluación constante por medio de instrumentos de objetivación de la acción y la dependencia del empleo público de la satisfacción ante su actividad (fuera pues los funcionarios y contrátese a empresas de servicios). Si creen en eso, y alguno de los que yo he visto gritar “no nos representan” parece creerlo y no se da cuenta, debe aclararse y, como exigía la máxima de Píndaro, llegar a ser el que se es: un neoliberal —o anarcoliberal, más radical— que no se reconoce como tal. Una vez que se hayan dado cuenta, lo mejor que pueden hacer es sumarse a las huestes de Esperanza Aguirre, por antipática que les sea la señora, o por lejos que se encuentren estéticamente de su forma de vestir.
Si creen, por el contrario, que el Estado puede intervenir en la economía para algo más que reflotar el capital o crear mercado donde antes había Estado (pues el neoliberalismo es muy intervencionista... pero a favor de la creación de mercados), que los funcionarios están en un lugar porque han demostrado ciertas competencias, que las políticas públicas deben nacer de una deliberación colectiva que respete a las minorías -para eso, precisamente, sirven las constituciones, para evitar las derivas totalitarias de las mayorías- pero asumiendo la opinión mayoritaria, deberían defender el campo de juego abierto por nuestra constitución, por mucho que encuentren de insatisfactorio en la misma. Por definición, únicamente en los delirios de un demagogo puede haber una norma compartida que satisfaga a todo el mundo, siempre, y en cualquier coyuntura. De hecho, este episodio muestra, precisamente, que nuestros diputados son inconstitucionales según les va... a los mercados. No se puede ser más desleal con la constitución, como ha indicado el Catedrático de Derecho del Trabajo Antonio Baylos. Por mejorable que sea, la Constitución de 1978 permitía que un político (Julio Anguita) reclamase otra política remitiéndose a un desarrollo posible de la Carta Magna. Esta reforma ejecuta un cierre del universo del discurso constitucional y da escalofríos que la mayoría de sus señorías no haya considerado necesario preguntarnos. Si algo muestra que el 15M era necesario, son ellos con su comportamiento.
Plantearé tres cuestiones acerca de la reciente reforma de la constitución. Una cuestión tiene que ver con el procedimiento, una segunda con la filosofía de la acción pública que supone y una tercera con la manera de contestarla.
Parece que la reforma de la constitución se produce por la presión del Banco Central Europeo. Digo parece porque lo primero que llama la atención es la prisa y el secretismo que han rodeado la medida. Una Constitución debe protegerse de la presión de las mayorías coyunturales y para ello necesita instaurar mecanismos de reforma exigentes. Las mayorías no han podido ser más coyunturales y dependientes de presiones poco argumentadas: se tiene la impresión de que buena parte del grupo socialista –hay menos noticias sobre el popular- han actuado por disciplina de partido, sin comprender bien en qué consiste la medida y asumiendo el tragalá de su cada vez más imprevisible presidente. La unidad de su empresa política ha primado más que su ideario socialista, algo que no hace sino confirmar la idea de que bastantes diputados se deben más a la estabilidad de su partido que a la de su conciencia política. “Mi partido, con razón o sin ella”, decía León Trotsky, creyendo que separarse del partido era romper con la salvación histórica de la humanidad. Supongo que pocos representantes mantienen esa, a estas alturas de la historia, ridícula fe religiosa en su organización y sus cálculos serán más banales. Que recuerden que son ellos, con su actitud, quienes desprestigian la política.
Por lo demás, resulta absurdo negar que haya argumentos a favor de la reforma. Por su gravedad, pues la reforma restringe las posibilidades en materia económica, procedía un debate público donde se expusieran, sin medias palabras, los argumentos. Quizá Zapatero se crea un hombre de Estado asumiendo medidas tan fuertes sin explicarlas ante la ciudadanía y jugando la pose de héroe trágico, que sacrifica sus tendencias íntimas por razones más altas. Pero un héroe trágico no hace poses, reconoce sus errores y expía sus culpas delante de todos, de lo contrario, se convierte en un figurón patético. Zapatero debiera explicar por qué su ideología era errónea y cuáles son las razones de su cambio. De lo contrario, él puede verse como quiera pero los demás podemos pensar que más que un hombre de Estado es un hombre de mercado. En dos sentidos: actúa bajo la presión de las fracciones más agresivas del capital especulativo y sus ideas son fruto de una adaptación maquiavélica a las coyunturas: antaño, cuando quería ganarse la confianza de la izquierda, jugaba a gobernante inspirado por filósofos republicanos como Philip Pettit, para quienes sin deliberación pública y argumentada no hay política, sino negocietes entre los mandamases; hoy, cuando ya no va a volver a ser presidente, sólo le preocupa que los fanáticos del neoliberalismo le llamen gobernante razonable. Ha perdido a unos y no va a ganar a los otros.
