Cuentan que un profesor se paseaba por una ciudad con El ser y la nada de Sartre bajo el
brazo. Eran otros tiempos, cuando la filosofía permitía realzarse en la vida
cotidiana y obtener con ella beneficios, atenciones, admiración e incluso amor.
Esos tiempos han pasado: la filosofía exige mucho esfuerzo para comprenderla y
su rendimiento semántico, el significado que efectivamente se extrae, puede ser
muy precario, en ocasiones nulo. Demasiada dificultad para escaso conocimiento.
El profesor de marras vivía en otra época, una de
diferencias culturales casi abisales. Como constata Jacobo Muñoz (Filosofía y resistencia. Intervenciones,
Madrid, Biblioteca Nueva, 2013), la mayoría de las personas hoy acceden a la
educación superior y tienen más capacidad de compra. ¿Por qué admirar a Sartre
cuando puede uno volar en parapente o leer un libro de autoayuda? ¿Por qué
consagrarle horas cuando la ciencia, y la filosofía, para cualquiera que se
roce con ellas, aunque sea en lo mínimo, transmiten escepticismo organizado y
relativización de cualquier postura contundente?
Sin embargo, se necesita la filosofía, hoy más que nunca,
porque las ciencias son parciales y la realidad nos impone que nos decidamos a
actuar sin hacer una tesis en cada ocasión. El privilegio del observador
escolástico, que tiene tiempo de ocio para analizar las elecciones, no lo
tienen, en la mayor parte de su existencia, ni tan siquiera los filósofos
profesionales. La filosofía nos ayuda, informándose de las ciencias, a elegir
qué queremos ser y cómo queremos lograrlo. Jacobo Muñoz hizo suya esta concepción
de la filosofía desde muy joven, concepción que tiene sus raíces en Ortega y
que defendió con ahínco Manuel Sacristán. Pero para seguir influyendo en la
gente que puede consumir cultura y experiencias, que ya no se arrodilla ante la
sofisticación académica, la filosofía debe adelgazarse retóricamente.
Manteniendo, eso sí, el máximo de significado: antaño elaborado en jergas
inaccesibles, que exigían iniciaciones mortificantes, haberse bañado casi desde
el principio en la alta cultura o renunciar a la vida para ser capaz , mediante
el esfuerzo, de rascar algo de ella.
Por eso apuesta Jacobo Muñoz, por construirse un público
profano, por tener un interlocutor más amplio que treinta especialistas en
España, si no en Europa. ¿Lo consigue? Me parece que sí y muy bien, pero debe
juzgarlo el lector. Me centraré en una lección de la primera parte del libro
(al que dedicaré un comentario más amplio), titulada “Por una nueva
Ilustración”.
Jacobo Muñoz recuerda que el proyecto ilustrado, elegir cómo
queremos ser, sin que ello menoscabe a nuestros semejantes, sigue siendo actual
y requiere ciertas condiciones de posibilidad. Ese mínimo de justicia puede
realizarse en las instituciones. Pero a toda institución se le puede obedecer
de dos maneras, por convicción o porque interesa hacerlo. En el segundo caso, enseñó
Kant, hasta los demonios pueden comportarse con justicia, aunque en su fuero
interno sean unos canallas. Progreso moral y legal no van de la mano. Se apoyaba
Kant en observaciones cotidianas, que Jacobo Muñoz cita con profusión. Incluso
en los pueblos civilizados, nos decía, la gente es ingrata con quienes les hacen
el bien y los odian en secreto y, los amigos se traicionan en cuanto pueden. Por
tanto, si no queremos desesperanzarnos quizá conviene no conocer demasiado a
los hombres.
