El trabajo (véase 1, 2, 3) de Álvaro Castro sobre José Pemartín propone una aportación fundamental. Fundamental por
su interés historiográfico y fundamental por su interés filosófico. Respecto
del primero, Castro nos ofrece un trabajo minucioso, construido en el cruce
minucioso de las fuentes disponibles, donde se articulan convincentemente el
mundo intelectual y el social, las biografías políticas con las visiones del
mundo. Respecto del segundo, en el que centraré este comentario, Castro
nos ayuda a comprender dos
problemas centrales de la producción filosófica.
El primer
problema es qué interés tiene estudiar a Pemartín. ¿Se trata de un pensador que
merezca tal nombre? Al respecto habrá múltiples respuestas, pero las que pueden
derivarse de la lectura de Castro exigen distanciarse del humor de cada cual. Pemartín
combinó estudios de letras y ciencias, asistió a las clases de Bergson, se
empapó del ambiente antipositivista y, además, gracias a su formación como
ingeniero, pudo leer y comprender los avances de la física en la primera parte
del siglo. Tales competencias raramente se articulan juntas y esta articulación
permitió al jerezano integrarse en la corriente de Lovaina, aquella que quiso
reactualizar el tomismo en diálogo con los avances de las ciencias. Pemartín se
atrevió, Castro lo explica, a discutir convincentemente la interpretación que
Ortega realizó de Einstein. Eso indica que no estamos ante un personaje de
escenografía provinciana. Pemartín fue el “centro de anudamiento” (Gramsci)
donde se insertaron corrientes intelectuales europeas de las que depende el
pensamiento español, tanto el conservador como el progresista. España, la
España de la Contrarreforma, bebió de Europa, actualizó a Europa entre
nosotros: la guerra civil europea lo fue también en el terreno de las ideas. La
reconstrucción intelectual de Castro nos ayuda a comprenderlo y, en ese
sentido, esta tesis doctoral es una contribución a la historia de la filosofía
contemporánea.
Pemartín, por
tanto, fue todo lo contrario de lo que, en La
rebelión de las masas, Ortega llamó un “señorito satisfecho”. Adquirió un
enorme capital cultural y lo puso al servicio de su historia familiar, de
aquella de la que dependía, de los círculos de ultraderecha de Jerez, donde se
avecindaron fraternalmente los Pemán, los Pemartín y los Primo de Rivera. La
filosofía de Pemartín es un capítulo de la lucha contra la amenaza bolchevique,
cierto, pero eso no lo convierte en un vulgar ideoólogo: la lucha la realizó
con categorías intelectuales aquilatadas en lecturas enciclopédicas. Solo un
prejuicio absurdo, muy enraizado en el filósofo profesional, puede desdeñarlas
porque Pemartín no ha entrado en el panteón de los grandes. Como si ese panteón
no se debiera, en parte, a procesos arbitrarios de consagración intelectual. O
como si los grandes, aún admitiendo que merecen serlo, no debieran su gloria a
la red que los consagra y en la cual sus teorías se difunden, se aplican y se
adaptan. Existe un Nietzsche y un Heidegger para el anarquismo radical y otro
para los enemigos del anarquismo radical: sus categorías intelectuales son
completamente polifónicas; pueden servir para que se abracen en la filosofía en
las ideas, quienes se asesinan en la realidad. Lo mismo cabe decir de Bergson,
que sirve lo mismo para la Acción
Francesa (y para Acción Española…) que para Deleuze y Guattari.
Y, ahora, el
segundo elemento clave que nos permite comprender esta tesis: la cuestión de la
creatividad de Pemartín. Aún si solo fuera un actor secundario en esa historia
contemporánea de la filosofía española, Pemartín tiene un absoluto interés:
cómo los grandes enemigos conservadores de la burguesía y el proletariado
recibieron una cosmovisión de indudable alcance filosófico en los cafés y los
banquetes de la Baja Andalucía. Pemartín ocupa un papel de primero orden en la
sintetización y la popularización de marcos filosóficos prestigiosos. Su
lectura de Bergson y de Heidegger le ayudaron a construir un espacio filosófico
donde los problemas de las ciencias se engarzaban con la rabia de clase de la
aristocracia jerezana, la distinción entre lo cualitativo y lo cuantitativo,
con la apología del caballero cristiano del XVI, y la apología del caballero
cristiano con las razzias antiobreras de los Carranza y los Domecq (en uno de
los Rolls familiares, Pemán las acompañó: puede que espolvoreando citas de su
primo Pemartín entre los heroicos requetés…). Pemartín es un pensador que
permite el diálogo entre mundos muy complejos, a veces con niveles muy altos de
sofisticación. Castro habla de una ontología política en Pemartín y, efectivamente,
las articulaciones filosóficas y el combate contra la chusma cuantitativa
(socialista, liberal) no se hace de cualquier manera, sino con oficio de
verdadero pensador. Esa cosmovisión se institucionalizaría con el aparato
educativo franquista, con su privilegio de las Letras clásicas y de la
Filosofía y su rechazo de toda la pedagogía libertaria. Como buen producto
español del aparato universitario, Pemartín defendía la disciplinada y
emulativa pedagogía jesuítica. Leyendo las argumentaciones de Pemartín, le
parece a uno estar escuchándonos a nosotros, a los filósofos de hoy, cuando
argumentamos desde posiciones ideológicas opuestas… aunque puede, y eso es lo
inquietante, desde marcos intelectuales homólogos. No hay misterio alguno:
somos resultado de su dispositivo institucional. En la historia veremos nuestro
inconsciente, nos aleccionaba Durkheim. El inconsciente que leemos en la tesis
de Álvaro Castro no confortará nuestro narcisismo. Pero el marco que nos ofrece
es absolutamente plausible.
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