La segunda cuestión tiene que ver con la filosofía del gasto público que instala. Un Estado debe calcular con criterios de rentabilidad empresarial y para ello necesita ser fiscalizado permanentemente. Hay dos ideas pues en este punto que cabe aclarar. Primera idea: ¿puede un Estado ingresar más o lo mismo que gasta siempre y en toda situación? Siempre y cuando los gastos permitan cálculos contables. ¿Cómo se contabiliza el éxito educativo? ¿Con el número de aprobados? ¿Y el sanitario? ¿Con el número de curas? ¿No es necesario curar bien a largo plazo y no mal a muchos en el corto? ¿Y la atención psicológica? ¿No haciendo terapias y recetando medicamentos, que es más rápido? ¿Olvidando a los pacientes incurables? Como decía el gran Jesús Ibáñez, con algunas cuentas nos cuentan cuentos -en los que, además, gana el malo-. Por lo demás, hay que recaudar con justicia, cuando se pone uno severo con el gasto público. Y en materia impositiva, hasta algunas grandes fortunas, exigiendo pagar más impuestos, pasan por la izquierda a nuestros gobernantes. Si no es así, da igual: el reequilibrio de las cuentas públicas exige el aumento de la presión impositiva sobre el capital financiero –hace nada la banca ha sido reflotado con dinero público- y sobre las grandes fortunas, y al respecto nuestro gobierno se muestran prudentísimo hasta la cobardía. Segunda idea: la creencia de que el Estado es una fuente de burocracia inútil y de derroche y, por eso, se necesita atarlo en corto. Todo lo que no sea la promoción del espíritu empresarial se convierte en sospechoso y, por eso, hay que reducir estructuralmente la capacidad de maniobra del Estado. Pero ¡cuidado!, no en pagar a los acreedores, en eso el Estado tiene que priorizar frente a los gastos en sanidad o educación. Nada pues de una reducción del Estado, sino de una reorientación del mismo: el Estado solo sirve para, comportándose como un agente económico más, promover la competencia económica, ya que solo el mercado expresa los deseos de los ciudadanos y las burocracias públicas deben estar a su servicio. No de cualquier ciudadano, sino de aquel que puede hacerse oír en un mercado: por el capital de que dispone en el mercado económico, por la seguridad en sí mismo –ya sea por sus recursos culturales o sus habilidades sociales- que le permite decir cómo hay que educar a su hijo y qué tiene que hacer el profesor (eso es un mercado educativo...) o por el valor de sus competencias individuales ante un empleador (sin sindicatos ni convenios colectivos, el valor de ciertos trabajadores aumentaría en las negociaciones con sus empleadores). Todo por los usuarios: un profesor debe calcular el valor financiero de sus inversiones profesionales y cómo aumentan o disminuyen, a corto plazo, los efectos de lo que hace en la opinión de sus usuarios (que pueden ser sus alumnos, los padres de estos o su empleador, nada de zarandajas sobre la función pública y sus obligaciones); un individuo debe calcular perpetuamente qué quiere dar o no a su empleador y, en ese sentido, su iniciativa no debe estorbarla ninguna organización.
Tercera idea, en fin. El 15M dice estar contra esta reforma, pero, a estas alturas, hay que exigirse más. Merleau-Ponty explicaba en los años 50 del siglo pasado: hay muchas maneras de no ser comunista, estar contra algo define poco. La maldad del otro, concluía el filósofo francés, no hace a todos los que lo rechacen igualmente buenos y pueden tenerse más distancias con los amigos en el descontento que con los enemigos coyunturales. Pero solo un dogmático que vea el mundo como el conflicto entre bloques homogéneos que deben estar continuamente en guerra, sorda o abierta, se asusta ante esto. Las personas que participan en el 15M deberían, deberíamos, decir: qué cabe hacer en la situación concreta que vive España, qué piensan acerca de la intervención del Estado en la economía y de si debe hacerse respetando a los usuarios o dándole autoridad a los profesionales (por ejemplo, en sanidad o educación). Si creen que los funcionarios públicos deben obedecer a los ciudadanos, sólo hay un camino: la evaluación constante por medio de instrumentos de objetivación de la acción y la dependencia del empleo público de la satisfacción ante su actividad (fuera pues los funcionarios y contrátese a empresas de servicios). Si creen en eso, y alguno de los que yo he visto gritar “no nos representan” parece creerlo y no se da cuenta, debe aclararse y, como exigía la máxima de Píndaro, llegar a ser el que se es: un neoliberal —o anarcoliberal, más radical— que no se reconoce como tal. Una vez que se hayan dado cuenta, lo mejor que pueden hacer es sumarse a las huestes de Esperanza Aguirre, por antipática que les sea la señora, o por lejos que se encuentren estéticamente de su forma de vestir.
Si creen, por el contrario, que el Estado puede intervenir en la economía para algo más que reflotar el capital o crear mercado donde antes había Estado (pues el neoliberalismo es muy intervencionista... pero a favor de la creación de mercados), que los funcionarios están en un lugar porque han demostrado ciertas competencias, que las políticas públicas deben nacer de una deliberación colectiva que respete a las minorías -para eso, precisamente, sirven las constituciones, para evitar las derivas totalitarias de las mayorías- pero asumiendo la opinión mayoritaria, deberían defender el campo de juego abierto por nuestra constitución, por mucho que encuentren de insatisfactorio en la misma. Por definición, únicamente en los delirios de un demagogo puede haber una norma compartida que satisfaga a todo el mundo, siempre, y en cualquier coyuntura. De hecho, este episodio muestra, precisamente, que nuestros diputados son inconstitucionales según les va... a los mercados. No se puede ser más desleal con la constitución, como ha indicado el Catedrático de Derecho del Trabajo Antonio Baylos. Por mejorable que sea, la Constitución de 1978 permitía que un político (Julio Anguita) reclamase otra política remitiéndose a un desarrollo posible de la Carta Magna. Esta reforma ejecuta un cierre del universo del discurso constitucional y da escalofríos que la mayoría de sus señorías no haya considerado necesario preguntarnos. Si algo muestra que el 15M era necesario, son ellos con su comportamiento.
Comentarios
sobre esto a Iván Illich y
André Gorz
http://roiginegre-audios.blogspot.com/search/label/Marxismo
Saludos
Alexandre
saludos
JL