Sófocles contiene una filosofía profunda de la democracia, no cabe duda. En este blog se ha comentado el clásico de Bernard Knox y, entre los autores que uno frecuenta, Foucault y Castoriadis han promovido lecturas sugerentes sobre las enseñanzas democráticas del genio de Colono. La de Castoriadis resulta de especial interés, pues consigue invertir la espontánea apuesta “libertaria” por Antígona y a mostrarnos la razón que asiste a Creonte. Si la tragedia funciona como filosofía de la democracia es porque renuncia a un Eje del Mal y nos ahce comprender cómo el orgullo nos conduce a aquello que odiamos ser: es la lección de Edipo, prototipo de caudillo sinceramente democrático. Cualquier lector que se entretenga en Sófocles comprueba cómo los personajes se contradicen y ocupan posiciones muy distintas en una y otra réplica. Lo que los lleva a la tragedia es la rigidez, la falta de comprensión de que la verdad se les escapa, de que no pueden tener razón solos. De hecho, el mítico Teseo, rey de la Atenas democrática, destaca por aceptar azorado las razones de Edipo, cuando este, ya ciego y abandonado, discute con él en Edipo en Colono. La idea esta clara: Teseo, fuerte y valiente, no necesita exhibir su poder obscenamente y puede recular: así es una democracia, esos son los dirigentes que se necesitan.
Zizek ha reescrito Antígona (Akal, 2017, colección Cuestiones de Antagonismo) y lo hace acercándose al punto de vista de Castoriadis, al que sin embargo no parece haber leído (pues lo citaría). Tanto Creonte como Antígona viven en el formalismo de una convicción que se impone sobre todo. Creonte es un representante del pueblo, algo que en la obra de Sófocles (pero no en la versión de Zizek), afirma ser con orgullo: un igual entre iguales, que gobierna y sabrá ser gobernado. Pero su inquina contra Polinices, y sobre todo su incapacidad de escuchar a su pueblo (¡y a su hijo!), que comprenden y perdonan a Antígona, lo condenan. Su amor a la ley revela una obcecación malsana, incapaz de acoger el parecer ajeno. Obviamente, tras semejante intransigencia asoma una grosera debilidad, toda aquella de la que carece el modesto y titubeante Teseo.
Antígona, por el contrario, pretende ser la voz de la exclusión. Es una mujer extraordinaria. Edipo —durante su final aventura en Colono— habla de sus hijas, Ismene y Antígona, como de mujeres que superan a sus hermanos. Ambas demuestran que son mejores ciudadanos que los hombres y Creonte insiste ante su hijo en el pánico que le causa ceder ante una mujer. Antígona, sin embargo, no es una heroína indiscutible: en momentos de la obra se ampara en leyes divinas sobre las que Creonte se muestra perplejo: ¿no hablará en Antígona el fanatismo de una iluminada que asigna a los dioses sus presunciones? Como su cuñado Edipo, Creonte tiene rasgos de la democracia y estos se ven en un espíritu ilustrado. Edipo lo muestra ante Tiresias, Creonte ante éste y su sobrina rebelde.
Hasta aquí, más o menos, las interpretaciones de Castoriadis y Zizek podrían coincidir. Pero el filósofo franco-griego se quedaría aquí: la tragedia enseña que nada hunde más a la democracia que el exceso, la arrogancia del poder. Ser autónomo supone conciencia de que solo nos tenemos a nosotros mismos y a nuestros ciudadanos y que la vida política es un bien muy frágil que carece de garantías. Zizek, sin embargo, da un paso más y presenta al coro estableciendo un régimen nuevo, una democracia popular donde los ciudadanos no se encuentren zarandeados por los delirios de las familias notables. En su lectura de Antígona, Zizek nos ofrece varias versiones del famoso stasimon y, en cada una de ellas, el mensaje trágico se va cargando de sentido procedente del psicoanálisis y de un marxismo libertario. En un momento, Creonte parece un Lenin arrepentido de haber roto muchos huevos sin lograr tortilla alguna… ¡pero Antígona también! De hecho, el nuevo poder popular tebano la acusa de “sustituísmo”, de pretender abrir el paso a los excluidos sin escucharlos. Más abrasadora resulta la acusación a Antígona de ser una “poseur”, que goza secretamente haciendo de heroína y que en el fondo está deseando pasar a la posteridad. Toda su reivindicación de los principios es ansia de fama; de una fama que necesita la muerte propia pero que arramblará con la ciudad entera si hace falta. Ese poder popular pronto creará nuevos Creontes y Antígonas y ninguna democracia asamblearia podrá impedirlo. Solo el control mutuo puede intentarlo: el poder nos hace perder los estribos si no nos protegemos o nos protegen de ello. El lector sabrá identificar a muchas Antígonas y Creontes e incluso, con un mínimo de lucidez, se verá a sí mismo aplaudiendo a una u otra figura en un momento de su trayectoria. Incluso encarnándola. Con su lectura, Zizek no obstaculiza tal experiencia, sino que sabe acentuarla con su indiscutible inteligencia.
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