En el libro II, Trasímaco encuentra nuevos aliados, los hermanos Glaucón y Adimanto, el primero de ellos posible amante de Critias, jefe de los Treinta Tiranos y escritor. Glaucón, poco convencido por la respuesta a Trasímaco, comienza defendiendo una visión hobbeseana –pero solo a medias- del origen de la justicia. Glaucón considera que tras la dura prueba de la vida natural, los hombres se avienen a establecer acuerdos y, debido al recuerdo infausto de la violencia natural, componen la justicia. Pero Glaucón, como buen griego, tiene el modelo de la moral homérica y asocia la justicia con la debilidad de quien, por no ser verdaderamente fuerte, necesita ampararse en la virtud. Hobbes cede aquí su lugar a Nietzsche.
Glaucón recurre a la fábula de Giges, relato del que procede la historia del Hombre invisible. Si conun anillo fabuloso apareciéramos y desapareciéramos a voluntad cualquiera se comportaría como el peor golfo. De hecho, solo el pudor puede evitarlo. La justicia procede de guardar las apariencias. Porque tratándose de la Grecia clásica, las apariencias son centrales. Cuando se sabe (véase Mario Vegetti, La ética de los antiguos) cómo el pudor es la base de la ciudad -y de la democracia griega, del buen sentido que permitía gobernar a los pobres según Aspasia de Mileto- se comprende bien el calado político que supone identificarlo sin más con la hipocresía.
La apariencia contribuye en varios niveles al debate según Glaucón. En primer lugar, la justicia consiste en simple máscara de la justicia. En una, porque la dura experiencia de la vida homérica, la vida natural, nos enseña a vivir en una segunda naturaleza, aparente, constituida por el reconocimiento mutuo y la instalación de normas de justicia. En otra, porque justo, en ese segundo estado, solo lo somos mientras las apariencias dictan su ley, de lo contrario nos comportamos como el saqueador hombre homérico (con la diferencia de que este, verdaderamente viril, se mostraba abiertamente). Pero, y es el tercer nivel, las apariencias siempre pueden falsear al justo. Por eso, el verdaderamente justo, debería serlo sin reconocimiento pues, de lo contrario, siempre cabría sospechar que lo hace por guardar las apariencias. Las apariencias falsean el mundo moral y solo cabe reconocer la justicia cuando los peores males golpean y el perjudicado no cede en el recto camino. Adimanto, apoyando a su hermano, insiste en que sin recompensas sociales y sin dioses dispuestos a calmarse con ofrendas, la justicia no existiría. El desafío para Sócrates consiste en encontrar justicia sin reputación.
La identificación de reputación con falsedad es lo que permite ignorar otra posibilidad: que los criterios públicos para establecer la justicia pudieran ser más o menos acertados y que, más allá de ellos, nada tenemos. Para los aristócratas que contradicen a Sócrates resulta normal vincular reconocimiento social con manipulación: así funcionan ellos y su crítica a la democracia no es otra que encajar en su experiencia toda forma de legitimidad colectiva. Y es que, ¿por qué son tan malas las apariencias? En una ciudad libre apariencia significa capacidad de jugar con la propia imagen, esto es, libertad y no reducción de las personas a las categorías o a las familias a las que pertenecen. Apariencia significa también existencia de procesos colectivos de acreditación no fijados desde ninguna instancia; en suma, algo así, si no sonara muy pedante, como democracia epistemológica. Al menos, en política.
Platón desprecia las prácticas manipuladoras tanto como la idea de la existencia de una indefinición epistemológica. Sócrates apuntará al rasgo central de la democracia: la posibilidad de competencia sobre temas múltiples, por más que sea una competencia humilde. Para ello nos presenta una sociedad compleja donde por división funcional del trabajo se organiza la solidaridad común: parte del esquema, o casi el esquema, de Durkheim en La división del trabajo social se encuentra en este libro II de La República. El principio de la especialización supone que las personas no pueden hacer bien dos cosas a la vez. Cuando una profesión requiere cualidades contradictorias –como los soldados, a la vez fieros con los extraños y amigables con los paisanos- Platón recurre a modelos de animales muy filosóficos, como los perros guardianes.