Eso no impide que luchemos por lo mejor, porque incluso los
malos, que no lo harán, se beneficiarán de un mundo más justo. La opción de
Kant nos sumerge en un militantismo melancólico, algo que cuadra bien con el
talante filosófico y humano de Jacobo Muñoz. En mi opinión, Kant no plantea del
todo bien el problema. Introduce en una misma categoría al hombre cínico y al
ambivalente. El cínico alterna entre posiciones en función de un cálculo de
intereses e, indudablemente, cabe temerle, pues ese cálculo no conoce más regla
que su propio beneficio. El ambivalente tiene otra pasta: ha interiorizado
formas de valor opuestas, seguramente porque ha pasado por contextos distintos
que le forjaron placeres y deseos diversos. Pero el ambivalente reconoce el
bien.
No se me ocurre mejor ejemplo que uno comentado por
Bourdieu. En un laboratorio varios científicos reflejaron en la pared la doble
verdad de su trabajo. Como tenían que publicar, en un lado pusieron qué había
dado su experimento, en otro lo que contaban en el paper. La cosa resultaba cómica porque de lo poco que había dado el
primero se sacaban conclusiones rimbombantes en el segundo. Los críticos
postmodernos de la ciencia interpretaban la escena como ejemplo del cinismo
científico. Bourdieu se enojaba: si fueran cínicos, ¿por qué tenían aquello a
la vista de todo el mundo? No eran cínicos, se hallaban en la ambivalencia. El sistema
institucional de la ciencia les obligaba a publicar o a morir, la idea de la
ciencia les impulsaba a la verdad. Lo uno y lo otro se oponían y tenían que
vivir con ello, hacer las componendas que pudiesen.
Kant pensaba que podíamos volvernos buenos de golpe, por
voluntad, y eso suponía ignorar los contextos y los hábitos. Marx abogó por
centrarse en estos proponiendo reconciliar los hábitos modificando los
contextos. Como Marx no era un moralista, sabía que los contextos tienen un
argumento a su favor por encima de todas las quimeras: existen, les permiten,
mal que bien, estar a las personas, las quimeras solo alimentan delirios y en
estos no se puede estar. Por eso Marx defendía los malos contextos, su valor en
el camino a los buenos. El capitalismo necesitaba desarrollarse generando
miseria y riqueza. Un día, sus crisis permitirían eliminar la primera y
socializar la segunda.
Este asunto, el de las crisis, es central en el marxismo de
Jacobo Muñoz, y desde el principio. Admite una doble interpretación: puede
pensarse como una oportunidad que brindan las referidas crisis o como algo
necesario que ocurrirá, que hay que provocar, porque tras ellas vendrán los
amaneceres radiantes. Si es lo primero, hay que sopesar que lo que venga sea
mejor que lo que se deja. Si es lo segundo debemos exacerbar las crisis hasta
que advenga el mundo nuevo. Y para ese mundo todo vale: la violencia, la
mentira, la crueldad. Marx se vuelve cínico: como tiene un bien superior,
supone que todo se le puede sacrificar. Igual que el egoísta, que el mal amigo,
que el intrigante. Eso sí: Marx no piensa en su beneficio personal, sino en el
de la Humanidad.
Para las víctimas inocentes no suele ser consuelo.
Entre Kant y Marx, no más allá de ambos, sino con ambos,
transita Jacobo Muñoz. La bondad no solo es asunto psicológico, sino también de
contextos. Ahora bien, debe comprenderse qué coste tiene transformar estos. Una
vez que se abandona el profetismo marxista (véase la página 63) nadie puede
suponer que el mal surgirá del bien. Mejorar supone elegir y comprometerse sin
tener seguridad de hacia dónde nos lleva el camino.
Un cínico se dedica al simulacro, un moralista absoluto a
cultivar, como diría Kant, la misantropía. El modelo de Jacobo Muñoz estimula
la ambivalencia. Una ambivalencia no resignada consistente en luchar por
introducir toda la verdad posible en condiciones imperfectas. El científico
ambivalente no es un cínico: pacta con el mundo y publica consciente de la
insuficiencia de cuanto dice, pero sin olvidar la diferencia entre la verdad y
el simulacro. Cabe esperar que, recordando la distancia, se presenten
oportunidades, como las crisis, y de ellas surjan contextos menos
miserables y que permitan ser quien se desea con menos violencia. Cabe esperarlo; pero
no estamos seguros.
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