Junto a la especialización funcional, el control de la anarquía epistemológica exige regimentar forma y contenido de los discursos. La divinidad, y Homero debe ser reprobado, nunca puede ser causa de lo malo, sino solo de lo bueno: el mal queda fuera de su poder. Pero además los dioses son seres simples, de una pieza: y por tanto, nunca cambiarían si no es para peor. Por tanto, ni mienten ni se degradan. Eso no quiere decir que la verdad deba defenderse siempre, nos dice Sócrates. Las leyendas, como las mentiras piadosas, tienen efectos benéficos. La cuestión estriba en cuáles contar y cómo contarlas. Será en el libro siguiente.
Glaucón recurre a la fábula de Giges, relato del que procede la historia del Hombre invisible. Si conun anillo fabuloso apareciéramos y desapareciéramos a voluntad cualquiera se comportaría como el peor golfo. De hecho, solo el pudor puede evitarlo. La justicia procede de guardar las apariencias. Porque tratándose de la Grecia clásica, las apariencias son centrales. Cuando se sabe (véase Mario Vegetti, La ética de los antiguos) cómo el pudor es la base de la ciudad -y de la democracia griega, del buen sentido que permitía gobernar a los pobres según Aspasia de Mileto- se comprende bien el calado político que supone identificarlo sin más con la hipocresía.
La apariencia contribuye en varios niveles al debate según Glaucón. En primer lugar, la justicia consiste en simple máscara de la justicia. En una, porque la dura experiencia de la vida homérica, la vida natural, nos enseña a vivir en una segunda naturaleza, aparente, constituida por el reconocimiento mutuo y la instalación de normas de justicia. En otra, porque justo, en ese segundo estado, solo lo somos mientras las apariencias dictan su ley, de lo contrario nos comportamos como el saqueador hombre homérico (con la diferencia de que este, verdaderamente viril, se mostraba abiertamente). Pero, y es el tercer nivel, las apariencias siempre pueden falsear al justo. Por eso, el verdaderamente justo, debería serlo sin reconocimiento pues, de lo contrario, siempre cabría sospechar que lo hace por guardar las apariencias. Las apariencias falsean el mundo moral y solo cabe reconocer la justicia cuando los peores males golpean y el perjudicado no cede en el recto camino. Adimanto, apoyando a su hermano, insiste en que sin recompensas sociales y sin dioses dispuestos a calmarse con ofrendas, la justicia no existiría. El desafío para Sócrates consiste en encontrar justicia sin reputación.
La identificación de reputación con falsedad es lo que permite ignorar otra posibilidad: que los criterios públicos para establecer la justicia pudieran ser más o menos acertados y que, más allá de ellos, nada tenemos. Para los aristócratas que contradicen a Sócrates resulta normal vincular reconocimiento social con manipulación: así funcionan ellos y su crítica a la democracia no es otra que encajar en su experiencia toda forma de legitimidad colectiva. Y es que, ¿por qué son tan malas las apariencias? En una ciudad libre apariencia significa capacidad de jugar con la propia imagen, esto es, libertad y no reducción de las personas a las categorías o a las familias a las que pertenecen. Apariencia significa también existencia de procesos colectivos de acreditación no fijados desde ninguna instancia; en suma, algo así, si no sonara muy pedante, como democracia epistemológica. Al menos, en política.
Platón desprecia las prácticas manipuladoras tanto como la idea de la existencia de una indefinición epistemológica. Sócrates apuntará al rasgo central de la democracia: la posibilidad de competencia sobre temas múltiples, por más que sea una competencia humilde. Para ello nos presenta una sociedad compleja donde por división funcional del trabajo se organiza la solidaridad común: parte del esquema, o casi el esquema, de Durkheim en La división del trabajo social se encuentra en este libro II de La República. El principio de la especialización supone que las personas no pueden hacer bien dos cosas a la vez. Cuando una profesión requiere cualidades contradictorias –como los soldados, a la vez fieros con los extraños y amigables con los paisanos- Platón recurre a modelos de animales muy filosóficos, como los perros guardianes.
Junto a la especialización funcional, el control de la anarquía epistemológica exige regimentar forma y contenido de los discursos. La divinidad, y Homero debe ser reprobado, nunca puede ser causa de lo malo, sino solo de lo bueno: el mal queda fuera de su poder. Pero además los dioses son seres simples, de una pieza: y por tanto, nunca cambiarían si no es para peor. Por tanto, ni mienten ni se degradan. Eso no quiere decir que la verdad deba defenderse siempre, nos dice Sócrates. Las leyendas, como las mentiras piadosas, tienen efectos benéficos. La cuestión estriba en cuáles contar y cómo contarlas. Será en el libro siguiente.
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